19.10.06

Catorce

En ese mismo momento, más de tres millones cuatrocientas mil llamadas se cruzaban en España, pero sólo unos cientos tenían que ver con lo que estaba ocurriendo en Bilbao, y aún de esas, sólo unas pocas eran realmente importantes.

Adolfo Martín se había quedado solo en las oficinas de Madrid, pegado al teléfono. Los demás habían ido todos a Bilbao, eran sus ojos y sus orejas, pero más importante aún, eran los encargados de transmitir las instrucciones a media que éstas se iban recibiendo. Mientras, Adolfo hacía las veces de estratega y coordinador, aunque en el fondo no era más que mando intermedio, un eslabón en aquella larga y poderosa cadena que trataba de tirar del país. Cuando el teléfono sonó de nuevo, Martín lo cogió al tercer timbre, como le habían instruido a hacer. Cogerlo antes o después hacía que el llamante colgara inmediatamente y volviera a llamar. Un segundo error al descolgar significaría que había problemas y la llamada no era segura.

- Adolfo. – Dijo con su habitual saludo.
- Estamos cerca, Adolfo, estamos cerca.
- ¿Señor? – Preguntó solícito Adolfo reconociendo la voz del que sabía era el cabecilla en la sombra de toda aquella operación.
- Tenemos a dos brigadas del ejército esperando el momento de salir para Bilbao. En dos horas se plantan allí. Y cuando lo hagan, los demás los seguirán.
- ¿Entonces tenemos el apoyo del ejército, señor? – Ésa era la parte del plan que menos convencía a Adolfo, ya que sus propios contactos en los cuarteles le habían dejado claro que la cosa ya no era como en los ochenta, y que la mayoría de mandos eran demócratas convencidos.
- Tenemos el apoyo de las personas clave, muchacho, y eso es lo importante. Toca la tecla adecuada y la pianola sonará, como si empujaras una hilera de fichas de dominó.
- Entiendo, señor. ¿Y cuándo actuarán nuestras brigadas, a qué esperan?
- Ése es el problema. De hecho es tú problema: el ejército no saldrá a la calle hasta que no tenga un motivo, un casus belli, podríamos decir.
- No entiendo…
- Tenemos que seguir provocando a los del gobierno vasco hasta que lancen a sus perros contra nuestra gente. Tenemos que provocar una reacción desmedida, exagerada, algo que escandalice a España y que dé un motivo a nuestras tropas para saltar y tomar el control de la situación. ¿Entiendes?
- Creo que entiendo la idea, señor, pero qué tipo de provocación está imaginando… ¿y qué tipo de reacción espera?
- Usa tu imaginación, muchacho, pero tenemos hombres valientes sobre el terreno, úsalos. Adolfo, necesitamos sangre. Un sacrificio.

Lejos de allí, en las oficinas centrales de la ertzaintza, el director de la policía autónoma vasca recibía una nueva llamada del consejero de interior.

- Dime, ¿los tenemos ya?
- Javier, tengo a todas las unidades intentando controlar a esa maldita manifestación. ¿No ves la tele? Están machacando a mis hombres con todo lo que encuentran, y tú me tienes con las manos atadas. ¡Y encima quieres que divida a mis fuerzas para encontrar a esos cabronazos!
- ¡Es prioritario! Si dejamos que crean que pueden venir a Euskadi a matar impunemente, eso es lo que harán: ¡volverán! Quiero que cojas a los de la matanza del casco viejo, ¡cógelos!
- Están armados…
- ¡Claro que están armados! ¡Se han cargado a tres personas a balazos!
- Entiéndeme: quiero decir que si los cogemos, probablemente se defenderán. Habrá tiros, habrá heridos, quizá muertos.
- No, no podemos permitirnos más muertos, si alguno de esos asesinos cayera seguro que habría quien lo interpretara como una venganza por nuestra parte.
- ¡Exacto! ¿Pero entonces qué hago? Tengo a siete hombres con quemaduras graves porque no tienen más que escudos para defenderse de dos o tres mil locos cabrones, y ahora quieres que mande patrullas a atrapar a unos asesinos, pero con la condición de que no les hagan pupita si se resisten a balazos. ¿Qué tenemos, un cuerpo de policía o una guardería?
- Tranquilo, tranquilo, yo te entiendo. Pero tienes que entenderme tú a mí. Estamos en una situación muy delicada, nos están empujando contra las cuerdas y tenemos que salir de ésta con cuidado, sin cagarla.
- Entonces yo no soy tu hombre.
- ¡Claro que lo eres! ¡No confiaría en nadie más para esto! Encuentra a esos asesinos y entrégamelos, y yo los llevaré ante los tribunales…
- ¿Ante los tribunales o ante las cámaras?
- ¡Ante los dos! Quizá sea la ocasión perfecta para que los españoles entiendan que los vascos no somos los malos de la película, que somos una víctima más del fanatismo y el odio político…
- Vale, vale, Sabino Arana, guarda los discursos para otro.
- Perdona. Tráemelos, ¿de acuerdo?
- Haré lo que pueda, haré lo que pueda. ¿Y la mani?
- Manda a las tanquetas de agua, lo que sea: hay que contenerlos, que no avancen más.
- ¿Hasta cuándo?
- Como mucho hasta que empiecen las manifestaciones por lo del Rey. Es lo que nos han dicho en Madrid, sin decirlo claramente, claro. Ellos no piensan jugársela hasta que no le tomen el pulso a la calle.
- Mierda de políticos, sólo piensan en salvar su culo.
- Gracias.
- Perdona, Javier, no iba por ti, ya lo sabes.
- Claro, claro.

