14.11.06

Treinta y dos (FIN)

Paseando arriba y abajo en su pequeño piso de Londres, el Escorpión lanzaba furtivas miradas al reloj de pared que había en el salón. Esperaba una llamada importante, una llamada desde Euskadi, mediante la cual le notificarían el resultado del consejo de guerra al que se le había sometido. En su organización era normal hacer ese tipo de juicios sin la presencia del acusado, ya que éstos solían ser traidores, desertores o colaboracionistas.

El Escorpión y su komando habían permanecido encerrados en su piso durante todo el fin de semana del intento de golpe de estado, pegados a la pantalla del televisor, siguiendo con angustia los acontecimientos primero, y sus consecuencias después. En los siguientes días habían reanudado los contactos con el hogar, pensando que su propio papel en aquel drama habría quedado minimizado por la gravedad que había adquirido el conjunto. Mientras el tiempo pasaba en el piso londinense, se repetían los debates y discusiones sobre lo sucedido, y más aún sobre el futuro.

Mientras Tono y Aitana opinaban que todo seguía igual si no peor para los intereses vascos, el Escorpión se empeñaba en ver lo ocurrido como una oportunidad para reanudar la lucha allí donde la habían dejado, e incluso aprovecharlo en su beneficio.

- ¿No lo entendéis? Con lo que sucedió ese día nuestra gente se dio cuenta de que los vascos somos la víctima, que es el odio de los españoles lo que nos obliga, lo que siempre nos obligó a defendernos.
- Pero es que no todos los españoles fueron a Bilbao, ¿sabes? – Le contestó Tono, que pese a idolatrar a su líder empezaba a estar cansado de sus argumentos.
- Pero a todos les habría gustado ir. Por otro lado – cambió rápidamente de tema el cabecilla – hemos demostrado que seguimos siendo una organización fuerte, un ejército capaz de enfrentarse con otro ejército, de igual a igual.
- ¿De igual a igual? ¡Murieron muchos de los nuestros es aquella acción!
- ¡Y muchos más de los suyos! Pero los que cayeron nos dieron un ejemplo a todos, murieron defendiendo Euskal Herria.
- ¿Eso es lo que quieres tú? ¿Morir? – Le espetó entonces Aitana con acritud, sin mirarlo a los ojos.
- No. – Contestó despreciativo su amante – Lo que quiero es luchar. Y no estoy sólo en eso. Ya lo escuchasteis el otro día, muchos quieren apuntarse ahora, ¡quieren venganza!
- Yo no escuché eso, Escorpión. – Replicó de nuevo Tono, aunque temía estar pasando el límite - Muchos ayudaron cuando los fachas estaban tomando la ciudad, eso sí fue defenderse de un ataque. Pero no creo que demasiados de esos chavales quieran seguir luchando.
- ¿Pero qué coño os pasa ahora a vosotros dos? – Empezó a gritar de pronto el Escorpión, perdiendo los nervios - ¿Queréis una silla en la puta mesa de negociación? ¿Es eso? ¿Queréis que vaya a sacaros un par de billetes de vuelta a casa?

Las conversaciones solían acabar así, en discusiones, y el ambiente se había ido enrareciendo cada día más. Cuando volvieron a contactar con sus superiores se les notificó que iban a ser sometidos a un consejo de guerra, y aquello acabó de minar sus ánimos. No es que les sorprendiera realmente, eso era lo que habían esperado cuando tomaron la decisión de ejecutar al rey español, pero lo sucedido en Bilbao les había dado cierta esperanza de redención. Finalmente iban a recibir el veredicto por teléfono, y por una extraña casualidad, o quizá con toda la intención del mundo, en casa habían escogido para hacerlo el mismo día en que el Príncipe iba a ser coronado en solemne ceremonia. La televisión mostraba en ese momento imágenes de las Cortes, en las que el nuevo Rey de España iba a prestar juramento.

Según comentaba el locutor, la decisión de coronar al Príncipe podía parecer un poco precipitada dada la todavía cercana muerte de su padre, pero las circunstancias sociales y políticas habían recomendado adelantar dicho proceso, y el país entero parecía entusiasmado con ello. Si en algún momento se dijo que los españoles era juancarlistas más que monárquicos, estaba claro que ahora eran felipistas entusiastas, y no hacía falta un referéndum para certificar que la inmensa mayoría de ciudadanos quería y confiaba en el nuevo y joven monarca. Incluso los republicanos manifiestos, como en su día hicieran con su padre, manifestaron su apoyo al Príncipe Felipe y respaldaron las diferentes iniciativas que se habían realizado para homenajearlo por su actuación durante la crisis de Bilbao.

El Escorpión seguía paseando arriba y abajo del salón, el teléfono en la mano, ignorando el televisor, que ya antes había sido silenciado. Los otros dos sí miraban la pantalla, más por aburrimiento que por curiosidad, aunque compartían los nervios y excitación de su líder. Los tres sabían que el Escorpión sería el principal afectado por un resultado condenatorio del consejo de guerra, pero ninguno se libraría de las consecuencias de lo que habían hecho. Además, el sentimiento de compañerismo y fraternidad que les unía, por no hablar del amor que Aitana sentía por su hombre, hacía que todos supieran perfectamente que lo que le ocurriera a uno le ocurriría a todos. Finalmente, el teléfono sonó.

- Sí. – Contestó el Escorpión.
- Cuando las hojas esconden las sendas trazadas en la tierra…
- …es tiempo de mirar el camino que muestran las estrellas. – Interrumpió el Escorpión sin paciencia para poéticas contraseñas. – Sí, soy yo.
- No respetas nada, Escorpión.
- Al contrario, respeto demasiado, respeto lo más importante: respeto nuestra lucha.
- No discutiré contigo, hoy no, no tengo ganas para eso. – Suspiraron al otro lado de la línea, que de vez en cuando parecía chisporrotear suavemente.
- Yo tampoco quiero discutir, amigo.
- ¿Amigo? Amigo… lo que tú quieras… - La voz parecía realmente cansada, y el Escorpión empezó a interpretar las señales.
- Ya tenéis un veredicto. Dímelo y acabemos con esto. – Exigió intentando mantener la compostura.
- Sí, Escorpión, ya tenemos el veredicto. Están todos aquí, conmigo, y te están escuchando.
- Entiendo. – El Escorpión pensó en las personas que habría formado parte del extraño tribunal. Podía imaginar cada cara, podía recordar la marca de tabaco que fumaba cada uno, podía ver como uno jugaba nervioso con un llavero, otro haciendo dibujos con su bolígrafo en una hoja de papel. También sabía la expresión que mostraría el rostro de su portavoz.
- No, Escorpión, tú nunca llegaste a entender. Y ahora es tarde. Sólo quiero que entiendas una cosa: cuando decidiste actuar por tu cuenta dejaste de ser un soldado para pasar a ser un vulgar asesino. Tus manos están manchadas con la sangre tus propios hermanos.
- Ahórrate los discursos. Son vuestras las manos que se mancharán con la sangre de nuestra tierra: vais a entregársela a nuestros enemigos. Vais a rendir lo que otros defendieron. – Y haciendo una pausa, preguntó - Entonces, ¿no puedo volver?
- No, Escorpión, no puedes volver. Ni tampoco los miembros de tu comando. – El cabecilla miró a los dos que estudiaban cada gesto de su rostro desde el sofá, y al instante comprendieron lo que esa mirada implicaba. – Pero eso no es todo, Escorpión.
- ¿No? ¿Qué más me tenéis reservado? – Preguntó con ironía.
- Sabes, amigo – Y esta vez fue el otro el que pronunció la palabra con evidente ironía -, hay algo que debo admitir que sí aprendimos de ti. No fueron tus ideas, sino más bien tus métodos, o al menos uno de ellos.
- ¿De qué me estás hablando?
- Como tú mismo me dijiste una vez, en ocasiones el condenado ni siquiera merece ver la cara de su verdugo. – Y tras decir esto, colgó el teléfono.

