Ocho
No había un punto de convocatoria concreto, al menos no que el Director General de la Ertzaintza supiera. Y sin embargo, no paraba de llegar información sobre autocares entrando en la ciudad y descargando a los manifestantes en los alrededores de la Plaza Federico Moyúa. Por lo que sabía, ya debía haber dos o tres mil personas, y lo que era peor, la descripción de la mayoría de ellos hacía augurar lo peor: hombres jóvenes y de mediana edad, muchos con ropa de camuflaje o indumentaria skin, banderas españolas con palos excesivamente gruesos cuando no directamente cadenas y bastes de béisbol. Empezaba a temer haber subestimado el riesgo y que los cerca de cuatrocientos agentes convocados para la ocasión fueran insuficientes. Pensó en pedir refuerzos, pero temía que las consecuencias de una fuerza policial excesiva fueran peores aún, en la calle y en la opinión pública, especialmente la española.
Efectivamente, tal y como creía la jefatura de la Ertzaintza, no había un punto concreto de concentración. No hacía falta. La organización de aquella jornada era mucho más compleja que eso, de hecho, eran más como unas maniobras militares, con un ejército preparado para la lucha guerrillera que se esperaba. Cada autocar, cada grupo, conocía su papel. La gran mayoría debían acabar acercándose a la plaza Moyúa, frente a la Subdelegación del Gobierno, para iniciar el avance hacia la plaza Zabálburu y de ahí al Gobierno Vasco. Y sin embargo, todo aquello no sería sino una maniobra de distracción, con el objetivo de atraer hacia aquella ruta al grueso de las fuerzas policiales.
Mientras, veinte grupos especiales formados por entre cinco y quince hombres de confianza y dispuestos a todo se dirigirían a sus objetivos: sedes de partidos nacionalistas, gazteches y otros locales y, en definitiva, cualquier cubil en el que los terroristas y sus amigos pudieran esconderse. Las órdenes eran muy claras: destruir todo lo posible, escarmentar hasta donde fuera necesario, pero sin muertos. Y por supuesto, sin cámaras delante.
A las doce del mediodía casi cuatro mil personas acribillaron la Subdelegación del Gobierno a pedradas y globos llenos de pintura, ante la impasibilidad de las dos docenas de policías nacionales apostados delante. Tras media hora de gritos y consignas en contra del gobierno socialista, el gentío empezó a avanzar por la calle Elcano, que había sido previamente cortada al tráfico y flanqueada por una doble hilera de Ertzaintzas completamente pertrechados para la lucha antidisturbios. En cada bocacalle un par de furgonetas llenas de agentes esperaban para intervenir si fuera necesario, y dos tanquetas se mantenían ocultas a un par de calles de distancia para casos extremos.
A esa misma hora, los grupos especiales salieron de sus escondites y partieron hacia sus objetivos. No sólo estaban preparados, estaban ansiosos de entrar en combate, como ellos mismos decían. También lo llamaban salir de caza, pero esta vez era distinto, era mucho más. En todos los grupos había varios miembros con preparación policial o militar y cada uno se había preocupado de armarse como mejor pudo. Eso significaba mayoritariamente porras, bates y puños americanos, aunque también armas blancas guardadas en la cintura o las botas y en varios casos incluso algo más.
- Todos conocéis el plan – Arengó el que lideraba uno de los grupos a los compañeros. – Tenemos que ir a un bar de ETA y destrozarlo. Sabemos la dirección, pero tampoco tenemos prisa, si por el camino nos encontramos a algún separatista, le damos. Si en el bar encontramos un separatista, le damos. Si alguien nos mira mal, le damos.
- Creo que mañana tendré agujetas – Comentó uno, haciendo reír a los demás.
- Pero acordaos, sin pasarse, que no se os vaya la mano.
- ¿Y si se defienden? – Preguntó un hombre de unos treinta años, flaco y con pelo corto. En la mano llevaba una porra plegable que se extendía en un solo gesto, y no paraba de jugar con ella.
- Si se defienden, les dais hasta que dejen de hacerlo, pero aseguraros de que respiren. Somos héroes, no asesinos. Los asesinos son ellos, ¿estamos?
- Estamos. – Contestaron todos con una única voz, sonriéndose los unos a los otros, satisfechos de sí mismos.
