9.10.06

Siete

Ana apuraba su segunda cerveza de la noche y los ojos le brillaban por la falta de costumbre y por lo apasionado de la conversación. Álex la miraba embelesado. Ella le sacaba diez años o más, pero cada vez estaba más colado por ella.
- ¿Te lo imaginas? ¡Televisión!
- Entonces, ¿te irás?
- ¿Qué si me iré? De eso nada: ¡Nos iremos! Te lo dije desde el primer momento Álex, tú cazaste la noticia, el mérito es tuyo.
- Pero tú apostaste por ella, y le diste forma: ha sido un trabajo en equipo.
- ¡Precisamente! Por eso nos iremos los dos a Madrid. Conseguiré que te den trabajo, supongo que no será gran cosa al principio, pero…
- Ana, te olvidas de que estoy estudiando. Me faltan un par de años para terminar, yo no puedo dejar Bilbao así como así.
- ¡Chorradas! Como si en Madrid no pudieras acabar la carrera. Además, a mí nunca me han pedido el título en ningún lado. Vale más la experiencia, eso es lo que te abre las puertas, y eso es lo que te ofrezco ahora. ¿Qué pasa, no quieres venir conmigo?
- Contigo me iría yo al infierno. – Le contestó Álex con un guiño.

Desde que le habían presentado la noticia al jefe de informativos que su vida había dado un vuelco. Ana se había convertido en la cara visible del “equipo”, y Álex la ayudaba en todo lo necesario. Acompañaron al equipo de televisión que cubrió la noticia a nivel nacional, dieron entrevistas a compañeros de otros medios, y por supuesto siguieron tirando de la noticia todo lo que pudieron, que no fue mucho.
Sin embargo, lo que más les sorprendía a los dos era que las autoridades parecían no tomarse la noticia en serio. Tampoco lo sabía a ciencia cierta, porque nadie quería hacer declaraciones al respecto. El portavoz de la Ertzaintza les dijo off the record que le había caído la bronca por no saber qué contestar, y que le habían prohibido volver a hablar sobre el tema, así que no les contó si estaban tomando algún tipo de medidas cautelares. Tampoco los políticos estaban por la tarea de hablar del tema, y todos se escudaban en la excusa de que el duelo del Rey era lo único importante.

Lo cierto es que la capilla ardiente se había convertido por sí misma en una noticia: los más altos dignatarios de medio mundo habían pasado por allí a rendir un homenaje póstumo al hombre y al personaje, y tras ellos, miles y miles de ciudadanos anónimos cuyo adiós era probablemente más sentido aún. El príncipe Felipe dio un único discurso de agradecimiento, guardando la condena, si pensaba hacerla, para más adelante. Ante docenas de cámaras no pudo contener unas lágrimas sinceras al recordar a su padre y con ellas se ganó un poco más a los que pronto serían sus súbditos.

Las declaraciones de políticos, intelectuales y famosos de todo tipo se sucedían, pero las palabras de recuerdo y homenaje pronto se diluyeron en la oleada de críticas que el gobierno recibió. Empezaron varios miembros del partido popular, cuestionando la política antiterrorista oficial y siempre de rebote a la figura del presidente del gobierno. Su discurso era tan homogéneo y contundente que de inmediato caló en muchos otros, que lo repetían adaptándolo a sus propias ideas y convicciones. Cuando los informativos dieron la noticia de que un miembro de la banda armada ETA había sido abatido de un disparo en un enfrentamiento con la policía en Palma de Mallorca, el discurso crítico se endureció y apareció una nueva víctima propiciatoria: los nacionalistas. Ya no se trataba únicamente de los terroristas y sus círculos afines, sino todo aquel que de alguna forma pudiera asociarse a ellos.