El Escorpión se quedó con el teléfono pegado a la oreja, procesando lentamente lo que acaba de escuchar. Se giró hacia la ventana, despacio, muy despacio, y finalmente bajó el brazo que sostenía el teléfono y cerró los ojos, sacando el aire poco a poco, resignado. Sus amigos le miraban sin entender nada cuando de repente el cristal de la ventana pareció estallar y una bala disparada desde más de un centenar de metros de distancia, un disparo preciso y certero, atravesó la frente del terrorista saliendo por el otro lado e incrustándose todavía con fuerza en la pared.



FIN

Treinta y uno


- ¡Hay tantas cosas que no entiendo! – Exclamó Álex, todavía frotándose los ojos por el cansancio.

Se hallaba en una espaciosa sala ubicada en una de las calles más prestigiosas de Madrid, y trataba de ordenar en su cabeza los montones de información que había ido digiriendo más que asimilando en las últimas horas.

Tras la aparición del Príncipe en Bilbao las cosas habían ocurrido muy deprisa. Los manifestantes habían empezado a entregar las armas de forma pacífica, al creer que la actuación de los militares se correspondía con los planes que todos más o menos conocían. No fue hasta que empezaron las detenciones, una vez desarmados, cuando algunos intentaron resistirse, pero fueron rápidamente sofocados por la actitud amenazadora de los soldados. El Príncipe y el Presidente se fueron poco después, y Álex se quedó allí en medio, con su cámara sin batería, sin saber qué hacer. Se sentía desorientado, agotado por la tensión acumulada a lo largo del día, y no podía más que mirar a su alrededor, sin moverse, sin hablar con nadie. De vez en cuando algún grupo de soldados le miraba al pasar, pero ninguno llegó a decirle nada.

- ¿Nos vamos, Álex? – Oyó que al fin le preguntaba alguien, y al darse la vuelta sólo llegó a ver la enorme sonrisa que Ana le dedicaba antes de sentir que las lágrimas le anegaban los ojos. Ana se arrojó a sus brazos y los dos se dieron un fuerte abrazo, sin decir nada más.

Fueron dando un largo paseo hacia las oficinas de la SER, y por el camino hablaron de todo y de nada, pero por supuesto sin mencionar lo que había ocurrido. Ana le invitó a tomar unos pinchos cuando salieran de la oficina, y por fin Álex replicó con una de sus bromas sobre las ocultas intenciones de la mujer. Sin embargo, no llegaron a probar esos pinchos: nada más llegar se encontraron con el personal en pleno de la emisora, más todos los especialistas venidos de la capital, que dedicaron una larga y sincera ovación al aprendiz de periodista. Álex abría la boca y trataba de decir algo, pero la emoción no le permitía más que balbucear palabras inconexas. Después de aquel homenaje, los dos fueron convocados a las oficinas del jefe, donde se les informó de que debían volar inmediatamente a Madrid para hablar con los directivos de la cadena y participar en los especiales que iban a grabarse en los próximos días.

Así, sin siquiera cambiarse de ropa, la cabeza dolorida por el golpe de porra que le había dado un segurata, el estómago rugiendo de hambre y los nervios a flor de piel, Álex subió a un avión junto a Ana rumbo a la capital. Los esperaba un coche con chofer, que les llevó directamente a un hotel de cinco estrellas donde tenían dos habitaciones reservadas.

- ¿Para qué queremos la otra habitación? – Preguntó Álex guiñando el ojo a su compañera, pero lo único que compartieron aquella noche fue una copiosa cena regada con mucho vino, todo a cargo de la empresa.

Al día siguiente, pese a ser domingo, como no paraba de recordar Álex, les llamaron a las ocho de la mañana y les anunciaron que alguien pasaría a recogerlos en una hora. Así que todavía no eran las diez de la mañana cuando los dos se encontraban en una luminosa sala de reuniones con vistas a la ciudad en presencia de la flor y nata del grupo de comunicación para el que trabajaban. Frente a ellos, el mismísimo presidente, Don Jesús de P.

- Es normal que no lo entiendas todo, muchacho. – Le contestó el poderoso hombre. – A pesar de haber sido un testigo de excepción, sólo has visto una parte de la historia. Quizá la más espectacular, pero no necesariamente la más importante.
- ¿Si el gobierno conocía las intenciones de los golpistas, por qué no actuaron antes? ¿Cómo dejaron que llegaran tan lejos?
- Bueno, ya sabes que los absolutos no existen. El gobierno sabía que una reducida aunque poderosa minoría soñaba desde hacía tiempo con influir en el futuro de España, pero de ahí a tener pruebas sobre las que poder actuar, dista un mundo.
- ¡Pero nosotros avisamos de lo de la manifestación! – Exclamó Álex buscando con la mirada el apoyo de su compañera.
- Cierto, muchacho, y eso os lo debemos a vosotros. ¿Pero cómo ponderar la magnitud de algo así? La verdad es que ahí metieron todos la pata, tanto en Madrid como en Bilbao, y nadie fue capaz de prever hasta donde podía llegar la ultraderecha en España. Y aún tuvimos suerte, porque me he enterado de que pensaban repetirlo en Barcelona, ¡extendiendo la convocatoria a toda Europa!
- ¿Cuántos muertos hubo al final?
- Las cifras oficiales hablan de treinta y dos muertos y medio centenar de heridos, y ahí van incluidos manifestantes, policías y militares.
- ¡Ah, sí! ¡El asalto a los tanques! ¿Quién hizo eso?
- Bueno, está claro que fueron los de ETA. Ahora es tarea de analistas y políticos juzgar como encaja una actuación de ese tipo con su famosa tregua.
- Al menos ya sabemos que dirán los del PP. – Replicó Álex con una sonrisa.
- Los del PP no dirán nada, eso te lo puedo asegurar. No dirán nada durante una temporadita.
- Treinta y dos muertos. – Comentó Ana en voz alta, que no dejaba de pensar en tan terrible cifra. – Es horroroso.
- Sí que lo es, y yo estoy convencido de que hubo más. Las imágenes de Álex mostraban como cada vez que caía un manifestante sus compañeros se lo llevaban, y es probable que más de uno haya escapado del recuento. Por otro lado están los de ETA. No sabemos si tuvieron bajas en el ataque, aunque es más que probable.
- Y está lo de esos que secuestraron. – Apuntó uno de los hombres presentes en la sala de reuniones.
- ¿Secuestro?
- Sí, alguien secuestró a los miembros de uno de los grupos de asalto de lo ultraderechistas. Hubo un tiroteo y sabemos que al menos uno de los secuestradores fue herido o muerto, aunque no se haya presentado parte en ningún hospital.
- ¿Y los secuestrados? – Preguntó Álex con curiosidad.
- Los encontraron atados a un árbol delate del mismísimo Gughenheim… en pelotas.
- ¿En pelotas?
- Sí, bueno – Y el hombre no pudo evitar una risilla nerviosa. – Les habían atado las manos a los pies, con lo que habían quedado, digamos que con el culo en pompa…
- Y a su lado había un cartel que decía: Introduzcan una moneda en la ranura para escuchar el himno de España. – Concluyó Jesús de P. con una impúdica carcajada, que pronto todos corearon con ganas.
- Me pregunto si alguien llegó a intentarlo… meter una moneda, quiero decir. – Añadió otro.
- No, ¡ya sabes que los nacionalistas no darían ni un duro para España! – Le contestaron, y las bromas se alargaron por un rato, diluyendo así la gravedad de las circunstancias.

Después pasaron a explicarle a Álex, aunque serviría para todos los demás a modo de resumen de la situación, como había sido la Casa Real la que había solicitado al gobierno una intervención rápida al empezar los tumultos en Bilbao. Sin embargo en ese mismo momento en Moncloa se daban cuenta de que era todo un plan perfectamente organizado, un puzzle en el que iban a encajar todas las piezas, incluida la del golpe militar. El propio Z contactó con el Príncipe para explicarle lo que estaba sucediendo, le recordó la importancia que tuvo la intervención de su padre, el difunto Rey, en el último intento de golpe de estado, y no hizo falta que añadiera nada más: el Príncipe se ofreció para lo que hiciera falta, y al poco rato empezaban las reuniones al más alto nivel.