En un chalet de las afueras de Donosti, cinco teléfonos móviles descansaban momentáneamente sobre la mesa. Un hombre de edad indefinida entres los cuarenta y los cincuenta se frotaba los ojos, cansado. Otro hombre entró en la habitación, dejó una taza de café sobre la mesa y echó un vistazo al mapa de Euskadi que colgaba de una pizarra móvil. En los alrededores de Bilbao había varias chinchetas rojas señalando las ubicaciones de los diferentes comandos que habían tomado posiciones esperando nuevas instrucciones. Dentro de la propia ciudad, numerosas agujas de cabeza redonda señalaban los puntos donde grupos de voluntarios se había reunido y estaban preparando, en ese mismo momento, material para la kale borroka. Uno de los móviles empezó a vibrar sin sonido, y el hombre de ojos cansados lo cogió rápidamente.

- Te paso con el grupo de la zona universitaria, están muy nerviosos, tienen algo. – Le avisó uno de los chicos de comunicaciones. Todas las llamadas entrantes pasaban varios filtros y redireccionamientos antes de llegar a él. Era lento, pero seguro.
- Hola, ¿me oís?
- Te escucho, qué ocurre.
- Tenemos a un grupo de esos cabrones. Probablemente sean los que han asaltado la biblioteca de la universidad. Sólo son cuatro, pero avanzan despacio, parece que se esconden.
- ¿Qué significa que los tenéis?
- Ehm, no, que los tenemos controlados. Uno de los nuestros les sigue de lejos, le tengo al teléfono, contándome por dónde van. La gente no para de tirarles cosas desde las ventanas, ¡es la ostia!
- Vale, tranquilo. ¿Cuántos sois vosotros?
- Conmigo están siete, más Karlitos, el que los sigue, y hay dos más en la universidad, han ido a echar un vistazo.
- ¿Tenéis armas? – Un silencio siguió a la pregunta, pero finalmente respondieron.
- Sólo lo habitual, tirachinas, cócteles, nada serio. Pero, pero tampoco sabríamos usar algo más, creo. – Dijo inseguro. Su voz sonaba joven. Su interlocutor revolvió unos papeles y miro su ficha. Veinte años, cuatro militando, experiencia en kale borroka pero nada más. No estaba preparado para dar el salto, decía su ficha.
- Tenéis un coche grande, o una furgo, ¿algo?
- Ehm, mi padre tiene un monovolumen, ¿para qué?
- Escucha bien, porque esto es importante. Vais a cogerlos, al menos a un par de ellos, y los llevaréis a donde te voy a decir.
- ¿Qué? Pero nosotros…
- ¡Escucha! – Y entonces bajó el tono de voz intentando reflejar toda la gravedad de la situación – Se acabaron los juegos. Están atacando nuestra tierra, nuestras calles, a nuestra gente. Están intentando borrarnos, acabar con nuestra lucha, y ahora necesitamos que cada vasco dé lo mejor de sí mismo. Las amas de casa les están tirado sus platos desde las ventanas, y a vosotros os toca actuar como guerrilleros. La cuestión es, ¿tenéis los cojones necesarios?