26.10.06

Veinte

El General de Brigada José Antonio Cena de la Hera era relativamente joven para su rango. Con cuarenta y tres años todavía tenía por delante una prometedora carrera que podría llevarle a lo más alto, aunque cada escalón costaba más de subir. Lo suyo, más que una profesión era una devoción, heredada a través de cuatro generaciones de militares del más alto rango, siempre fieles a la esencia de España. Lamentablemente su padre, el Teniente General Diego Cena Martínez, fue asesinado a finales de los años setenta por un comando terrorista, después de más de veinte años sirviendo a los intereses de España en la región norte. De su padre, José Antonio había heredado los valores y convicciones de un gran hombre, el sentido del deber y lealtad hacia la patria, y la certeza de que el ejército era la salvaguarda última de todo aquello en lo que creía.

Por eso en sus veinticinco años de ascendente carrera militar el General de Brigada Cena había ido sufriendo cada vez más al ver en lo que se convertía su amado país. Como tantos, había respirado con alivio tras la primera victoria de la derecha española, para después caer de nuevo en la más frustrante decepción. Durante la transición el papel del ejército se había ido siendo relegado, cada vez más, a algo anecdótico, vetusto, un cuerpo envejecido al que todos podían pegar palos. Tan sólo en los últimos tiempos y gracias a las populares “misiones de paz” su amado ejército había recuperado algo de la reputación que antaño tuviera, dentro y fuera del país, pero aún así seguía siendo una marioneta sin voluntad en manos del gobierno de turno.

No sólo eso, sino que además patriotas como él, a los que la mismísima Constitución otorgaba el papel de garantes de la unidad de esa Patria, tenían que asistir a los constantes asaltos de los separatistas, los cobardes asesinatos de sus sicarios, el crecimiento de su poder en sus comunidades e incluso en la capital de España.

Cuando el Capitán General Milans del Bosch intentó dar un golpe de timón al país en el 81, él estaba en Estados Unidos, supuestamente participando en un programa de formación para mandos de países aliados, aunque realmente hacía de enlace con la CIA y el gobierno americano, quienes habían respaldado la idea de reinstaurar en España un régimen militar, en un plan global que también debía afectar a Portugal y Turquía con el objetivo último de asegurar la influencia americana en un Mediterráneo cada vez más agitado. José Antonio Cena aprendió mucho en esos meses en Estados Unidos, pero también aprendió con el fracaso de los planes golpistas.

Por eso ahora había actuado y exigido la máxima prudencia cuando contactaron con él. No es que fuera algo nuevo. En su entorno nunca se había dejado de hablar, por lo general sólo en la más estricta intimidad, de la necesidad de devolver a España a su verdadero camino, pero cada vez parecía más difícil encontrar la oportunidad, y sobre todo cada vez parecía reducirse más la plataforma que debería dar soporte a cualquier iniciativa en ese sentido, dentro y fuera del ejército.

- José Antonio, es el momento. – Le dijeron desde el otro lado del teléfono. Podía imaginarlo, sentado en su enorme despacho, exactamente igual que cuando lo conoció siendo un chaval, presentado por su padre. “Don Ramón, éste es mi chico”, dijo su padre entonces, y Don Ramón, que era más joven que su padre pero evidentemente mucho más poderoso, le miró desde su butaca y le sonrió.
- Todavía no, Don Ramón. No podemos adelantarnos…
- La Brunete ya ha salido, José Antonio. – Le cortó el anciano.
- ¿Cómo? ¡Eso no era lo acordado! ¡Es una estupidez!
- ¿Estupidez? – La voz de Don Ramón vibró cargada de una ira que José Antonio había aprendido a temer.
- Don Ramón, teníamos un plan, un plan que podía funcionar, y debíamos ceñirnos a él. Era importante que el país nos viera como salvadores, no como golpistas, ¿no lo entiende? ¡Ya lo discutimos!
- ¡Eres tú el que no lo entiende! Y jamás, ¡Jamás!, vuelvas a usar ese tono condescendiente conmigo, ¿lo has entendido?
- Señor… - Musitó el General de Brigada.
- Los acontecimientos nos han obligado a modificar nuestros planes, y está claro que tú no dispones de toda la información.
- ¿Qué ha ocurrido?
- No es lo que ha ocurrido, es lo que está a punto de ocurrir. Una matanza, amigo mío.
- ¿Una matanza? ¿Quién? ¿Por qué?
- Demasiadas preguntas para alguien tan listo como tú. Los policías vascos van a cargar contra la manifestación y habrá muchos muertos. Será el caos, la anarquía, y entonces llegará el ejército a devolver la paz. Eso nos situará en una situación de poder, volveremos las críticas hacia los políticos y nos reservaremos el papel de héroes. Por eso te quiero ahí a tiempo.
- ¿A tiempo?
- La Brunete hará el trabajo sucio. No creo que haya mucha resistencia, pero si la hay, ellos se mancharán las manos. Tú sales ahora y llegarás detrás de ellos, harás deponer las armas a todos y serás el gran héroe. Sabes que tenemos muchas esperanzas puestas en ti, José Antonio… tú padre habría estado orgulloso.

El General de Brigada Cena fijó la mirada por unos segundos en el gran retrato de su padre que colgaba en una pared del despacho, y después asintió con la cabeza, como si alguien pudiera verle, como si su padre pudiera verle.

- De acuerdo, saldremos en diez minutos.
- ¿Cuánto tardáis?
- Como mucho cuarenta minutos en total.
- Helicópteros, ¿no?
- Según el plan, señor.
- Ah, el plan. ¡Cómo me gustaría estar allí!
- Otra cosa no sé, pero será espectacular. – José Antonio no pudo evitar sonreír, imaginando el efecto que causaría media docena de los enormes helicópteros Chinook descargando tropas y material en medio de la plaza Saralegui.
- Bien, lo veré por la tele. Suerte, General.
- Gracias, señor.