También se habló de la participación de los partidos de la oposición y de los acuerdos a los que se había llegado sin que sus detalles trascendieran a la opinión pública, e incluso se comentó entre bromas como un autobús repleto de líderes de Esquerra Republicana había salido de Barcelona con destino desconocido y no habían vuelto a aparecer hasta que las cosas se calmaron.

- Bueno, confieso que yo también estaba algo asustado. Todos sabemos que existe una lista negra, y algunos tenemos claro que nuestro nombre está ahí en letras grandes y doradas. – Admitió el magnate.
- Pero entonces, ¿quién está detrás de todo esto? ¿Quién pagará por esas muertes? – Preguntó Álex, sin dirigir la cuestión a nadie en concreto. Muchos le miraron con sonrisas compasivas, y el joven entendió que había pecado de inocente.
- Ésas son dos preguntas muy distintas. Te responderé primero a la segunda. – Se adelantó de nuevo Jesús de P. – Por el lado militar, pagará, pero poco, el General Cóllar. Como todo el mundo pudo ver en la televisión fue muy lento en acatar la orden del Príncipe, así que dentro poco “le dimitirán” sin honores. El otro mando que se sublevó, el General Cena, va a participar en tantas misiones de paz de ahora en adelante que no creo que pise España el tiempo suficiente ni para ir a mear. – Y todos rieron la ocurrencia. – También algunos de los detenidos en la manifestación son miembros del ejército o de las fuerzas de seguridad del estado, soldados rasos y guardias civiles en su mayoría, y esos sí que pringarán. En lo que se refiere a los civiles, hay casi un centenar de detenidos acusados de diversos cargos. La ertaintza tiene toneladas de cintas de video en las que se les muestra en diferentes fases de su fiesta, y eso bastará para que les caigan algunos años de cárcel.
- ¡Pero ellos no organizaron la manifestación! – Empezó a protestar Álex.
- No, ellos sólo asesinaron a policías, de forma premeditada. – Le acalló el otro – Pero tienes razón, ellos no eran el cerebro de la operación, sólo la fuerza bruta. Y adivina: ese cerebro, o cerebros, se han librado. Como siempre.
- Hay un detenido. – Dijo alguien desde un lado de la mesa.
- Sí, han detenido a un tipo aquí en Madrid. Adolfo nosequé. Le acusan de haberlo organizado todo porque se siguió el rastro de las llamadas y mensajes que convocaban a la manifestación y llegaron a la oficina en la que él trabajaba. Es un tipo listo, con abogados importantes, pero está claro que es un don nadie, un chivo expiatorio.
- ¿Sabe usted quién lo organizó todo realmente? ¿Sabe quiénes son? – Preguntó Álex tímidamente.
- Los sospechosos habituales, muchacho, los sospechosos habituales. – Le contestó el otro con una sonrisa cargada de sarcasmo.

Después de eso acabó la ronda de explicaciones y el equipo directivo planteó finalmente un conjunto de propuestas profesionales para la pareja de periodistas. Ninguno de los dos pudo reprimir una enorme sonrisa de satisfacción a medida que extendían su futuro ante sus ojos, cargado de trabajo, pero también de compensaciones que habrían entusiasmado a cualquier periodista del país. En total la reunión duró casi tres horas, y antes de salir Jesús de P. les dio la tarjeta de un prestigioso restaurante de la ciudad.

- Tenéis una mesa reservada. Pensé en llevaros conmigo, pero mi mujer, que sabe mucho de esas cosas, me hizo ver que quizá preferiríais ir vosotros dos solos. Huelga decir que los gastos corren a mi cuenta, pero no os acostumbréis, ¿de acuerdo?

Cuando salieron a la calle el sol invitaba a pasear, o como indicó Álex, a tomar una cerveza helada en una de las famosas terracitas de la ciudad, así que empezaron a caminaron sin prisa ni dirección fija. Al cabo de un rato, Ana se colgó del brazo de su compañero, y cuando éste se la quedó mirando sorprendido ella le respondió con una sonrisa pícara y un guiño del ojo. Siguieron andando entre risas, hasta que, tras cruzar un semáforo, Álex se quedó clavado en medio de la calle, sin siquiera pestañear.

- ¿Qué ocurre ahora? – Le preguntó Ana pensando que se trataba de una broma. Pero Álex no sonreía, de hecho, su rostro se había quedado blanco, y sus ojos estaban abiertos, reflejando el terror que sentía.

Frente a él, apoyado en un árbol mientras simulaba leer el periódico, un hombre le miraba fijamente, con una sonrisa amenazante dibujada en los labios. Álex había reconocido en aquel hombre al líder del grupo de asalto que le había llevado hasta la manifestación el día antes, el autor de los disparos que habían iniciado el baño de sangre. Así permanecieron durante un largo minuto, sin que Ana llegara a adivinar lo que estaba ocurriendo. Finalmente el hombre dobló el periódico, señaló al periodista simulando una pistola con la mano, y sin perder la siniestra sonrisa, se alejó tranquilamente de la pareja.

13.11.06

Treinta

Todos los Chinook estaban por fin en el aire y se disponían a dirigirse de vuelta a la base, ya que su autonomía de vuelo no les permitía volar más que unas pocas horas. En caso de que fueran necesarios se les volvería a llamar, aunque ateniéndose a los planes las tropas conjuntas de los dos generales tomarían la ciudad de Bilbao durante los siguientes días. Sin embargo, el cielo no quedó libre de helicópteros porque, como si de juego de relevos se tratara, cuando los enormes aparatos de doble hélice abandonaban la zona los Cougar llegaban reduciendo la velocidad y demorándose por un momento encima de las belicosas calles.

Apenas nadie se había movido de sus posiciones en los últimos minutos. Los manifestantes seguían reunidos en el centro de la calle Cortes, aguardando instrucciones del coche central, que a su vez estaba en contacto con Madrid en espera de instrucciones. Los militares se mantenían en sus posiciones, tanto en las calles como en los puntos elevados desde los que controlaban cualquier movimiento, y sus armas seguían preparadas y apuntando. Los únicos que se movían era los policías, que primero se habían agrupado en la calle Miribilla, frente al hotel Cantábrico, y ahora, tras recibir instrucciones de sus mandos, empezaban a volver a sus vehículos para desalojar la zona. El ejército había tomado el control de la situación y había exigido a los ertzainas que abandonaran la zona para evitar provocar a los manifestantes. Al escuchar eso el Intendente Etxebarría tuvo que contenerse para no contestar un improperio a los engalonados generales que tenía en frente. Se retiró momentáneamente, y tras consultarlo por teléfono con el director del cuerpo armado, finalmente dio la orden de retirarse de forma definitiva. Al parecer las instrucciones venían desde lo más alto, y el jefe le garantizó personalmente que todo iba a salir bien.

Los Cougar, como antes habían hecho los Chinook, fueron aterrizando uno a uno en la plaza Sarategui, dónde paraban el tiempo justo para que sus ocupantes desembarcaran. No era un grupo tan numeroso como el del General Cena, pero sí llevaban idéntico equipo y armamento, el de las Fuerzas Especiales. Sin embargo estas tropas no se dispersaron, sino que formaron una doble fila tras un grupo formado por tres mandos perfectamente uniformados, con medallas y todo, y junto a ellos un civil con traje negro que bajó del último helicóptero y se sujetó la corbata con una mano mientras éste volvía a levantar el vuelo, provocando el característico estruendo y ventolera. Antes de que nadie pensara siquiera en qué hacer, de la línea de escolta que acompañaba a los mandos y al civil se separaron tres parejas de soldados que corrieron en diferentes direcciones, seguidas por las miradas de todo el mundo.

