26.10.06

Veinte

El General de Brigada José Antonio Cena de la Hera era relativamente joven para su rango. Con cuarenta y tres años todavía tenía por delante una prometedora carrera que podría llevarle a lo más alto, aunque cada escalón costaba más de subir. Lo suyo, más que una profesión era una devoción, heredada a través de cuatro generaciones de militares del más alto rango, siempre fieles a la esencia de España. Lamentablemente su padre, el Teniente General Diego Cena Martínez, fue asesinado a finales de los años setenta por un comando terrorista, después de más de veinte años sirviendo a los intereses de España en la región norte. De su padre, José Antonio había heredado los valores y convicciones de un gran hombre, el sentido del deber y lealtad hacia la patria, y la certeza de que el ejército era la salvaguarda última de todo aquello en lo que creía.

Por eso en sus veinticinco años de ascendente carrera militar el General de Brigada Cena había ido sufriendo cada vez más al ver en lo que se convertía su amado país. Como tantos, había respirado con alivio tras la primera victoria de la derecha española, para después caer de nuevo en la más frustrante decepción. Durante la transición el papel del ejército se había ido siendo relegado, cada vez más, a algo anecdótico, vetusto, un cuerpo envejecido al que todos podían pegar palos. Tan sólo en los últimos tiempos y gracias a las populares “misiones de paz” su amado ejército había recuperado algo de la reputación que antaño tuviera, dentro y fuera del país, pero aún así seguía siendo una marioneta sin voluntad en manos del gobierno de turno.

No sólo eso, sino que además patriotas como él, a los que la mismísima Constitución otorgaba el papel de garantes de la unidad de esa Patria, tenían que asistir a los constantes asaltos de los separatistas, los cobardes asesinatos de sus sicarios, el crecimiento de su poder en sus comunidades e incluso en la capital de España.

Cuando el Capitán General Milans del Bosch intentó dar un golpe de timón al país en el 81, él estaba en Estados Unidos, supuestamente participando en un programa de formación para mandos de países aliados, aunque realmente hacía de enlace con la CIA y el gobierno americano, quienes habían respaldado la idea de reinstaurar en España un régimen militar, en un plan global que también debía afectar a Portugal y Turquía con el objetivo último de asegurar la influencia americana en un Mediterráneo cada vez más agitado. José Antonio Cena aprendió mucho en esos meses en Estados Unidos, pero también aprendió con el fracaso de los planes golpistas.

Por eso ahora había actuado y exigido la máxima prudencia cuando contactaron con él. No es que fuera algo nuevo. En su entorno nunca se había dejado de hablar, por lo general sólo en la más estricta intimidad, de la necesidad de devolver a España a su verdadero camino, pero cada vez parecía más difícil encontrar la oportunidad, y sobre todo cada vez parecía reducirse más la plataforma que debería dar soporte a cualquier iniciativa en ese sentido, dentro y fuera del ejército.

- José Antonio, es el momento. – Le dijeron desde el otro lado del teléfono. Podía imaginarlo, sentado en su enorme despacho, exactamente igual que cuando lo conoció siendo un chaval, presentado por su padre. “Don Ramón, éste es mi chico”, dijo su padre entonces, y Don Ramón, que era más joven que su padre pero evidentemente mucho más poderoso, le miró desde su butaca y le sonrió.
- Todavía no, Don Ramón. No podemos adelantarnos…
- La Brunete ya ha salido, José Antonio. – Le cortó el anciano.
- ¿Cómo? ¡Eso no era lo acordado! ¡Es una estupidez!
- ¿Estupidez? – La voz de Don Ramón vibró cargada de una ira que José Antonio había aprendido a temer.
- Don Ramón, teníamos un plan, un plan que podía funcionar, y debíamos ceñirnos a él. Era importante que el país nos viera como salvadores, no como golpistas, ¿no lo entiende? ¡Ya lo discutimos!
- ¡Eres tú el que no lo entiende! Y jamás, ¡Jamás!, vuelvas a usar ese tono condescendiente conmigo, ¿lo has entendido?
- Señor… - Musitó el General de Brigada.
- Los acontecimientos nos han obligado a modificar nuestros planes, y está claro que tú no dispones de toda la información.
- ¿Qué ha ocurrido?
- No es lo que ha ocurrido, es lo que está a punto de ocurrir. Una matanza, amigo mío.
- ¿Una matanza? ¿Quién? ¿Por qué?
- Demasiadas preguntas para alguien tan listo como tú. Los policías vascos van a cargar contra la manifestación y habrá muchos muertos. Será el caos, la anarquía, y entonces llegará el ejército a devolver la paz. Eso nos situará en una situación de poder, volveremos las críticas hacia los políticos y nos reservaremos el papel de héroes. Por eso te quiero ahí a tiempo.
- ¿A tiempo?
- La Brunete hará el trabajo sucio. No creo que haya mucha resistencia, pero si la hay, ellos se mancharán las manos. Tú sales ahora y llegarás detrás de ellos, harás deponer las armas a todos y serás el gran héroe. Sabes que tenemos muchas esperanzas puestas en ti, José Antonio… tú padre habría estado orgulloso.

El General de Brigada Cena fijó la mirada por unos segundos en el gran retrato de su padre que colgaba en una pared del despacho, y después asintió con la cabeza, como si alguien pudiera verle, como si su padre pudiera verle.

- De acuerdo, saldremos en diez minutos.
- ¿Cuánto tardáis?
- Como mucho cuarenta minutos en total.
- Helicópteros, ¿no?
- Según el plan, señor.
- Ah, el plan. ¡Cómo me gustaría estar allí!
- Otra cosa no sé, pero será espectacular. – José Antonio no pudo evitar sonreír, imaginando el efecto que causaría media docena de los enormes helicópteros Chinook descargando tropas y material en medio de la plaza Saralegui.
- Bien, lo veré por la tele. Suerte, General.
- Gracias, señor.

Tardó unos minutos en reaccionar. Obedecería, pero no le gustaban los cambios. El plan tenía ahora fisuras, fisuras que después se volverían contra ellos, contra él. España querría saber por qué el ejército había dejado sus bases antes de que en Bilbao arrancara la violencia, les acusarían de estar involucrados, de haberlo provocado todo para sus planes. Quizá esa imagen de héroes de la que Don Ramón hablaba se pudriera antes sus ojos. Quizá acabara con el estúpido de Tejero, pasando una eterna jubilación en un apartamento de mierda frente a la playa. Con un temblor recorriéndole la espalda, cogió la gorra de su escritorio y se la caló hasta los ojos. Se dirigió hacia la puerta y salió al amplio pasillo en el que su ayudante tenía instalado su propio despacho.

- Nos vamos ya, da la orden.
- ¿Señor? – Le preguntó el otro sorprendido. A su lado había un pequeño televisor mostrando imágenes de lo que ocurría en Bilbao.
- Seguiremos eso desde los helicópteros. – Le aseguró, indicando la pantalla con la mirada.