Tardó unos minutos en reaccionar. Obedecería, pero no le gustaban los cambios. El plan tenía ahora fisuras, fisuras que después se volverían contra ellos, contra él. España querría saber por qué el ejército había dejado sus bases antes de que en Bilbao arrancara la violencia, les acusarían de estar involucrados, de haberlo provocado todo para sus planes. Quizá esa imagen de héroes de la que Don Ramón hablaba se pudriera antes sus ojos. Quizá acabara con el estúpido de Tejero, pasando una eterna jubilación en un apartamento de mierda frente a la playa. Con un temblor recorriéndole la espalda, cogió la gorra de su escritorio y se la caló hasta los ojos. Se dirigió hacia la puerta y salió al amplio pasillo en el que su ayudante tenía instalado su propio despacho.

- Nos vamos ya, da la orden.
- ¿Señor? – Le preguntó el otro sorprendido. A su lado había un pequeño televisor mostrando imágenes de lo que ocurría en Bilbao.
- Seguiremos eso desde los helicópteros. – Le aseguró, indicando la pantalla con la mirada.

25.10.06

Diecinueve

Uno de los cinco móviles que había encima de la mesa empezó a vibrar, pero nadie lo atendía. En algún lado sonó una cadena de water y después entró él en la habitación. Llevaban allí tres horas organizando a docenas de grupos, se sentía agotado, y estaba convencido de que lo peor estaba por llegar.

Él no era precisamente uno de los mayores defensores del proceso de paz. No creía que todo aquello llevara a ningún lado, y si lo hacía, ni siquiera creía que llegara a verlo. Quizá su hijo. Tomando como ejemplo el proceso de Irlanda del norte, llevaban ya casi diez años y apenas habían logrado nada importante. Recordó aquel 1997, cuando un amigo le llamó desde Belfast para anunciarle que el IRA iba a declarar un alto el fuego unilateral. Aquella decisión levantó ampollas tanto en la propia Irlanda del norte como en Euskadi. El IRA era el referente de cualquier lucha de liberación del mundo, y muchos consideraron aquello como una capitulación. Pero para otros significó esperanza, y él era uno de ellos.

Sin embargo ocurrió lo que todos temían. Pese a la buena voluntad de la mayoría de las partes las diferencias eran tantas que el proceso se eternizaba y se enfangaba en las siempre turbias aguas de la política. Eso dio alas a los más críticos con un posible proceso de paz similar dentro de la banda armada vasca, pero él reflexionaba para sus adentros: ¿Acaso están peor que antes? ¿Acaso las armas les habrían acercado más o más rápido a la tan anhelada independencia? Pero esas opiniones nacían y morían dentro de su cerebro. En el fondo sabía que para él jamás habría esperanza de paz: la sangre manchaba sus propias manos, en el mejor de los casos sólo le quedaría la cárcel o el exilio.

Entonces se acordaba de su hijo, viviendo su vida ajeno a la de su padre, jugando en algún parque sin saber que él luchaba por la independencia de Euskadi, por la libertad de los vascos. Y entonces se preguntaba qué opinaría su hijo de él cuando fuera mayor y su madre se lo contara todo, como habían acordado. ¿Lo consideraría un héroe o un asesino? ¿Qué valoraría más, la libertad o la paz? Difícil y maldita elección. Finalmente se acercó a la mesa y cogió el teléfono. Se escucharon los ruidos habituales y le anunciaron al grupo de la universidad de Bilbao.

- Los tenemos.- Musitó una voz, casi temblorosa.
- ¿Qué ha ocurrido?
- Tenemos… una baja. – Respondió la voz. Podía imaginar las lágrimas corriendo por su rostro. Sólo eran chavales, y él los había obligado a convertirse en soldados. Una vez más.
- Cuéntamelo.
- Eran cuatro, se separaron en dos parejas, supongo que para no llamar la atención, y cogimos a los que habían quedado atrás. Pero llevaban armas. Los otros dos nos dispararon. Le dieron a Beatriz.
- ¿Muerta?
- Sí, otro compañero la recogió y se la llevó, todavía estaba viva pero sangraba mucho, al final murió.
- ¿Ahora dónde está?
- La llevaron a su casa, con sus padres. Ellos son de los nuestros, no pasa nada. Tendrías que haber visto sus caras… lloraban, pero también estaban, no sé, orgullosos. El hermano de Bea está en la cárcel por colaboración con banda armada, al parecer le dieron varias palizas antes del juicio, en los interrogatorios. Al padre también le cascaron hace un montón de años. Y ahora han matado a su hija.
- Es la historia de Euskadi. – Dijo como en un lamento. Entonces cambió el tono de voz y preguntó. - ¿Dónde los tenéis?
- Atados y amordazados en el coche, en el garaje. Dos de los míos los vigilan, con su arma. Le han puesto una manta doblada encima del pecho a uno de ellos y aprietan el cañón de la pistola contra ella. Si pestañea demasiado fuerte dispararán, y la manta amortiguará el ruido.
- Bien. – Se sorprendió con todo aquello. ¿Qué estaban haciendo con aquellos chicos? ¿En qué los estaban convirtiendo? Y sin embargo, aquellos desgraciados habían asaltado una universidad, habían matado a una chica, una de las suyas, y quién sabe qué más habrían hecho en sus asquerosas vidas. Merecían aquello y mucho más. – Está bien. Dejadlos ahí por ahora. Acuérdate de relevar a los vigilantes cada hora, no quiero que alguien se ponga demasiado nervioso y se cargue a esos dos antes de tiempo.
- ¿Qué haremos con ellos?

En ese momento un segundo móvil vibró. Iba a ignorarlo hasta que terminara con esto, pero entonces otro de los teléfonos empezó a bailar sobre la mesa, y el instinto le dijo que algo iba mal. Pidió al universitario que esperara un momento y cogió el primer móvil que había vibrado.

- ¡Problemas! – Le gritó el enlace antes de que llegara a ponerse el teléfono en la oreja. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
- ¿Qué ocurre?
- El ejército. El puto ejército.
- Espera.

Cogió el tercer teléfono y se lo puso en la otra oreja.