Ante la sorpresa de propios y extraños, los soldados se acercaron a los periodistas que habían ido apareciendo en la última media hora, y tras un intercambio de palabras, los dirigían hacia el grupo de recién llegados. Una de aquellas parejas se acercó a la marquesina en la que Álex y el otro cámara recogían todo lo que ocurría. La pequeña filmadora de Álex llevaba un rato con el icono de falta de batería parpadeando, pero él seguía ahí, dispuesto a aguantar tanto como fuera posible. Los soldados les ordenaron con voz tajante que bajaran de la parada de autobús y se dirigieran, con el resto de periodistas, a donde aguarda el grupo de mandatarios. Mientras intentaba bajarse sin dejar de filmar, el joven periodista pudo ver que los dos comandantes, los que habían llegado con los taques y la primera oleada de helicópteros, acudían también a la cita.
- No entiendo nada. ¿Quién coño son esos? ¿Y quién es ese civil? – Preguntaba en voz alta el General Cóllar, todavía demasiado lejos para distinguir a los recién llegados.
- Veámoslo por la parte positiva. – Le contestó el General Cena – Si no me equivoco son tres altos mandos, lo que sumado a nosotros dos ya empieza a ser un grupo interesante.
- ¿Y el civil? – Insistió el suspicaz militar.
- No lo sé, será algún amigo de Don Ramón.

Cuando la media docena de periodistas, entre cámaras y locutores, llegó lo suficientemente cerca como para reconocer a los recién llegados, la sorpresa fue mayúscula. La mayoría de ellos se detuvo allí mismo, las bocas tan o más abiertas que los ojos, y se miraron los unos a los otros como si buscaran confirmación a lo que estaban viendo. Álex se adelantó un paso y volvió a mirar al grupo de tres militares y un civil que les aguardaban todavía unos metros más adelante.

- ¿Pero qué coño…? – Escuchó que alguien decía a su derecha, y cuando giró la cabeza en esa dirección vio que el que había farfullado era el militar que comandaba los tanques.

Los periodistas corrieron a coger posiciones y todas las cámaras se encendieron, tratando de meter en un mismo plano a los dos mandos que caminaban ahora más deprisa, seguidos de algunos de sus ayudantes y soldados, y los que les esperaban, respaldados por la doble hilera de miembros de las Fuerzas Especiales. Los pechos de los militares que esperaban estaban repletos de condecoraciones, y uno de ellos, llamativamente más alto que los demás, lucía las cinco estrellas bajo corona del Capitán General y Comandante en Jefe de las fuerzas armadas españolas. A su lado, nada más y nada menos que el Jefe del Estado Mayor de la Defensa y el Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra. Y sin embargo, el que más destacaba era el primero.

- ¿Es Él? – Preguntó en un susurro el General Cena - ¿Es el Príncipe?

Ante ellos, ya sólo a unos pasos, el Príncipe de España los esperaba en posición de firmes, el ceño fruncido, un crespón negro atado al brazo en señal de duelo por la todavía reciente muerte de su padre. El rostro de los otros dos militares, los más altos cargos en el ejército de tierra después del Rey, compartían las mismas expresiones graves, e incluso en uno podía adivinarse la tensión apenas contenida en el blanco de sus nudillos, los puños apretados tras la espalda. Un paso por detrás de ellos parecía esconderse el civil, que en ese momento guardaba un teléfono móvil con el que había estado hablando y ocupaba su sitio junto al Príncipe y los militares. Una mirada les bastó a todos para descubrir en él al Presidente del Gobierno. Todos guardaban silencio, y los periodistas, micrófono en mano, aguantaban la respiración.

Cuando los dos generales alcanzaron al grupo hubo un intercambio de saludos militares, rápidos pero solemnes, y en cada rostro se reflejaban distintas emociones, todas ellas igualmente intensas.

- Señores. – Saludó el Príncipe a los otros dos con su voz grave y clara. – Hace poco más de una hora se ha reunido en Madrid el Consejo de Defensa Nacional, y he tenido el honor de ser nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, en relevo de mi difunto padre, el Rey. Al mismo tiempo el Gobierno – y diciendo eso lanzó una mirada al Presidente, que confirmó sus palabras con un leve asentimiento de cabeza – ha decretado el estado de excepción en todo el país, con una especial atención a la provincia de Vizcaya en la que nos encontramos. No hace falta que le cuente a nadie la gravedad de las circunstancias. – El Príncipe hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo en los dos militares insurrectos, pero también en los golpistas potenciales que estarían siguiendo las noticias en espera de tomar partido, e incluso en los millones de españoles que en ese momento atendían con el corazón en un puño a las pantallas de sus televisores.
- Así pues, como Comandante en Jefe les ordeno que sometan de inmediato el mando de sus tropas y renueven con ello, aquí y ahora, su juramento de fidelidad hacia España, la Monarquía y la Constitución.
- ¡Les está dejando escapar! ¡Les da la oportunidad de que salgan impunes de esto! – Masculló uno de los periodistas por lo bajo, de forma que sólo sus compañeros más cercanos lo oyeran.
- Señor: – se adelantó el General Cena, sin perder su carácter oportunista, plenamente consciente de la presencia de las cámaras. – Mis tropas y yo mismo hemos sido siempre fieles a España, y repetiré con orgullo mi juramento tantas veces como sea necesario. Espero sus órdenes, Señor. – Y diciendo esto repitió el saludo militar, esta vez con gran energía, acompañando el movimiento con todo el cuerpo.

A su lado, los ojos del General Cóllar bailaban en todas direcciones, mientras sus pensamientos trataban de encontrar una salida a todo aquello. ¡Nadie le había avisado de que el maldito Príncipe tomaría cartas en el asunto! De hecho ni siquiera habían pensado en él, o al menos él no lo había hecho. Sólo era un niño mimado, sin experiencia, sin carácter, y tenían reservado para él el mismo papel simbólico que la monarquía había tenido en España durante décadas. ¡Y ahora estaba ahí, exigiendo su rendición! Pero apenas había traído a hombres consigo, sólo a ese politicucho de izquierdas y a dos militares lameculos que jamás se atreverían a decir lo que de verdad sentían en su corazón. Quizá no fuera más que un farol. Quizá, si aguantaba, otros se unirían al levantamiento. Incluso podría usar todo aquello en su favor. Tenía delante al Príncipe y al Presidente del gobierno, podría, no sé, retenerlos, usarlos. Una idea empezaba a tomar forma en su cabeza mientras todos esperaban su respuesta, su mente funcionaba a toda velocidad: contactaría con Don Ramón, le pediría que hablara con los políticos de derechas, los de confianza, y les ofrecería un trato, llevar juntos las riendas del país, volver a tomar la dirección correcta, recuperar los valores de antaño que sus padres defendieran.

El teléfono móvil del Presidente del Gobierno vibró sin sonido en su bolsillo, pero todos lo escucharon y por un momento se distrajo la atención que pesaba sobre el General Cóllar. El político se excusó para intercambiar unas palabras al teléfono y después de dar instrucciones a un soldado hizo una señal afirmativa al Príncipe con la cabeza. Unos instantes después un todo terreno de la Guardia Civil llegó a la plaza y se acercó al grupo, hasta detenerse a unos metros de distancia. Todas las cámaras apuntaron al vehículo, cuyas puertas se abrieron para dejar bajar a un hombre vestido con traje oscuro y corbata a rayas, azules y negras. El líder de la oposición, MR, se acercó con paso lento hacia ellos, y colocándose a la izquierda de su oponente político, saludó a todos con gravedad.

- Majestad. – Empezó, realizando una leve pero respetuosa inclinación de cabeza. – Presidente. – Y ahora el gesto de cabeza fue apenas insinuado. – Caballeros. – Y miró a los demás.

No dijo nada más, pero colocándose junto al Presidente, ligeramente por detrás de él, mostraba a los militares y al mundo su respaldo absoluto al Gobierno y a la democracia. Frente él, el general Cóllar sintió como sus últimas esperanzas se desmoronaban bajo sus pies, y realizando un deliberadamente lento saludo militar ante el Príncipe, dijo:

- A sus órdenes, Señor.
- General Cóllar, saque a los tanques de la ciudad. – Le contestó rápidamente el Príncipe, sin dejarle tiempo a repensarse su respuesta y pasando a exponer el plan que habían improvisado en el rápido viaje en helicóptero. – Pero usted quédese al mando del resto de efectivos blindados, quiero que presten soporte a la infantería. General Cena, usted estará al mando de esa infantería, quiero que limpie las calles ahora mismo: detenga de inmediato a cualquiera que lleve un arma, y use la contundencia que sea necesaria en caso de resistencia. Y General, – añadió cuando el otro ya se disponía a alejarse – le hago directamente responsable de que ni uno sólo de los autores de esta pesadilla logre escapar de la ciudad.