El grupo caminaba a paso rápido pero sin correr, mirando a un lado y a otro de la calle con gesto desafiante. El líder iba delante, mirando de vez en cuando la pantalla de un costoso móvil con navegador GPS incorporado. Casi tocando sus hombros, dos skinheads corpulentos flanqueaban su avance, con la misión especial de proteger al líder en caso de problemas. Tres hombres más, entre ellos el de la porra plegable, avanzaban en silencio detrás de los primeros mientras que dos chicos algo más jóvenes cerraban filas el uno junto al otro echando constantes vistazos a sus espaldas como si temieran un ataque a traición.
La voz había corrido por todo Bilbao y la mayor parte de la población había optado por pasar una tranquila mañana en casa, viendo los acontecimientos en la tele, lejos de cualquier riesgo. No es que no les preocupara la situación, pero para muchos vascos la cotidianeidad de la violencia la había convertido, por encima del rechazo racional, en algo visceralmente repulsivo: esa violencia, amenazante y ciega, fuera del color que fuera, les asqueaba como algo de tipo alérgico, no podían soportarla, y aquella mañana eran muchos los que llegaron a desear que ojalá todos los violentos del mundo se suprimieran los unos a los otros y los dejaran tranquilos para siempre. A pesar de eso, todavía había transeúntes por las calles, pero cuando avistaban al grupo de fachas, como les llamaban en susurros, rápidamente se alejaban evitando mirarlos directamente y maldiciendo su presencia por lo bajo.
- ¡Mirad ése! ¡El del pelo largo! ¡Ahí! – Señaló de pronto uno de los chavales de la retaguardia en dirección a la acera contraria, donde un muchacho de no más de dieciséis años intentaba pasar desapercibido en el interior de un portal. Llevaba el pelo largo trenzado al estilo rastafari, y vestía una vieja camiseta con una logotipo de Mano Negra, el grupo de música. Cuando vio que los fachas le señalaban el pánico le recorrió el espinazo y sin tiempo a pensarlo arrancó a correr en dirección contraria, girando la esquina con la ilusión de perderlos. El tipo de la porra desplegable saltó encima de un coche para perseguirlo, pero un grito del líder de su grupo le detuvo en medio de la calle, los ojos inyectados de sangre.
- ¿Qué pasa? – Gritó con rabia. ¡Dijiste que había que hostiar al que nos mirara mal!
- Es cierto, y te juro que hoy te cansarás de repartir hostias, pero ése no nos interesa, corría mucho, y además en dirección contraria a la nuestra. Guarda tu rabia para el próximo. – Y sin darle tiempo a contestar, añadió. - ¡Vámonos!
La aparentemente desorganizada manifestación avanzaba con suma lentitud, exactamente como se les había ordenado. A cada paso la muchedumbre exaltada gritaba e insultaba a los impasibles ertzaintzas que se protegían tras sus inmensos escudos transparentes de los objetos que los más exaltados les lanzaban. De pronto un cocktail Molotov surgió de un lugar indeterminado y estalló a los pies de un par de agentes, prendiendo rápidamente en sus pantalones. Los manifestantes más cercanos se alejaron entre gritos, pero cientos de voces se alzaron de inmediato clamando victoria, siguiéndoles de inmediato renovados insultos, gritos y amenazas. Las llamas fueron apagadas y los policías heridos relevados por otros dos, mientras las furgonetas abrían sus puertas y los refuerzos se preparaban para intervenir en cuanto llegara la orden.
En las oficinas centrales, el Director General de la Ertzaintza se enteraba simultáneamente de las primeras agresiones en la propia manifestación y de que varios grupos habían sido vistos en diferentes puntos de la ciudad.
- Mierda. – Mordió más que dijo la palabra y levantó rápidamente el teléfono. – Ponme con el Consejero, rápido, y da la alarma, esto tiene mala pinta.
Un minuto después, el comunicador sonaba y su asistente le pasaba al Consejero de Interior del Gobierno Vasco.
- Javier, los hemos subestimado.
- ¿Qué quieres decir?
- Esto tiene mala pinta. La mani es violenta, y han lanzado a varios grupos todavía no sabemos a dónde, aunque me temo lo peor.
- ¿Qué es lo peor? No me asustes.
- Ponte en su piel, ¿qué harías tú? Van a ir a por todo lo que puedan, supongo que las sedes del partido, centros culturales, batzoquis, yo qué sé.
- ¿Podemos pararlos?
- No con lo que tenemos ahora. Jamás imaginamos que fueran tantos, ni que estuvieran tan organizados. Javier, esto lo ha movido alguien, y nos van a joder bien.