- ¿Base?
- Aquí base, ¿qué ocurre?
- Acaban de llamarme para decirme que una columna de tanques y camiones cargados de soldados ha salido en dirección a Bilbao.
- ¿Tanques? – Preguntó, sintiendo como el nudo le subía por el pecho y le atenazaba la garganta.
- La puta Brunete, siempre la puta Brunete.
- Han salido hace poco, pueden tardar más de una hora – Le dijeron desde el otro teléfono.
- ¿Tenemos a alguien siguiéndolos? – Preguntó a ambos teléfonos. Los dos contestaron a la vez que no, y empezaron a argumentar los porqués. No les escuchó. - ¿Tenemos gente en su ruta? Quiero información de su avance, velocidad y sobre todo quiero saber a qué hora llegarán.
- Cuenta con ello. – Contestaron en una línea, luego colgaron. En la otra hubo silencio.
- ¿Qué ocurre?
- Tanques. – Repitieron a ese lado. – Miles de fachas en Bilbo, tiroteos, ahora los tanques. ¿Crees que lo tenían todo planeado?
- Sí, lo tenían planeado.
- Quieren machacarnos.
- Quieren mucho más.
- ¿Crees que lo habrían hecho si…?
- ¿Si el Escorpión no se hubiera cargado al Rey? No lo sé, quizás, o quizás les hemos dado la excusa perfecta, quizá hemos despertado al monstruo durmiente.
- ¿Y ahora?
- Ahora vamos a pensar y a actuar.
- De acuerdo.
- De acuerdo.

Colgó, y tardó unos minutos en recordar que todavía había alguien esperándolo en uno de aquellos jodidos teléfonos, esperando sus instrucciones. Lo miró un rato y luego apretó la tecla de colgar. Aquello podía esperar. Parecía que al final Euskadi no tendría paz ni libertad, y cerró los ojos, notando como le escocían y lagrimeaban. Entonces la puerta se abrió y alguien carraspeó a pocos pasos.

Goiko y Maitechu, la Gata, le miraban desde la puerta. Entre los tres formaban la plana mayor del ejército de liberación vasco, de lo que quedaba de él tras tantos años de persecución y desgaste. Ya no eran tantos ni tan valientes como en los buenos tiempos, ahora sólo había viejos enterrados en la rutina del odio y niñatos agresivos sin disciplina ni verdaderos ideales. Y ellos debían dirigirlos, y quizá ahora ordenarles que se enfrentaran a un ejército de verdad, con tanques y todo. Con un suspiro, invitó a sus compañeros a sentarse y empezó a contarles la situación, aunque ya conocían la mayor parte.

- Debemos retirarnos, jamás venceríamos contra un ejército. Una cosa es escarmentar a esos cabrones que han venido a quemar Bilbao, y otra es luchar contra tanques. – Dijo Goiko, que mordisqueaba una pipeta de plástico de forma compulsiva
- Tenemos armas para ello. Podemos hacerles mucho daño. – Le contestó la Gata, siempre dispuesta al combate.
- Debemos pensar en las consecuencias de nuestras decisiones, en todas las consecuencias. – Les frenó él.
- ¿Qué quieres decir?
- Nos enfrentamos con el ejército, ¿y qué ocurre, además de perder a un montón de hombres? ¿Y si nos retiramos, qué le ocurre a la ciudad, qué le ocurre a Euskadi?
- Tienes razón. – Replicó Maitechu. – Si nos enfrentamos, le enseñaremos a España que no nos da miedo, ni siquiera con sus tanques, y también despertaremos a los vascos, será una invitación a la lucha. Me han dicho que muchos ya están llamando a nuestras puertas para echar a los fachas de Bilbao, ¡reclutaremos a un ejército! – Los ojos le brillaban con la promesa de una gloria que a los demás les parecía cuanto menos incierta.
- O quizá provoquemos el efecto contrario, y el mundo nos tome por unos locos fanáticos que…
- Esperad, esperad. Debéis alejaros del asunto, intentar verlo con más perspectiva. Por lo que sabemos no ha sido el gobierno quien ha mandado esos tanques, más bien parece iniciativa de unos pocos. Quizá hasta sea un intento de golpe de estado o algo así.
- Eso no impedirá que nos machaquen.
- Espera. Lo que quiero decir es que debemos pensar en la reacción del gobierno, y la de la gente de a pie, en sus casa, cuando vea los tanques en la tele.
- ¿Crees que el gobierno intentará detenerlos? – Preguntó Goiko
- ¿Y el gobierno vasco? ¿Puede hacer algo? ¿Les dejará entrar en Bilbao? – Añadió Maitechu, sumándose al fin al sentido de sus reflexiones.
- Exactamente. La gran pregunta es si estamos solos en esto o no. Quizá podamos sumar fuerzas, y eso repercuta en nuestro beneficio, a largo plazo, quiero decir.
- ¿Crees que podríamos llegar a ser “de los buenos”? – Preguntó la Gata señalando las comillas con un gesto en el aire y mostrando una gran sonrisa irónica.
- ¿Por qué no? – Le contestó Goiko. – Pongamos que desde Madrid condenan la salida de esos tanques, la amenaza ilegal a la población civil y todo eso. Pongamos que alguien da la orden para que la ertzaintza mande todo lo que tenga a interceptarlos de forma preventiva.
- Pongamos que nosotros usamos nuestros recursos y experiencia de combate para darles por sorpresa y empujarlos de vuelta a casa y con el rabo entre las piernas. – Añadió él con una media sonrisa.
- La gente nos vería como los libertadores de Euskadi…
- Lo que siempre hemos sido. – Sentenció la mujer.
- Lo que siempre hemos querido ser. – Matizó él.
- Pero estamos dando una cosa por sentado. – Dijo entonces Goiko. – Que todos saben que esos tanques vienen hacia aquí.
- Es hora de hacer unas cuantas llamadas. Maite, empieza a planificar la defensa. Deja el frente principal para ellos, nosotros tenemos que buscar un lugar para hacer una emboscada, reunir material y hombres, y tenemos menos de una hora. Goiko, tú conoces gente en la ertzaintza, entérate de lo que saben y de lo que piensan hacer, dales todas las sugerencias que necesiten hasta que entiendan que tienen que meterse en esto, pero no cuentes nada de nuestro plan. Yo me ocupo de Madrid.

24.10.06

Dieciocho

Álex recuperó el conocimiento en unos pocos minutos, pero mientras abría los ojos sintió como la cabeza le palpitaba dolorosamente. Intentó palpársela con la mano pero no podía levantar el brazo, algo le bloqueaba el movimiento. Finalmente abrió completamente los ojos y vio que estaba avanzando. Tardó unos segundos más en entender lo que ocurría, le estaban llevando en volandas entre dos de los gigantescos gorilas de aquel grupo de asesinos. El miedo le hizo apretar las mandíbulas con fuerza para reprimir un grito, y en lugar de eso echó un silencioso vistazo a su alrededor.