En ese preciso instante la cámara de Álex se quedó sin batería, aunque en ese momento ya nada le importaba, y se quedó inmóvil en el mismo lugar, asistiendo con los demás al fin de los acontecimientos. El Príncipe se volvió hacia los dos políticos, aunque sus palabras habían sido ensayadas y se dirigían sobre todo a las cámaras que no se perdían ni uno solo de sus movimientos.

- Caballeros, suya es ahora la responsabilidad de devolver el orden y la justicia a este país.

11.11.06

Veintinueve

Aunque las cifras no se harían públicas hasta algunos días más adelante, en ese mismo instante veinticinco millones de espectadores en España, y algunos más en el resto del mundo, contemplaban en sus hogares las temblorosas imágenes que Álex transmitía desde su posición en lo alto de la parada de autobús. Ya no habían vuelto a pinchar su voz en directo, aunque sí se grababa, y más adelante serviría para montar extensos reportajes, e incluso quizá un documental sobre los hechos de aquel sábado fatídico. Y es que Álex no lograba callar, e incansable, retransmitía todo lo que veía, escuchaba o sentía, con todo lujo de detalles.

Desde que le habían cortado el sonido, la cámara del joven periodista había ido mostrando el terrible enfrentamiento entre poco menos que un millar de manifestantes y los cientos de policías que intentaban detenerlos. Lamentablemente, gran parte de lo que sucedía allí abajo escapaba de su objetivo, ya que los manifestantes se habían ido disgregando y la lucha se desarrollaba en varias calles a la redonda, pero el principal frente se mantenía frente a sus ojos, donde las tanquetas de agua, las dos inutilizadas desde hacía rato, servían de barrera y protección a los miembros de la ertzaintza. Ya raramente se llegaba al cuerpo a cuerpo, y en lugar de eso, como si de un ritmo macabro se tratara, cada pocos segundos se escuchaba alguna explosión, disparos, destrozos. En la calzada, en la zona neutral que separaba ambos bandos, había zapatos abandonados, manchas de sangre, restos de pancartas. A pesar de los numerosos muertos, no había ningún cadáver, ya que cada vez que alguien caía, fuera policía o manifestante, sus compañeros lo retiraban rápidamente. Álex se preguntaba en voz alta dónde iban a parar todos esos cuerpos: desde su posición, él había contado once policías y al menos otros tantos manifestantes, y podía imaginar que eso no era más que una parte del recuento total de muertes. Las sirenas de las ambulancias iban y venían incansables, pero era evidente que acudían más al lado de las fuerzas del orden, quizá porque una de las que pretendía asistir a los manifestantes había sido atacada y ahora humeaba volcada de lado en una de las calles limítrofes con el campo de batalla.

Aunque Álex intentaba no levantar demasiado la cabeza para no recibir alguna de las balas que a veces escuchaba atravesar el aire cerca de su posición, si pudo comprobar que los manifestantes se habían hecho fuertes en tres posiciones principales, Mientras la policía cubría completamente el cruce de las calles Olano, Miribilla y Arechaga, en lo que constituía el acceso oeste a la plaza Sarategi, sus opositores dominaban ya la esquina de Cortes con Conde Mirasol, a menos de cien metros un bando del otro, así como los accesos por los dos lados de la calle Cantalojas y una especie de isleta en el centro de la calle Cortes, formada por dos coches atravesados y unos pocos contenedores ardiendo a su alrededor, que contribuían al caos con su humo negro y apestoso. Desde esa última posición partían los ataques más duros, con el tableteo esporádico de algún tipo de ametralladora pesada que mantenía a los policías a ralla cada vez que éstos intentaban cambiar de posición.

En el último intento de avance por parte de los ertzainas los tiros habían abatido de golpe a cinco de sus miembros, aunque Álex pudo ver que varios de ellos sólo estaban heridos. Después de eso no lo habían vuelto a intentar, y más allá de la constante lluvia de botes de humo que lanzaban contra los otros, parecían estar aguardando algo. ¿Pero quién llegaría antes? Preguntaba Álex en voz alta a una audiencia que por el momento no le oía: ¿Los refuerzos de la policía, o los de los manifestantes? Por el momento el estado de tablas en que se encontraban ambos bandos parecía ir decantándose lentamente a favor de los miembros de la ertzaintza, ya que nuevos efectivos iban uniéndose a ellos a cada minuto, y aunque el periodista no lo sabía, un grupo numeroso se estaba concentrando en la plaza del Doctor Fleming para intentar cerrar la retaguardia de los manifestantes. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado, aunque Álex en cierto modo ya lo había augurado.

Como la tantas veces mencionada calma que precede a la tempestad, de repente un silencio se adueñó de las calles y el aire pareció condensarse a su alrededor a causa de ello. Pero el silencio se convirtió en murmullos, cientos de voces que hablaban a la vez, hasta que Álex creyó escuchar unas risas, también gritos, pero ningún disparo. La cámara del periodista barría el campo de batalla en busca del motivo de toda aquella expectación sin encontrar nada, cuando al final llegó el sonido antes que la imagen. Era un chirriar mecánico, ruidoso, que empezaba a llegar a él desde algún punto tras la barrera formada por los policías. Y sin embargo, cuando su atención se concentraba allí, un griterío llegó desde el otro lado, y la cámara giró veloz en esa dirección para mostrar al fin una gran tanqueta pintada con colores de camuflaje que aparecía por la calle Conde Mirasol y se detenía atravesándose en medio de la calzada, seguida por otra tanqueta idéntica que adoptaba la misma posición. Los manifestantes gritaban y saltaban de alegría, levantando sus armas y pancartas, como si su salvador hubiera llegado. Un instante después otras tanquetas llegaban por el lado norte de la calle Cantalejas y tras unos minutos también los accesos sur a la calle Cortes quedaban bloqueados por esas tanquetas militares. A su llegada los antes dispersos manifestantes habían vuelto a reagruparse en esa calle central, sin preocuparse ahora de una policía que no se atrevía a hacer ningún movimiento, esperando órdenes de sus mandos. Antes de que esas órdenes llegaran, el origen del estrépito metálico que no había cesado se materializó ante los ojos de todos los allí reunidos.

Lo primero que se vio fue el inmenso cañón, seguido del amenazante cuerpo del tanque, que llegaba desde algún lugar tras los policías. Un soldado sobresalía en lo alto de la torreta, las manos a los mandos de una potente ametralladora, la cara oculta por el casco y las gafas de combate. Tras el tanque llegaron otros, y a su paso los policías se apartaban desconcertados, hasta que al final tuvieron que amontonarse todos contra las fachadas de los edificios a fin de dejar paso a los tres blindados que lograron encajarse, lado a lado, en el cruce que antes ocupara la ertzaintza. A su retaguardia, una increíble columna de vehículos militares había ocupado los jardines de la calle Olano, dejando libre, sin embargo, la plaza Sarategui. Finalmente la tensión se desgarró al son de unos silbatos, que rápidamente fueron seguidos por las órdenes gritadas con la agresividad castrense habitual, y los soldados que hasta entonces se habían apiñado en los camiones de transporte saltaron al suelo y corrieron a ocupar las posiciones que se les había asignado. La cámara de Álex recogía todo aquel espectáculo como un testigo mudo, ya que entonces ni siquiera el periodista se sentía con ánimos de decir nada.