En situaciones extremas el binomio conmigo o contra mí siempre florece, pero en lugar de ser con el terrorismo o contra él, la hábil maquinaria propagandística del PP consiguió que fuera con España o contra ella. Así, cualquiera que defendiera posturas divergentes con la de Una, Grande y Libre, entró en el punto de mira del rencor popular. Por una vez, lo nacionalistas e independentistas vascos y catalanes prefirieron callar y esperar tiempos mejores, e incluso los medios de comunicación habitualmente más asociados a la izquierda tuvieron que centrar su esfuerzo en deslegitimar las acusaciones al gobierno, dejando a los nacionalismos –a quienes en el fondo tampoco habían querido nunca en exceso- a merced de la ira popular.
- ¿Y qué crees que ocurrirá el sábado? Pero en serio… - Preguntó Álex cambiando de tema.
- No sé, sabes que en toda España se han convocado manifestaciones unitarias, sea lo que sea que eso signifique.
- Bueno, que cada partido llevará sus pancartas, gritará sus consignas y criticará a todos los demás, pero eso es lo más cercano a la unidad que pueden alcanzar, supongo. – Concluyó Álex con sonrisa burlona.
- Pero la de los fachas es por la mañana, y las otras por la tarde, así que no sé.
- ¿Crees que serán muchos?
- ¿Los fachas? Ni idea, pero por pocos que sean, no me gustaría estar muy cerca cuando empiece el jaleo.
- Ya, ni a mí, pero es que no alcanzo a imaginar qué ocurrirá exactamente. Quiero decir, ¿será como las manis abertzales? ¿Quemarán contenedores, volcarán coches y romperán escaparates? ¿O habrá algo más? ¡Ya escuchaste a los skins!
- Sí, ¡mil veces! – Y los dos se rieron. – No sé, lo malo será si les da por ir a por alguien, ¡podría haber un linchamiento!
- Hombre, supongo que los vigilarán, ¿no? Los ertzaintzas o quien sea.
- Ya, ¿pero cómo paras tú a esa gente? ¿Con pelotas de goma? Ya te digo, yo por si acaso no voy a cubrir esa noticia. Prefiero verlo desde casita.
- ¿Me invitas? – Disparó Álex rápidamente.
- ¿A qué?
- A tu casa, a ver las noticias el sábado.
- Oye, ¿tú cada día le echas más morro, no?

Al día siguiente, viernes, se celebró el funeral del Rey Juan Carlos I de España. Casi dos millones de personas asistieron al desfile de la cabalgata fúnebre. Veintidós jefes de estado y cincuenta y tres altos dignatarios de más de sesenta países distintos. Veinticinco mil policías y soldados, tanques y aviones de combate vigilando cada rincón y cada instante. España entera pegada a los televisores siguiendo el acontecimiento. Fue un adiós sentido, sincero, y cuando el último acto de la ceremonia acabó el dolor se convirtió en rabia. La gente apenas podía esperar al sábado para gritar su furia, paradójicamente bajo consignas de paz. Aquella noche los altos cargos del partido popular quemaron sus últimos cartuchos para inclinar la balanza de su parte y asegurarse de que las manifestaciones fueran el preludio de un golpe de estado democrático como el que, según su opinión, había perpetrado el PSOE tras el fatídico 11-M. Era el momento de devolverles la pelota, y no pensaban fallar.

Con toda la movida, Álex llevaba casi una semana sin ir a clase. El viernes por la noche se acercó a casa de Goiko, uno de los pocos compañeros de clase que tomaba apuntes y los prestaba sin protestar demasiado y cogió todo lo que pudo y algo más. A cambio le prometió su puesto en la Ser si al final se iba a Madrid, lo cual no tenía todavía nada claro, aunque supusiera perder a Ana de vista, probablemente para siempre.