Ahí estaba Martín, mirándole con su sonrisa burlona, como si se guardara para sí el momento de la venganza. No había ni rastro del segurata que le había traicionado, ni de la estación, y vio que avanzaban deprisa, casi a la carrera, como si llegaran tarde a algún lado. Pidió con un murmullo que le dejaran en el suelo, afirmando que podía caminar por sí mismo, pero las manos de aquellos abusones se cerraron como garras sobre su cuerpo cuando sus portadores se dieron cuenta de que había despertado.

- Calladito o te ponemos a dormir otra vez.- Le contestó uno de ellos, huraño.

Seguían avanzado a toda velocidad, sin ser molestados por nadie ni por nada, aunque cada vez se escuchaba más cerca el barullo de la manifestación. Álex reconoció el Museo de Reproducciones Artísticas, frente al puente de la Ribera, y entendió que se dirigían de nuevo a la cabeza de la manifestación. Martín llevaba su mochila con la cámara a la espalda, y tuvo la esperanza de que todo aquello no fuera un castigo por su fuga, sino que sencillamente volvían a necesitarlo para algo más. ¿Pero qué?

En menos de quince minutos llegaron a la plazoleta de los Tres Pilares, dónde discretamente sentado bajo una marquesina de autobús les esperaba fumando un cigarro el cabecilla de toda aquella operación. Obligaron al periodista a sentarse junto a él, y a su señal, todos se alejaron unos pasos, dejándoles cierta intimidad.

- Bienvenido de nuevo. – Le saludó el hombre soplando una bocanada de humo por encima de su cabeza. - ¿Pensabas ir muy lejos?
- Me habéis tenido toda la mañana filmando, no quería que todo ese trabajo desapareciera. – Intentó explicarse Álex.
- Lo que tú quieras no es importante, entiende eso ahora o no pasaremos de aquí. – Su tono era tranquilo, pero la sensación de amenaza flotaba en el aire como el humo de su cigarrillo, casi consumido.
- Lo… lo entiendo. Entonces ¿queréis la cámara?
- No. Te lo explicaré. – Y tras una última calada lanzó la colilla todavía encendida y se giró hacia el joven, mirándolo fijamente a los ojos. – Todavía no hemos entrado en la manifestación, no hemos podido. La barrera de polis es demasiado grande, pero sobre todo es porque están cabreados, muy cabreados, y nos tememos lo peor si nos descubren. Así que voy a proponerte un trato, a ti y a tus jefes.

La propuesta sorprendió a Álex, quien por supuesto no podía decidir por si mismo algo así. Su interlocutor le dio permiso para llamarles por teléfono y hacer las gestiones necesarias, así que sacó el móvil que Ana le había prestado del bolsillo y marcó su número.

- ¡Álex! ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Por qué no has llamado antes, idiota?
- Eh, eh, si todas las entrevistas las haces así no vas a llegar muy lejos como periodista, ¿sabes? – Intentó bromear él.
- ¡Cállate! ¿Por qué no sabíamos nada de ti?
- Porque sigo acompañado. ¿Entiendes? – Se hizo el silencio al otro lado de la línea: Ana entendía.
- ¿Puedes hablar? – Le preguntó.
- No puedo: debo hablar. Quieren proponeros un trato. ¿Hay algún jefe contigo?
- No, ahora mismo no. Tienen una reunión arriba. Al parecer una de nuestras unidades móviles has sido asaltada por los manifestantes. Han destrozado el equipo y han mandado a los chicos al hospital. Y no somos los únicos. Ya apenas queda nadie cubriendo la mani, al menos no a pie de calle, no es seguro. Sólo tenemos imágenes desde los balcones y...
- ¡Ana! ¡Frena! Escucha, sube ahí, interrumpe la reunión, y pon el manos libres o lo que sea, que me oigan.
- ¿Lo dices en serio?
- Lo digo en serio.
- Álex, hay gente importante, ahí, han venido jefes de Madrid y….
- Mejor.

Tras esperar unos minutos Ana le dijo que colgara, que le llamaba en un segundo. El líder del grupo de asalto encendía otro cigarrillo a su lado pero no le miraba, como si todo aquello no fuera con él. Un instante después el teléfono vibraba en su mano y él contestaba rápidamente.

- Álex, estás en altavoz, todos te escuchan. Les he dicho que sigues con ellos y que quieren hacernos una oferta.
- Señores. – Álex carraspeó, nervioso. – Primero tienen que saber que tengo imágenes del asalto a la sede de los socialistas, y también otras imágenes e información de importancia, de mucha importancia. – A su lado, su acompañante le lanzó una mirada serena, aunque no sin un brillo de expectación.- Sin embargo, me piden que borre esas imágenes, que olvide esa información. – Y pudo escuchar los murmullos y protestas al otro lado de la línea.
- Sigue, Álex. – Escuchó que decía una voz de hombre que sonaba algo lejana y que no llegó a reconocer.
- A cambio, quieren que filme como dos de esos comandos, que transportan a dos… a dos heridos, intentan atravesar las filas de la policía vasca para incorporarse de la manifestación y perderse en ella.
- No entiendo el trato. ¿Qué ganamos nosotros? – Volvió a hablar el hombre desconocido. Tenía que ser uno de los jefazos.
- Están convencidos de que habrá problemas. Aquí el ambiente está ardiendo, supongo que ya lo saben, y temen que la cosa se les vaya de las manos, por eso quieren que lo grabe todo.
- Diles lo de la entrevista. – Le recordó su acompañante.
- Además, nos ofrecen una entrevista en exclusiva con alguien de la máxima importancia cuando todo esto acabe.
- ¿Alguien de la máxima importancia?
- No me han dicho quien, pero aseguran que hará que todo valga la pena. Ah, y hay algo más. Quieren que cuando me ponga a filmar, salga en la tele en directo.
- ¿Cómo? – Y Álex pudo oír otra vez el barullo al otro lado de la línea.
- Les he explicado que la cámara puede enviar las imágenes por Internet y han encontrado la forma de conectarla. Creo que cuando me dieron la cámara el técnico mencionó que con conexión se podía emitir hasta en directo, pero tendrán que ayudarme, no sé muy bien cómo se hace.
- Danos un minuto, Álex, tenemos que discutir todo esto. – Le pidió el hombre al teléfono.
- Mejor que no tarden, no creo que tengan mucha más paciencia.