La incógnita atenazaba su lengua, ya que si bien por un lado la presencia del ejército le alegraba en cierto modo, como garantía última de que cesaría el baño de sangre, sus premoniciones y la alegría de los manifestantes le hacían temer lo peor. Entonces pudo ver como un grupo nutrido de soldados avanzaba escoltando al que Álex imaginó sería el comandante de aquel poderoso ejército. En dirección contraria media docena de policías, casi todos ellos en su uniforme normal, sin protecciones, avanzaba para encontrarse con los militares. Van a parlamentar, se dijo Álex, o a negociar, o qué sé yo. La cámara hizo zoom hacia ambos grupos cuando se encontraban, aunque logró poco más que hacer temblar la imagen, sin que llegaran a verse con claridad los rostros de los allí reunidos. El comandante del ejército estaba hablando con dos ertzainas, y sus soldados se habían desplegado en semicírculo a su espalda, las armas apuntando al suelo, pero no por ello menos amenazantes. La imagen mostró lo que parecía una discusión, los ertzainas protestaban, y los gestos del comandante eran más que expresivos, tajantes. De repente los soldados levantaron sus armas y apuntaron directamente a los policías que tenían enfrente, y por un momento Álex temió lo peor. Tras unos momentos de duda, en los que soldados y policías se apuntaron unos y otros peligrosamente, los mandos policiales depusieron su actitud conscientes de que poco podían hacer contra los militares, claramente superiores en número y armamento. Justo en ese momento, una nueva e inesperada imagen se sumó a la escena.

Álex levantó la cámara lentamente, quizá intentando dar aún más dramatismo a todo aquello, quizá porque su confusión ya era superior a cualquier otra cosa. Recortados contra el azul del cielo, unos gigantes de doble aspa se acercaron lentamente hasta detenerse completamente a unos cincuenta metros por encima de sus cabezas, haciendo un ruido ensordecedor y levantando corrientes de aire que hacían bailar las hojas de los árboles y sacudieron banderas y pancartas como si se tratara de un huracán. Todas las miradas se volvieron al cielo, y aunque nadie lo vio, los dos generales al mando del mortífero circo sonreían henchidos por la satisfacción.

Uno de los helicópteros descendió aún un poco más, hasta donde los edificios le permitieron, y unas largas cuerdas cayeron desde su interior, golpeando el suelo con fuerza en medio de la calle. Como en una película de Hollywood, una docena de soldados completamente equipados y con las caras pintadas se deslizaron a gran velocidad hasta tocar el suelo y se desplegaron en círculo apuntando en todas direcciones, ante la alegría y admiración de los cientos de manifestantes que les rodeaban. El helicóptero se movió lentamente y dos grupos más repitieron la escena a lo largo de la calle, y luego otro Chinook relevó al primero y volvió a repetir todo el procedimiento. Mientras tanto, en medio de la plaza Sarategui, los otros cuatro aparatos descargaban rápidamente su contenido de tropas y equipo, y los diferentes comandos corrían a toda prisa, esquivando a policías y manifestantes, para ocupar sus posiciones en portales, tejados y demás puntos estratégicos. En apenas quince minutos el ejército había tomado absoluto control de la situación, aunque eso se debía en gran parte al entusiasta sometimiento de los manifestantes y a la frustrante rendición que los policías tuvieron que aceptar para evitar el desastre.

El periodista no pudo evitar que una fugaz imagen en la que uno de los bandos no hubiera depuesto las armas se formara en su imaginación. Pudo ver con los ojos cerrados a los terribles tanques atronando en las calles de Bilbao, las docenas de soldados que ahora había por todas partes disparando sin cesar, los muertos, la sangre. Sacudió la cabeza para quitarse la imagen de la cabeza y se preguntó que más podía ocurrir a partir de ese momento. Algo llamó la atención, y al darse la vuelta vio que alguien se encaramaba a la marquesina de autobús que había ocupado en todo ese tiempo. Para su sorpresa, un hombre en tejanos y camiseta se plantó a su lado con una gran cámara al hombro y empezó a filmarlo todo sin decir palabra. Álex iba a protestar cuando vio que a cierta distancia una locutora empezaba a hablar de cara a otra cámara junto a un grupo de soldados que todavía permanecían alertas, apuntando con sus armas hacia el frente. Aquí y allá, los periodistas habían tomado sus propias posiciones, y Álex fue incapaz de adivinar cuánto llevaban allí, en qué momento había perdido la exclusiva de todo aquello. Peor aún, por un momento se preguntó quién les habría convocado. A su lado, el cámara hacia un perfecto barrido del ya tranquilo campo de batalla, y en momento sus miradas se cruzaran, lanzándole el avezado profesional un guiño cómplice.

10.11.06

Veintiocho

Los seis helicópteros Chinook sobrevolaban ya la provincia de Guipúzcoa cuando el General de Brigada José Antonio Cena se enteró de los enfrentamientos entre los tanques del General Cóllar y un grupo de rebeldes. Al parecer habían sufrido numerosas bajas, sobretodo en las tropas, pero finalmente habían logrado superar la emboscada y avanzaban decididamente hacia la ciudad. Al final lo más probable es que llegaran ambos al mismo tiempo, lo cual podía ser realmente contundente, pero también peligroso. Al menos para él. El General Cóllar no le tenía especial simpatía, eso lo sabía, y el viejo soldado ansiaba para él todo el protagonismo de aquella rebelión, deseaba ser el único héroe, aunque eso supusiera enemistarse con los demás, incluso por quienes habían planificado todo aquello.

Los Chinook superaban los doscientos kilómetros por hora en su velocidad de crucero, e incluso podían llegar a trescientos en caso de necesidad, pero el General de Brigada no se atrevía a apremiarlos. Llegarían en menos de quince minutos, y sacarle cinco minutos de ventaja a su rival no tenía por qué ser algo positivo. Quizá incluso fuera mejor esperar un poco, verlas llegar. A bordo de sus descomunales helicópteros, un centenar de soldados, lo mejor del Mando de Operaciones Especiales, esperaba preparado para todo. No habían recibido instrucciones concretas, todavía no, pero eran hombres que sabían obedecer, y mejor aún, sabían actuar. Llegado el momento, el joven comandante sabía que era mejor tener a esos hombres a su lado que a un puñado de tanques incapaces de desenvolverse cómodamente en una ciudad repleta de civiles.

El ayudante del general reclamó su atención con unos ligeros golpecitos en su brazo y después señaló claramente hacia abajo, al otro lado de la ventanilla. La ciudad de Bilbao se desplegaba a sus pies, y todavía podían verse con claridad varias columnas de humo elevándose hacia el cielo, como si la ciudad hubiese sufrido recientemente un ataque aéreo. Al parecer los comandos mixtos habían cumplido con su misión, aunque el militar no podía tener la completa seguridad ya que se había prohibido a todas las unidades de tierra, civiles y militares, contactar bajo ningún concepto con los oficiales del Ejército. Cualquier comunicación debía hacerse con el centro de operaciones de Madrid, formado por civiles, quienes a su vez ya contactarían, si fuera necesario, con ellos. El General Cena había interpretado el silencio como buenas noticias, y las columnas de humo reafirmaban esa impresión.