- De acuerdo, saca todo lo que tengas a la calle, avisa a todos los que creas que pueden estar en peligro. Yo voy a llamar a Madrid para pedir ayuda.
- Cuidado a quien llamas.
- ¡No me jodas, hombre! ¿A qué viene eso?
- Tú eres el político, piensa quién puede sacar tajada de esto, y después levanta el teléfono, no al revés.
- Joder.
- Sí.
Efectivamente, tal y como creía la jefatura de la Ertzaintza, no había un punto concreto de concentración. No hacía falta. La organización de aquella jornada era mucho más compleja que eso, de hecho, eran más como unas maniobras militares, con un ejército preparado para la lucha guerrillera que se esperaba. Cada autocar, cada grupo, conocía su papel. La gran mayoría debían acabar acercándose a la plaza Moyúa, frente a la Subdelegación del Gobierno, para iniciar el avance hacia la plaza Zabálburu y de ahí al Gobierno Vasco. Y sin embargo, todo aquello no sería sino una maniobra de distracción, con el objetivo de atraer hacia aquella ruta al grueso de las fuerzas policiales.
Mientras, veinte grupos especiales formados por entre cinco y quince hombres de confianza y dispuestos a todo se dirigirían a sus objetivos: sedes de partidos nacionalistas, gazteches y otros locales y, en definitiva, cualquier cubil en el que los terroristas y sus amigos pudieran esconderse. Las órdenes eran muy claras: destruir todo lo posible, escarmentar hasta donde fuera necesario, pero sin muertos. Y por supuesto, sin cámaras delante.
A las doce del mediodía casi cuatro mil personas acribillaron la Subdelegación del Gobierno a pedradas y globos llenos de pintura, ante la impasibilidad de las dos docenas de policías nacionales apostados delante. Tras media hora de gritos y consignas en contra del gobierno socialista, el gentío empezó a avanzar por la calle Elcano, que había sido previamente cortada al tráfico y flanqueada por una doble hilera de Ertzaintzas completamente pertrechados para la lucha antidisturbios. En cada bocacalle un par de furgonetas llenas de agentes esperaban para intervenir si fuera necesario, y dos tanquetas se mantenían ocultas a un par de calles de distancia para casos extremos.
A esa misma hora, los grupos especiales salieron de sus escondites y partieron hacia sus objetivos. No sólo estaban preparados, estaban ansiosos de entrar en combate, como ellos mismos decían. También lo llamaban salir de caza, pero esta vez era distinto, era mucho más. En todos los grupos había varios miembros con preparación policial o militar y cada uno se había preocupado de armarse como mejor pudo. Eso significaba mayoritariamente porras, bates y puños americanos, aunque también armas blancas guardadas en la cintura o las botas y en varios casos incluso algo más.
- Todos conocéis el plan – Arengó el que lideraba uno de los grupos a los compañeros. – Tenemos que ir a un bar de ETA y destrozarlo. Sabemos la dirección, pero tampoco tenemos prisa, si por el camino nos encontramos a algún separatista, le damos. Si en el bar encontramos un separatista, le damos. Si alguien nos mira mal, le damos.
- Creo que mañana tendré agujetas – Comentó uno, haciendo reír a los demás.
- Pero acordaos, sin pasarse, que no se os vaya la mano.
- ¿Y si se defienden? – Preguntó un hombre de unos treinta años, flaco y con pelo corto. En la mano llevaba una porra plegable que se extendía en un solo gesto, y no paraba de jugar con ella.
- Si se defienden, les dais hasta que dejen de hacerlo, pero aseguraros de que respiren. Somos héroes, no asesinos. Los asesinos son ellos, ¿estamos?
- Estamos. – Contestaron todos con una única voz, sonriéndose los unos a los otros, satisfechos de sí mismos.
El grupo caminaba a paso rápido pero sin correr, mirando a un lado y a otro de la calle con gesto desafiante. El líder iba delante, mirando de vez en cuando la pantalla de un costoso móvil con navegador GPS incorporado. Casi tocando sus hombros, dos skinheads corpulentos flanqueaban su avance, con la misión especial de proteger al líder en caso de problemas. Tres hombres más, entre ellos el de la porra plegable, avanzaban en silencio detrás de los primeros mientras que dos chicos algo más jóvenes cerraban filas el uno junto al otro echando constantes vistazos a sus espaldas como si temieran un ataque a traición.