Cuando colgó, su acompañante le miraba con una insinuación de sonrisa. Por supuesto había podido escuchar o adivinar la mayor parte de la conversación, así que sabía que todavía no tenían respuesta. Sin embargo hizo una señal a sus compañeros y uno de ellos cogió a Álex del brazo y le obligó a andar. Martín seguía con la cámara, con la que había estado trasteando hasta el momento.

- ¿Lo has borrado? – Le preguntó el jefe.
- Limpia. – Contestó, sonriendo burlón al periodista.

Empezaron a dar un largo rodeo para evitar el frente principal de la policía, formado por las tanquetas y una triple barrera de agentes antidisturbios, para poder acercarse a la manifestación desde el sur. Cada pocos minutos se escuchaba una traca de detonaciones, cuando los policías disparaban sus pelotas de goma y botes de humo, y de forma intermitente las tanquetas lanzaban sus terribles chorros de agua, tirando al suelo a los manifestantes más agresivos. Las barreras laterales que habían contenido la manifestación en su inicio se habían ido retirando, aunque cortaban todos los accesos a la calle Cortes, en la que la manifestación parecía confinada, sin poder avanzar más. Aquello era nuevo para todos. Los manifestantes no tenían excesiva experiencia en ese tipo de concentraciones masivas, lo suyo era más la violencia en grupos reducidos. Los policías, pese a estar curtidos por la violencia callejera de los radicales, nunca se habían enfrentado a una manifestación tan agresiva, ni tan numerosa. Normalmente, las concentraciones de los independentistas se disolvían en su mayor parte al acabar, quedando un grupo reducido que casi nunca llegaba al centenar de personas, y que eran quienes se ocupaban de la parte más violenta. Aunque ahora habían recibido numerosos refuerzos, seguían siendo apenas un millar de agentes intentando detener al doble o incluso el triple de manifestantes, agresivos, armados, y al parecer dispuestos a todo.

Cerca de veinte agentes habían tenido que ser trasladados a hospitales, principalmente por quemaduras, y cuatro o cinco manifestantes habían sido también recogidos por las fuerzas del orden y trasladados para su atención médica por golpes de pelota y otras agresiones. Probablemente muchísimos otros habían sido atendidos por sus propios compañeros de manifestación. Pero la situación seguía recrudeciéndose por momentos. A los mandos le resultaba cada vez más difícil contener a los policías, que llevaban varias horas sometidos a la violenta presión de los manifestantes, y cada dos por tres había pequeñas escaramuzas que solían saldarse con heridos para las dos partes. También la agresividad de la manifestación aumentaba a cada minuto que pasaba, con los frecuentes cócteles Molotov, lanzamiento de grandes tuercas y bolas de metal con potentes tirachinas y, por supuesto, el asalto a cualquier forma de mobiliario urbano, escaparate o elemento frágil del entorno. Aquí y allá ardían coches vueltos del revés y contenedores, dejando un rastro de fuego y destrozo tras la manifestación. Además, los especialistas que observaban la concentración habían descubierto sorprendidos que el frente no estaba formado siempre por los mismos, sino que se relevaban en sucesivas olas que mantenían la lucha constante y aparentemente incansable. Había una organización tras todo aquello, una organización terriblemente efectiva.

Álex y sus acompañantes acabaron de rodear la parte más conflictiva del enfrentamiento y subieron cuidadosamente por la calle Olano, acercándose al lateral de la barrera de policías. Por el camino había recibido una llamada de las oficinas de la Ser, autorizando toda aquella operación, y después el técnico le había dado instrucciones precisas sobre lo que tenía que hacer. En un momento dado, con unas indicaciones mudas para no llamar la atención, señalaron a Álex que debía encaramarse al techo de una parada de autobús, después de haberle pasado la potente PDA que los comandos habían usado para orientarse por la ciudad y comunicarse con su centro de operaciones. La PDA recogía la señal wifi de algún usuario de ADSL poco precavido, y con un sencillo cable USB que la bolsa de la cámara llevaba en un bolsillito conectaron ambos dispositivos y Álex estuvo a punto para emitir al mundo. Esperaba que la batería aguantara lo suficiente. Tal y como le habían indicado, llamó con su propio móvil a la central y realizaron unas pocas pruebas antes de avisar de que estaban preparados.

Un policía se dio la vuelta en ese momento, después de esquivar por poco el impacto de unos de sus propios botes de humo que algún manifestante les había tirado de vuelta, cuando vio al periodista encaramado en la marquesina del autobús. Le miró por unos instantes y después desechó cualquier idea de sacarlo de ahí o siquiera avisar a sus superiores. Al fin y al cabo, tenía cosas más importantes de qué ocuparse. Mientras, los miembros del equipo de asalto había tomado sus posiciones y su líder había realizado una última llamada antes de desaparecer de la vista de todos. Daba igual, cada uno sabía lo que tenía que hacer.

La llamada desde la retaguardia de la barrera de la Ertzaintza no había sido más que el pistoletazo de salida de una carrera que ya nadie iba a poder parar. Desde Madrid se hicieron dos llamadas más: una de vuelta a Bilbao, dando instrucciones al corazón mismo de la manifestación para que realizaran una maniobra de distracción en el frente norte; otra a los cuarteles en Burgos del ejército de tierra, dando el esperado aviso para que todo estuviera preparado. Apenas había 160 kilómetros entre las dos localidades, así que en un par de horas podían estar allí.

Álex recibió la señal de que empezara a grabar.

23.10.06

Diecisiete

Todavía quedaban unas pocas horas para el inicio de las diversas manifestaciones convocadas por todo el país, y en las oficinas centrales del principal partido de la oposición la sensación de caos era algo casi nuevo, inquietante para todos. A pesar de que la estrategia a seguir se había consensuado, no había la convicción de otras ocasiones, y el nerviosismo y la inseguridad eran palpables.

MR seguía en la sala de juntas, que parecía haberse convertido en la sala de mando de toda aquella crisis. Junto a un grupo de personas que iba variando según el momento, seguían los acontecimientos en la televisión, interrumpidos cada dos por tres por llamadas y mensajes que llegaban de todo el país, principalmente en demanda de instrucciones.