Su ayudante volvió a insistir en sus gestos con el dedo extendido, al ver que su jefe paseaba la mirada por el conjunto de la ciudad. Entonces ambos centraron su vista en el mismo punto y el general finalmente vio lo que el otro señalaba: una columna de tanques avanzaba lentamente por una carretera que corría paralela a la autovía, separándose de ésta poco antes de llegar al río y adentrarse en la ciudad. La columna de blindados resultaba imponente vista desde las alturas, pero tras contarlos uno a uno pudo ver que faltaban varios vehículos, incluso le pareció que había un tanque menos de lo esperado. Activando los aparatosos auriculares que llevaba en la cabeza, el general habló con los pilotos al mando del helicóptero:

- ¿Puedo contactar con la columna de tanques que tenemos a nuestros pies?
- Lo intentaremos, general. – El personal de los helicópteros no solían ser hombres de su agrado, pensó entonces el militar, demasiado independientes, demasiada confianza en sí mismos, pero debía reconocer que habían obedecido sus órdenes sin obstáculos ni preguntas, y eso era todo cuánto pedía de ellos. – Señor, le paso al General Cóllar, comandante de la columna. – Anunció finalmente el piloto tras unos minutos de espera.
- ¿Cena?
- General Cóllar.
- Cena, veo sus pájaros desde aquí, van ustedes adelantados.
- Nosotros también les vemos, General, y creo que ustedes van retrasados.
- Hemos tenido problemas. – Refunfuñó el viejo general.
- Eso me ha parecido al ver sus efectivos. ¿Bajas? – Se interesó el otro.
- Demasiadas. – Aceptó a regañadientes - Tres VECs destruidos con toda su tripulación, una veintena de soldados muertos o heridos graves…
- ¿Y un tanque?
- Sí. Un tanque averiado. Hemos tenido que dejarlo atrás con un VEC y una docena de hombres protegiéndolo.
- ¿Quién les ha atacado, señor? ¿Quién ha podido inflingirles unos daños tan graves? – La pregunta reflejaba una preocupación sincera, porque no esperaban encontrar ninguna oposición seria, pero el general Cóllar la interpretó como un cuestionamiento de su actuación.
- ¡Tenían armamento pesado! ¡Un fallo en sus planes, en sus previsiones, diría yo! Contamos más de un centenar de hombres, desplegados perfectamente para la batalla. Profesionales, sin duda, pero no sé quienes eran. Si no le estuviera viendo ahora mismo en el aire, habría jurado que eran sus chicos de Operaciones Especiales.
- General, tomaré eso como una chanza. – Contestó él ofendido, pero también amenazante.
- Claro, claro. Maldita sea, he perdido a un montón de buenos hombres aquí abajo.
- Lo lamento, General, cualquier baja es dolorosa para un buen comandante.
- Cierto, cierto. – Y tras unos segundos de silencio, Cóllar preguntó - ¿Sus helicópteros van a aterrizar ya?
- ¿Señor? – Le contestó sin responder realmente a la pregunta, inseguro todavía sobre qué debía hacer
- Puede ser peligroso. Esos hijos de puta pueden estar esperándoles, y sus pájaros son más vulnerables que mis tanques.
- Es cierto, señor.
- Hagamos una cosa: hagan una pasada a ver qué hay allí abajo. Mientras nosotros acabaremos de entrar y tomaremos posiciones. Cuando esté todo tranquilo usted baja y sus chicos acaban de asegurar la zona.

El General Cena sonrió discretamente ante la transparencia del viejo militar, pero evitó hacer ningún comentario al respecto. Al fin y al cabo, tenía parte de razón, y alguien que podía averiar un tanque de sesenta toneladas también podía derribar un puñado de helicópteros por grandes que fueran, o al menos uno de ellos, así que aceptó la propuesta.

Los enormes aparatos sobrevolaron la ciudad a baja altura, causando una inmensa impresión en sus ya bastante asustados habitantes, hasta llegar a la costa, y una vez en el mar trazaron un amplio círculo dando tiempo a los tanques a adentrarse por las calles. Desde arriba, el general no pudo evitar compararlos con alguien que intenta meter un cuerpo demasiado grueso en una ropa demasiado estrecha, y hasta habría dudado de si alcanzarían su objetivo, si no fuera porque aquel detalle, como tantos otros, ya habían sido planificados de antemano.

En la ciudad, la columna blindada avanzaba con terrible lentitud, y aún así era como una manada de elefantes entrando a la carrera en una cristalería. Los ciudadanos se echaban en masa a las ventanas y balcones, pero nadie abría la boca, quizá dudando sobre si debían celebrar o temer la presencia de esos tanques en su querida urbe. Los tanques bordeaban el río Nervión por su orilla izquierda y cogieron la tranquila calle Zamácola, acercándose a la zona más conflictiva. Varias tanquetas ligeras encabezaban la marcha, asegurando el avance, pero no encontraron ningún obstáculo, más allá de algún coche que huía asustado ante la presencia de los impresionantes vehículos militares.

La flotilla del General Cena daba una segunda pasada sobre la ciudad cuando se escucho el leve crujido de la comunicación abierta y de inmediato se escuchó de nuevo la voz del piloto:

- General, tenemos visita.
- ¿Qué?
- A las cuatro en punto, parecen Cougars.
- ¿Cougars?
- Helicópteros, señor.
- ¡Sé lo que es un maldito Cougar, teniente! ¡Lo que no sé es que hacen aquí unos Cougars!

Difíciles de distinguir para alguien menos experimentado que el piloto, cuatro helicópteros de asalto y transporte AS-532AC Cougar se dirigían hacia ellos a gran velocidad, aunque todavía estaban a mucha distancia. A pesar de su considerable tamaño, los Cougar eran más pequeños que los descomunales aparatos de doble aspa en los que ellos viajaban, pero también eran más ágiles y mortíferos. En su momento el General Cena había dudado sobre cuál de los dos modelos usar para su asalto a Bilbao, pero finalmente se había decantado por la vistosidad de los Chinook, que quedarían más impresionantes ante las cámaras. Al parecer, alguien tenía gustos distintos, o quizá se habían tenido que conformar con lo que él había dejado.

- Ponme con el General Cóllar, ¡rápido! – Unos instantes después se escuchaba la voz del militar por los auriculares.
- Llegamos en unos minutos, Cena, no sea impaciente: mis hombres ya se están preparando.
- No estamos solos, General.
- ¿Cómo? ¿Ha visto algo? ¿Enemigos? – Preguntó preocupado desde su todo terreno el General.
- No lo creo, señor, más bien parece que alguien ha querido unirse a la fiesta, aunque no le hayamos invitado.
- ¿De qué me está hablando, Cena, maldita sea?
- Helicópteros. Vienen pitando hacia aquí. Como no acelere llegarán incluso antes que usted.
- ¿Helicópteros? ¿Quién ha mandado más helicópteros? Si acaso harán falta tropas para asegurar todas las posiciones, no helicópteros. ¡Esto es absurdo!
- Quizá no, general, creo que no vienen a ayudar.
- ¿Qué quiere decir?
- ¡Vienen a salir en la foto! Parece que los de Madrid han convencido a alguno de nuestros colegas reticentes, y éste habrá buscado la forma más rápida de llegar a la ciudad para salir en la foto y llevarse parte del mérito.
- Mierda.
- Estoy de acuerdo, General. Será mejor que empecemos ya el espectáculo.
- Ahora mismo me avisan de que tenemos enfrente la plaza Sarategui. Baje ya, Cena, si tengo que compartir esto con alguien, al menos que sea con alguien que ha demostrado su valor desde el principio, no un aprovechado de última hora.
- Nos vemos abajo, General.

9.11.06

Veintisiete

La caravana del General Cóllar alcanzó finalmente el escenario de la reciente batalla entre su avanzadilla y un enemigo incierto. No fue fácil alcanzarla, ya que en los últimos kilómetros habían encontrado una larga caravana de vehículos detenidos a los que hubo apartar de la carretera uno a uno, a veces no sin resistencia. En un momento de tensión, un tanque trató de empujar a un coche que se resistía, pero las orugas cogieron tracción rápidamente y el tanque pasó por encima del automóvil, que por suerte estaba vació. Al menos el incidente sirvió para que los demás conductores se apresuraran a apartarse a un lado de la carretera, dejando el espacio suficiente para las enormes blindados.

Finalmente vieron a la primera tanqueta, que curiosamente estaba vuelta en dirección hacia ellos. No fue difícil reconocerla como la unidad que había mandado el aviso, es decir, la que debería haber escapado del incidente. En lugar de ello, una gruesa columna de humo salía de su parte trasera, oculto desde su posición. La columna se detuvo a medio kilómetro de la tanqueta destruida, y rápidamente el General ordenó una formación de ataque. Tres tanques se situaron en línea, los cañones apuntando al frente pero en diferentes ángulos en forma de abanico, mientras las potentes ametralladoras se movían de un lado a otro en busca de un objetivo al que disparar. Para poder situarse en sus posiciones, uno de los tanques se situó en el centro de la calzada, mientras que los otros apenas mantenían una de sus orugas en el asfalto, la otra en el arcén, dejándolos algo escorados.