La voz había corrido por todo Bilbao y la mayor parte de la población había optado por pasar una tranquila mañana en casa, viendo los acontecimientos en la tele, lejos de cualquier riesgo. No es que no les preocupara la situación, pero para muchos vascos la cotidianeidad de la violencia la había convertido, por encima del rechazo racional, en algo visceralmente repulsivo: esa violencia, amenazante y ciega, fuera del color que fuera, les asqueaba como algo de tipo alérgico, no podían soportarla, y aquella mañana eran muchos los que llegaron a desear que ojalá todos los violentos del mundo se suprimieran los unos a los otros y los dejaran tranquilos para siempre. A pesar de eso, todavía había transeúntes por las calles, pero cuando avistaban al grupo de fachas, como les llamaban en susurros, rápidamente se alejaban evitando mirarlos directamente y maldiciendo su presencia por lo bajo.
- ¡Mirad ése! ¡El del pelo largo! ¡Ahí! – Señaló de pronto uno de los chavales de la retaguardia en dirección a la acera contraria, donde un muchacho de no más de dieciséis años intentaba pasar desapercibido en el interior de un portal. Llevaba el pelo largo trenzado al estilo rastafari, y vestía una vieja camiseta con una logotipo de Mano Negra, el grupo de música. Cuando vio que los fachas le señalaban el pánico le recorrió el espinazo y sin tiempo a pensarlo arrancó a correr en dirección contraria, girando la esquina con la ilusión de perderlos. El tipo de la porra desplegable saltó encima de un coche para perseguirlo, pero un grito del líder de su grupo le detuvo en medio de la calle, los ojos inyectados de sangre.
- ¿Qué pasa? – Gritó con rabia. ¡Dijiste que había que hostiar al que nos mirara mal!
- Es cierto, y te juro que hoy te cansarás de repartir hostias, pero ése no nos interesa, corría mucho, y además en dirección contraria a la nuestra. Guarda tu rabia para el próximo. – Y sin darle tiempo a contestar, añadió. - ¡Vámonos!
La aparentemente desorganizada manifestación avanzaba con suma lentitud, exactamente como se les había ordenado. A cada paso la muchedumbre exaltada gritaba e insultaba a los impasibles ertzaintzas que se protegían tras sus inmensos escudos transparentes de los objetos que los más exaltados les lanzaban. De pronto un cocktail Molotov surgió de un lugar indeterminado y estalló a los pies de un par de agentes, prendiendo rápidamente en sus pantalones. Los manifestantes más cercanos se alejaron entre gritos, pero cientos de voces se alzaron de inmediato clamando victoria, siguiéndoles de inmediato renovados insultos, gritos y amenazas. Las llamas fueron apagadas y los policías heridos relevados por otros dos, mientras las furgonetas abrían sus puertas y los refuerzos se preparaban para intervenir en cuanto llegara la orden.
En las oficinas centrales, el Director General de la Ertzaintza se enteraba simultáneamente de las primeras agresiones en la propia manifestación y de que varios grupos habían sido vistos en diferentes puntos de la ciudad.
- Mierda. – Mordió más que dijo la palabra y levantó rápidamente el teléfono. – Ponme con el Consejero, rápido, y da la alarma, esto tiene mala pinta.
Un minuto después, el comunicador sonaba y su asistente le pasaba al Consejero de Interior del Gobierno Vasco.
- Javier, los hemos subestimado.
- ¿Qué quieres decir?
- Esto tiene mala pinta. La mani es violenta, y han lanzado a varios grupos todavía no sabemos a dónde, aunque me temo lo peor.
- ¿Qué es lo peor? No me asustes.
- Ponte en su piel, ¿qué harías tú? Van a ir a por todo lo que puedan, supongo que las sedes del partido, centros culturales, batzoquis, yo qué sé.
- ¿Podemos pararlos?
- No con lo que tenemos ahora. Jamás imaginamos que fueran tantos, ni que estuvieran tan organizados. Javier, esto lo ha movido alguien, y nos van a joder bien.
- De acuerdo, saca todo lo que tengas a la calle, avisa a todos los que creas que pueden estar en peligro. Yo voy a llamar a Madrid para pedir ayuda.
- Cuidado a quien llamas.
- ¡No me jodas, hombre! ¿A qué viene eso?
- Tú eres el político, piensa quién puede sacar tajada de esto, y después levanta el teléfono, no al revés.
- Joder.
- Sí.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home