Aunque parecía estar completamente enfrascado en sus múltiples obligaciones, MR mantenía un ojo abierto a lo que ocurría a su alrededor. En una organización de la complejidad de un partido político, el liderazgo es siempre algo relativo, y su papel como tal dentro del PP no estaba tan asentado ni era tan indiscutible como él desearía. Existían corrientes, “candidatos” alternativos, grupos de presión, y él y sus seguidores se ocupaban de mantener a todos esos factores bajo control con las herramientas habituales en esos casos: sobornarlos con cargos, intentar dividirlos y enfrentarlos, cuestionarlos y aplastarlos, etc.

En ese momento, un pequeño corrillo le observaba desde el pasillo que llevaba a la sala de juntas, y parecían enfrascados en una agria discusión. Había un par de octogenarios, poderosos en el pasado, vestigios de otros tiempos que nadie se atrevía a echar; un ex general de las fuerzas armadas reconvertido en experto en defensa, un tipo controvertido pero de confianza; y dos miembros del ala más conservadora del partido, uno de ellos hijo de un ministro de Franco. MR los miraba discretamente, confiando en que serían ellos los que finalmente vinieran a él: estaba claro que tenían algo que explicar.

Finalmente el grupo se acercó y pidieron poder hablar en privado. MR les lanzó una de sus miradas interrogadores subrayada por una sonrisa ambigua.

- Espero que tenga que ver con todo esto. – Dijo señalando al televisor. – Hoy no estamos para otras cosas.

Los otros asintieron y MR se levantó de la butaca, masajeándose un poco la espalda a la altura de los riñones e indicando con una discreta mirada a uno de sus hombres de confianza para que se mantuviera atento y le salvar si se ponían pesados. Se fueron todos al despacho de MR, avanzando al lento ritmo de uno de los abuelos del partido, mientras el presidente intentaba adivinar por las expresiones de sus interlocutores las intenciones de aquel grupo. Por sí solos, individualmente, ninguno de ellos representaba una facción importante dentro o fuera del partido, pero sí eran usados habitualmente como contacto con determinados grupos de poder, especialmente económico, a los que se solía pedir ayuda de vez en cuando. MR se preguntaba qué habría hecho que se unieran en aquel extraño grupo.

- MR, tenemos que hablarte. – Empezó el hijo del antiguo ministro de Franco. MR le miró alzando las cejas mientras ofrecía asiento a todos alrededor de la pequeña mesa de reuniones que había en su despacho.
- Esto es muy… muy importante – Recalcó uno de los ancianos – Y espero que nos escuches bien antes de hacer nada.
- Está contrastado – Habló entonces el ex general, hombre enamorado de la precisión y los absolutos. – Nos hemos enterado por distintas fuentes, así que es irrefutable.
- Bueno, bueno, ¿y se puede saber de qué me estáis hablando? – Sonrió MR intentando relajarlos y predisponerlos a abordar el tema lo más rápidamente posible. Estaba convencido de que le saldrían con cualquier chorrada sobre endurecer la línea de acción del partido y todo su discurso habitual. El otro anciano, un hombre que en otro tiempo llegó a manejar muchísimo poder desde la sombra del gobierno, especialmente a inicios de la transición, tomó la palabra.
- Escucha: todo esto de Bilbao, como puedes imaginar, no es espontáneo. La manifestación, los ataques, probablemente incluso los muertos, todo está planificado. – MR alzó una ceja indicando que eso no era nuevo, pero no dijo nada. – Ha sido organizado desde la sombra por un grupo de ultraderecha.
- ¿Qué grupo de ultraderecha es capaz de reunir a tanta gente, Don Sebastián? ¿Qué grupo puede montar un tinglado como ése? – Le interrumpió MR, que empezaba a preocuparse.
- Si me dejas terminar… Por lo que hemos averiguado se trata de un grupo nuevo. Bueno, las siglas son nuevas, y en el fondo es lo menos importante, pero tienes que saber que es alguien con poder e influencia suficiente para unir a todos los simpatizantes de ultraderecha que quedan en España y darles un mismo objetivo. Y eso es mucho poder.
- Y mucho dinero. – Añadió otro.
- ¿Dinero?
- Dinero. – Continuó el anciano. – Para lograr esa confianza, llevan casi dos años financiando a casi cualquier grupo, teórico o de acción, que actúe en España. Por eso ahora, cuando los han llamado, han respondido a todos. Los puedes ver en Bilbao ahora mismo.
- Creo que me estoy perdiendo. ¿Estáis diciendo que alguien pretende unificar a la ultraderecha en España? ¿Y por qué yo no sabía nada de eso? ¿Cuánto hace que lo sabéis vosotros? – MR empezaba a ponerse nervioso, y eso era siempre sinónimo de enfado.
- Al grano. – Le contestó el ex militar. - Todo eso no tendría mucha relevancia por sí mismo. Al fin y al cabo sólo son un puñado de exaltados nostálgicos. – Y al decir eso miró a los demás con evidente disgusto, mientras ellos le devolvían unas miradas censuradoras. – El problema es que han ido más lejos. Mucho más lejos. Esto de Bilbao sólo es el principio.
- El ejército. – Señaló el hombre que todavía no había hablado.
- ¿El ejército?
- El ejército. – Insistió – Han conseguido meter al ejército en todo esto. – Viendo que MR le miraba atónito, continuó, no sin antes lanzar una conspirativa mirada por encima del hombro, como si temiera ser espiado. – Si lo de Bilbao va a más el ejército intervendrá, y según cómo vayan las cosas, intentarán dar un golpe.
- ¿Un golpe? – MR preguntó en voz más alta de lo que habría deseado. Aquello era sorprendente, inimaginable. ¿Un golpe de Estado en la España del siglo XXI? ¿Es que se habían vuelto todos locos? Estaba convencido de que el ejército había dejado atrás aquella triste etapa de su historia y ahora le contaban que el riesgo seguía ahí, y que incluso podía saltar al escenario en las próximas horas. Recuperando el control, preguntó – A ver, a ver, contadme todo lo que sepáis.