Mientras esos tanques avanzaban muy lentamente, seguidos a cierta distancia por el resto de la columna, dos tanquetas más fueran enviadas por delante. Debían inspeccionar los vehículos destruidos en busca de supervivientes, además de hacer un reconocimiento de la zona. El General estaba convencido que aquel había sido un ataque a la desesperada, un intento de frenarlos, o incluso de minar su moral, y estaba caso que habían logrado ambos objetivos. Probablemente el enemigo habría buscado ya refugio lo más lejos posible de ellos, incapaz de intentar algo contra su columna blindada. Y a pesar de todo, los nervios del General seguían tensos como cuerdas de guitarra, e instaba a todos y cada uno de sus hombres a mantenerse alerta. Desde su coche de mando, justo detrás de los tres tanques en línea, no tenían ninguna visión de lo que ocurría delante, así que dependían de la radio para saber cómo iban las cosas.

- Sherpa uno, aquí Mando, ¿qué ocurre? – Preguntó su operador de radio desde el asiento de atrás, adelantándose a la orden del General.
- Tenemos delante el primer VEC. Nos situamos a su lado. Le han dado por detrás, con un lanzagranadas o algo así. Lo han reventado. – Las frases llegaban como si fuera un telegrama, sólo faltaban los típicos STOP entre cada afirmación. El General reconoció y apreció la concisión de la información como algo típicamente castrense. – El soldado Sanjuán va a bajar a hacer el reconocimiento.
- ¿Ven algo ahí fuera? – Volvió a preguntar el operador.
- Negativo. No hay movimiento.
- Manténgase alerta.
- Sanjuán vuelve. No… no hay supervivientes. – Una pausa – Están destrozados. – Otra pausa - ¿Qué hacemos con los cuerpos, señor? – El operador consultó al General con la mirada, y éste le pidió el micro.
- Déjenlos y sigan la inspección, Sherpa uno. Nosotros nos haremos cargo cuando todo esté limpio. Sherpa dos, ¿me escucha?
- Sherpa dos a la escucha, señor.
- Intenten apartar el VEC a un lado para que podamos avanzar. No pierdan el tiempo pero sigan atentos.
- Sí, señor.

Maniobrando lentamente, las dos tanquetas de exploración lograron empujar el vehículo destrozado hasta sacarlo de la carretera. La operación fue algo lenta, porque las ruedas traseras habían quedado muy dañadas por la explosión y se arrastraban sobre el asfalto actuando a modo de enorme freno. Finalmente, con cuidado pensando en los compañeros muertos entre los hierros, dejaron al VEC siniestrado a un lado y volvieron a colocarse en posición. La línea de tanques ya casi les había alcanzado cuando continuaron su avance.

- Vemos los otros dos VEC, están cerca, parece que les dieron a los dos a la vez. Nos acercamos. Sí. El primero pisó una mina: hay un boquete en el suelo y tiene las tripas destrozadas. Al otro lo han descabezado, un lanzagranadas, supongo. Ha sido un buen ataque, señor, si me permite decirlo.
- Nos estaban esperando. – Afirmó en su todoterreno el General, preguntándose si alguien le habría traicionado.
- ¿Supervivientes?
- Sanjuán va a mirarlo, señor.
- Con cuidado.

El soldado Sanjuán saltó del vehículo y, cerrando la puerta, apoyó la espalda contra el acero recalentado de su VEC. A su derecha, el morro metido en la cuneta, el blindado al que le habían reventado la torreta superior descansaba inmóvil. Como una tumba, pensó el soldado, y aferrándose a su fusil de asalto, se acercó a él con una carrera. Aunque en el interior ya no había fuego, todavía humeaba, y al olor a plástico se le sumaba el inconfundible hedor de la carne quemada. Sanjuán se subió al blindado de un salto y se asomó al interior desde su techo abierto. Pocos restos podrán sacar de ahí dentro, volvió a decirse a si mismo. Cerrando los ojos y respirando hondo un par de veces, saltó al suelo y empezó a avanzar lentamente hacia el primer vehículo de asalto, que descansaba casi todo él directamente sobre el asfalto, cuatro de sus seis ruedas desaparecidas. A su espalda, sus compañeros hicieron avanzar también sus VECS, mientras escuchaba como las torretas giraban a un lado y a otro cubriendo sus pasos con sus intimidatorios cañones.

- Parece que no tampoco queda nadie con vida en el segundo VEC, señor. – Y la voz sonaba ahora algo más arrastrada, menos segura, a través de la radio. – Sanjuán avanza hacia el último. Hay algo raro, Sanjuán también lo ha visto: la puerta trasera del VEC está abierta, aunque puede haber sido por la explosión. Está claro que pisó la mina con la parte de atrás. Sanjuán avanza con cuidado.
- Cúbranle. – Dijo el General, aunque la orden era innecesaria.
- Sanjuán está junto al VEC. Ahora mira adentro, rápido, no ve nada raro. Vuelve a mirar. Va a entrar.
- ¿Qué ocurre?
- No lo sé, tarda mucho, señor. ¡Ahí está! ¡Está sacando a alguien! ¡Hay alguien vivo, señor! – Y alejando la boca del micrófono, se pudo escuchar como daba órdenes rápidamente – Baja a ayudarlo, rápido. Pedro, cúbreles bien. Sherpa dos, cúbrenos la espalda, puede ser una trampa. ¡Atención! ¡A la derecha! – De repente la voz se interrumpió y se escuchó el poderoso retronar de la ametralladora del VEC, gritos de fondo y finalmente el silencio.
- Sherpa uno, ¿qué ocurre? ¿Qué coño está pasando? – Finalmente recuperaron la voz al otro lado.
- Un enemigo, señor. Justo al lado del VEC reventado. Estaba oculto en la cuenta y se ha levantado justo cuando Sanjuán y Ped… y el cabo Soler trasladaban hacia aquí al herido.
- ¿Están todos bien?
- Sí señor, Sherpa dos ha sido rápido, señor. Gracias chicos.
- Un hijo puta menos. – Se escuchó que contestaban desde la segunda tanqueta. – Con perdón, señor.
- Sanjuán ha dejado al herido un momento y se acerca a inspeccionar al enemigo. No creo que quede mucho de él con la ráfaga que le hemos metido desde tan cerca. Ya vuelven.

Mientras hablaban, la columna del General Collar había alcanzado a las tanquetas de exploración y se mantenían a una leve distancia de seguridad. Los tres tanques seguían vigilando las inmediaciones, pero la mayoría de ojos estaban fijos en los soldados que entraban en el VEC llevando a cuestas a un compañero herido. Tras cerrar la puerta, los dos vehículos ligeros arrancaron y avanzaron muy lentamente, volviendo a maniobrar para apartar las tanquetas destruidas. El vehículo de mando volvió a recibir comunicación.

- Ehm, señor…
- ¿Qué ocurre? ¿Están bien? ¿Quién es el herido? – Preguntó el General, con la remota esperanza de que su amigo el sargento Rojas se pudiera haber salvado.
- Está malherido, señor, pido permiso para trasladarlo al camión con el equipo de enfermería.
- Claro, llévenlo para allá y vuelvan a su posición.
- Señor…
- ¿Qué ocurre?
- El enemigo al que hemos disparado, señor.
- ¿Quién era ese hijo de puta? ¿Un policía? ¿Un…
- No, señor. Era, ¡oh, mierda! Señor, era de los nuestros.
- ¿Qué?
- Era el sargento, señor.

El General trataba de digerir la noticia cuando ante sus propios ojos el tanque que cubría el flanco izquierdo se sacudió como un flan al pisar una mina oculta en el arcén, y al instante las llamas empezaban a brotar de su interior, causando un humo oscuro y denso. Un instante después escuchó el tableteo de ametralladoras ligeras a su espalda, y pensó en los camiones llenos de tropas, detenidos en medio de la carretera, indefensos.

- ¡Avanzad! ¡Avanzad todos! – Gritó el general. – Los VEC a los flancos, encontrad a esos tiradores y acabad con ellos. ¡Adelante!