Goiki vivía a siete manzanas de su bloque de apartamentos y la noche era agradable, así que Álex decidió volver dando un paseo: dejaría todos los apuntes en casa y después cogería un metro hacia el centro para encontrarse con los amigos. Llevaba un par de manzanas abstraído en sus cosas cuando una voz familiar le hizo detenerse como si un chorro de nitrógeno líquido le hubiera congelado los pies.
- Nos has hecho famosos, ¿eh? – Le soltó el skinhead que había entrevistado en la universidad. No estaba sólo, pero tampoco estaba con los cuatro rapados de la última vez. En su lugar Álex pudo contar a una docena de tipos de diferente aspecto, muchos de ellos rapados, que se esperaban unos pasos más allá. Sintió que le temblaban las piernas.
- Bueno, usé lo que tú me contaste, pensé que incluso te ayudaría, ¿no?
- Es cierto, es cierto, hiciste un buen trabajo. Al principio me echaron la bronca, pero después parece que acerté. – Y el tipo se rió unos segundos antes de soltar un ruidoso escupitajo en la acera. – Pero tienes que hacer algo más por mí, ahora que somos socios en esto. – Definitivamente, Álex se puso a temblar de cuerpo entero, y agradeció que la penumbra disimulara algo de su pánico.
- Claro, lo que sea. – Mientras, miraba a los acompañantes de su “socio”. Todos llevaban botas de tipo militar, e incluso algunos vestían ropa de camuflaje. Un par de ellos bromeaban con unos bates de béisbol, mientras otro se ejercitaba con un árbol dando unas hábiles patadas de karate.
- Quiero que mañana vengas con nosotros. Te traes una cámara y lo filmas todo. Puedes hacer eso, ¿no?
- ¿Qué? ¡No! Quiero decir, ojalá, pero yo soy de la radio, no tengo cámara, sólo mi grabadora… ¡que por cierto se me ha escoñado! ¡Tengo que comprar una nueva!
- ¿Te estás quedando conmigo, o qué? – Le preguntó el skin acercándose a él como había hecho el día en que le entrevistó cuando le agarró el micrófono, sólo que esta vez le cogió del cuello de la camisa y le empujó contra la pared. Tras ellos, el grupo se quedó en un silencio tenso, como la jauría de perros a punto de recibir su comida. Álex se quedó callado, diciendo que no con la cabeza. – Mira, no te lo estoy preguntando. Mañana te quiero ver en la calle Elkano a las once y media, con tu cámara y tus cosas. Solo. Ni se te ocurra acercarte al punto de reunión porque como esos vean mañana a un periodista se lo comen con patatas fritas. – Dijo señalando al grupo, que se había relajado, decepcionado, al ver que no ocurría nada.
- ¿Pero entonces para qué me quieres a mí? ¿Y si les da por comerme sin patatas ni nada?
- No te preocupes, irás conmigo, y todos sabrán que estás ahí porque nosotros te hemos llamado.
- Pero no lo entiendo, ¿para qué?
- No queremos periodistas que filmen lo que les dé la gana y después lo cuenten todo a su modo. Tú grabarás lo que yo te diga, nada de directos, y después se lo enseñarás a España, como hiciste la otra vez. Coño, no sé de qué te quejas, ¡será la exclusiva de tu vida! – Álex intentó sonreír pero sólo logró hacer una mueca bastante ridícula. Pero el skin no le miraba. A él tampoco le gustaba la idea de hacer de niñera de aquel aprendiz de periodista, pero había sido su castigo por irse de la lengua, y ahora tendría que tragar con las órdenes recibidas. En ningún momento se le habría ocurrido desobedecerlas, ni que fuera por los nuevos amigos que le acompañaban y que tenían la misión de protegerles al día siguiente del resto de la manada, así como de asegurarse de que él y el periodista cumplían con su parte. El vigilante vigilado.

Después del inesperado encuentro, Álex esperó a que el grupo desapareciera tras la esquina para apoyarse en la pared y deslizarse lentamente hasta quedar sentado en el suelo. Todavía temblaba. Sacó su teléfono móvil y llamó a Ana.
- ¿Dormías?
- No soy tan vieja, chaval. Estoy tomando unos pinchos con unas amigas.
- ¿Y qué llevas puesto? – Bromeó Álex sin saber de dónde le salían las ganas.
- Idiota. Oye, qué pasa, tienes la voz rara.
- No te lo vas a creer, Ana, no te lo vas a creer.