Veinte minutos más tarde, MR acaba de explicar la situación ante la Mesa Permanente, formada por los miembros más poderosos del partido, con capacidad de decisión plena sobre cualquier asunto. Eran como un gobierno en la sombra, o más bien el gobierno de la oposición. Algunos de ellos no estaban en persona, pero participaban a través de sus teléfonos. En ningún rostro, en ninguna voz pudo entrever el presidente que alguno de ellos supiera nada del asunto, y aquello le tranquilizó un poco, aunque compartía la ansiedad que todos ellos experimentaban en ese mismo momento. Dándoles un par de minutos para que asimilaran la noticia y cesaran los murmullos, lanzó la gran pregunta: ¿Y ahora qué hacemos?

Uno de sus ayudantes se levantó e hizo un breve y conciso análisis de las distintas opciones, ninguna de ellas muy halagüeñas para el partido. Podían avisar al gobierno de todo aquello, pero entonces estarían dando todos los ases a los socialistas en aquella peligrosa partida y no había duda de que de alguna forma estos lograrían culpar a la oposición de todo el asunto. Podían intentar disuadir a los golpistas en secreto, pero eso les haría partícipes del complot y culpables antes los ojos del país si alguna vez se llegaba a saber. Finalmente podían callar y observar la evolución de los acontecimientos, interviniendo sólo cuando todo fuera público, pero de nuevo existía el riesgo de que su pasividad saliera a la luz y se les acusara de colaboracionismo por omisión.

En el fondo todos estaban convencidos de que aquel intento de golpe fracasaría irremediablemente. El conjunto del ejército español era democrático y jamás secundaría algo como aquello, pero a todos les preocupaba lo que podía ocurrir en el intento. ¿Sería algo pacífico? ¿Sólo sacar los tanques a las calles para después llevarlos de vuelta al garaje cuando todo terminara? ¿O habría algo más? Justo en ese momento llamaron a la puerta y una asistente pasó una nota a MR. Éste la leyó discretamente aunque bajo las miradas de todos los presentes y después hizo una señal invitando a alguien a entrar. Uno de los que habían sacado aquel drama a la luz, el hijo del ministro franquista, entró en la sala y miró a los presentes con una sonrisa algo nerviosa. Eran sus quince minutos de fama y lo sabía.

- Hay novedades. – Dijo, mientras se acercaba al sitio que ocupaba MR. Al llegar junto a él le miró y miró a todos los demás antes de añadir. – Ya sabemos cómo pretenden hacerlo. Van a intentar provocar un baño de sangre en Bilbao, van a forzar a la policía vasca a hacer un disparate, y entonces acudirán como salvadores de la patria. Triunfen o no, habrá lucha, muertos, y ellos serán los salvadores.
- No entiendo, ¿qué baño de sangre?

22.10.06

Dieciséis

Cuatro hombres avanzaban lentamente por las calles de Bilbao. Lo peor había pasado, ya nadie les tiraba cosas desde las alturas, ni les insultaban y amenazaban, pero todo aquello les había marcado, en más de un sentido. Se trataba de dos hombres de mediana edad, policías nacionales vestidos de paisano que habían recorrido algunos cientos de kilómetros para acudir a esa cita, acompañados de otros dos mucho más jóvenes, uno de ellos todavía un muchacho: sus propios hijos.

Cuando les propusieron ocuparse de alguna de las misiones de asalto en la capital vasca aceptaron a cambio de poder llevar a sus hijos para que aprendieran, pero por esa misma razón también exigieron que fuera una de las misiones de menor riesgo. Así que les habían enviado a universidad de Deusto, con instrucciones de pasar desapercibidos, y una vez allí asaltar los despachos de unos profesores en concreto con el objetivo de arrasarlos. Y si por casualidad encontraban a esos profesores, tampoco pasaba nada si se les asustaba un poco. Pero las cosas no habían ido bien del todo. La facultad de derecho era más grande de lo que ellos imaginaban, y también más compleja, así que se habían perdido antes de encontrar los despachos. Tuvieron que preguntar, y así lograron encontrar su primer objetivo, vacío. Forzaron la puerta con facilidad y destrozaron el local, pero fueron descubiertos por una pareja de estudiantes, que intentaron dar la alarma. Tratando de evitarlo los persiguieron por algunos pasillos hasta que se encontraron de sopetón entrando en la biblioteca de la Universidad. Fuera de control por la propia excitación, el chaval más joven empujó una de las estanterías repletas de libros hasta hacerla caer, estallando en carcajadas ante el espectáculo. Su compañero, al ver que sus progenitores asentían sonrientes, fue un poco más lejos: sacando un zipo del bolsillo de su tejano, le prendió fuego a las páginas de un voluminoso tomo enciclopédico y lo arrojó al montón, rodeando otra estantería y empujándola en dirección contraria, por lo que su contenido se volcó encima del libro ardiendo, facilitando que las llamas se extendieran.

Sin embargo, antes de que el desastre se extendiera los sistemas antiincendio se dispararon y los aspersores del techo empezaron a lanzar una espuma capaz de extinguir el fuego sin estropear excesivamente los valiosos libros. Frustrados, los cuatro asaltantes tumbaron unas cuantas estanterías más, destrozaron media docena de ordenadores y finalmente salieron a la carrera cuando una muchedumbre empezaba a agolparse delante de las puertas de la biblioteca violentada. Temiendo enfrentarse a aquellos estudiantes con expresiones llenas de rabia, uno de los policías sacó su pistola reglamentaria y sujetándola con mano firme apuntó al techo, sin que fuera necesario disparar: el pánico fue inmediato y todos los estudiantes corrieron a refugiarse donde pudieron, dejándoles paso libre.

Abandonaron el edificio sin más contratiempo, pero justo cuando ponían un pie en la calle alguien les arrojó un libro todavía ardiendo desde la ventana de un aula. El tomo cayó unos pasos a su derecha, pero al girarse instintivamente para ver de dónde había salido, otros libros, papeleras y todo tipo de objetos empezaron a ser lanzados en su dirección. Y así siguió durante casi una hora, como si su fama les precediera allí por donde fueran. Al principio corrían, pero los gritos resonaban siempre tras ellos, ya que un grupo de estudiantes, siempre a una prudente distancia, no paraban de abuchearlos, gritando lo que habían hecho para que todo el mundo se enterara. Además, al pasar por delante de una tienda de electrodomésticos los asaltantes vieron en los televisores expuestos imágenes de otros puntos de la ciudad también en llamas o destrozados, e sintieron como si todo Bilbao supiera que ellos formaban parte de ello.

Finalmente lograron despistar a sus perseguidores, y con ellos también disminuyeron hasta desaparecer los gritos y los lanzamientos. Descansaron jadeantes bajo un porche, contemplándose los unos a los otros. Todos ellos tenían marcas y heridas provocadas por los golpes recibidos en su huida. Uno de los policías de paisano había estado tentado de usar su arma, pero su compañero le había refrenado con una mirada. Tenían instrucciones. Todavía les quedaba al menos una hora de camino hasta poder llegar a la manifestación, pero se encontraban agotados, y lejos de sentir el orgullo y satisfacción que habían imaginado antes de empezar el día, se sentían furiosos y frustrados.

- Deberíamos separarnos. – Dijo uno de los mayores. – No mucho, pero vosotros dos podríais empezar a andar y nosotros os seguiríamos a los cinco minutos.
- No es mala idea, pasaríamos más desapercibidos que los cuatro juntos.
- Sí, tengo la sensación de que toda la jodida ciudad me espía desde las ventanas.- Añadió el hijo del primero, mirando la fachada de enfrente, aunque en ese momento no parecía haber nadie en las ventanas.
- De acuerdo entonces. Nos vamos Óscar. Vosotros nos seguís en nos minutos, intentad no perdernos de vista, por si acaso.

Y diciendo esto la primera pareja empezó a andar, con paso ligero pero sin correr, como si fuera uno de tantos bilbaínos que aquel día se escabullían por las calles tratando de evitar la violencia que parecía haberse desatado sin control por toda la ciudad. Cuando giraron a primera esquina, sus dos compañeros empezaron a su vez a caminar, inconscientes que oculto tras un coche, a menos de cincuenta metros a su espalda, alguien les observaba y hacía una llamada de teléfono.

Siguieron avanzando separados durante quince minutos. De forma intermitente se veían unos a otros, hasta que una esquina, un coche o cualquier otra cosa se interponía entre ellos. El plan parecía haber funcionado porque incluso un coche de la ertzaintza que había pasado a su lado no les prestó más atención que una mirada rápida a la que ellos nos respondieron.

Los dos de atrás habían empezado a charlar en voz baja sobre lo que había ocurrido hasta entonces. El padre cojeaba ligeramente por un accidente sufrido años antes, y su hijo se sujetaba una mano, que le latía de dolor después de haber recibido el impacto de una pila lanzada desde a saber donde, pero a parte de eso los dos parecían completamente normales. Sus dos amigos acababan de girar una esquina cuando una pareja de novios salió de un portal frente a ellos, casi chocando por lo repentino de su aparición. Tras unas disculpas murmuradas, los asaltantes rodearon a la pareja para seguir su marcha, pero en cuanto les dieron la espalda escucharon una orden queda y de repente el mayor de ellos sintió que la cabeza le estallaba al recibir un golpe contundente que le arrojaba de bruces al suelo, aunque sin llegar a dejarle inconsciente. Sintió como la sangre empezaba a brotar, empapándole el pelo y resbalando lentamente por su cráneo. Mientras, su hijo había recibido una certera patada detrás de la rodilla que le descoyuntó la pierna, haciéndole caer de costado mientras se sujetaba con ambas manos la parte lastimada y aullaba de dolor. El primero intentó levantarse y llevarse la mano a la pistolera que llevaba sujeta en el sobaco cuando una patada en la espalda le tumbó de nuevo en el suelo, golpeándose la cara y quedando su mano atrapada bajo su cuerpo.

- Registradles. – Ordenó una voz a su espalda, y rápidamente unas manos pasaron a sujetarlo mientras otras palpaban su cuerpo hasta encontrar su arma y arrancarla de su funda.
- Joder, éste lleva una pipa. – Exclamó otro.
- Éste nada. – Añadió un tercero.

De repente un frenazo resonó cerca de ellos y pudo escuchar el ruido de puertas abriéndose y pisadas. Abrió los ojos cuando alguien le cogió con fuerza del pelo, justo donde había recibido el fuerte golpe, y le obligaba a levantarse entre oleadas de dolor y mareo. Pudo ver que a su hijo no le trataban mucho mejor, pero cualquier intento de resistencia murió al ver a un tipo de poco más que la edad de su propio hijo apuntándolo a ambos con su arma.

- Antes de que lo preguntes, sé cómo funciona. – Le dijo aquel hombre con fuerte acento vasco mientras le atravesaba con ojos oscuros y brillantes. – Vamos, al coche.

Primero entró él, sentándose tras el conductor, que echaba furtivas miradas hacia atrás a través del retrovisor. Era otro niño, y parecía terriblemente nervioso, como la mayoría de aquella pandilla. ¿Quiénes serían? A su lado cayó más que se sentó su hijo, que le miró con miedo en los ojos, pero aguantando el tipo. La pierna herida le dolía horrores, pero se mordería la lengua antes que volver a quejarse delante de aquellos terroristas. Tras ellos, sentándose en la tercera hilera del espacioso monovolumen, se sentó el que les había quitado el arma y parecía dirigir a aquel grupo, apuntándoles todavía a la cabeza. La chica con la que casi habían chocado cuando salía del portal estaba a punto de entrar en último lugar cuando un disparo resonó en toda la calle, dejándolos a todos mudos por un momento. La chica se empotró en el coche como si le hubieran dado un empujón, cayendo encima del muchacho con la pierna herida, quien no pudo evitar un respingo al ver la terrible herida en la espalda de la chica. Un segundo disparo reventó una de las ventanillas y todos, secuestradores y secuestrados, se encogieron instintivamente sobre sí mismos.

- Joder, ¡son los otros! ¡Vámonos! ¡Vámonos!

El conductor apretó el acelerador como si le fuera la vida en ello, sin dejar siquiera que los dos compañeros que habían quedado fuera cerraran la puerta. Con una sonrisa cruel, el hijo del policía empujó el cuerpo de la chica, que cayó rodando al asfalto cuando el coche aceleraba con un chirriar de ruedas.

- ¡Cabrón! – Aulló el de atrás, dándole un rabioso golpe con la culata de la pistola en la cabeza que lo dejó inconsciente al instante.