4.10.06

Uno

¿Rendirse? No, él nunca se rendiría. Lo había dejado claro. Demasiada sangre derramada, demasiado sufrimiento. Toda una vida entregada a la causa, y ahora no iba a rendirse. ¡Negociación! ¡Y encima lo llamaban negociación!

Joseba había empezado como todos, en las calles, y más o menos había pasado por todas las pruebas no escritas que llevan a un joven euskaldún a ser miembro destacado de ETA. Empezó muy joven, de la mano de su hermano mayor Karlitos, y quizá por eso con tan sólo treinta y pocos años era ya un peso pesado dentro de la organización. Incluso una vez habían intentado darle un cargo, una posición en la Mesa, pero Joseba, el Escorpión, era un hombre de acción más que de mesas.

Sin decir nada, miró al resto de su komando directamente a los ojos, uno a uno, leyendo en sus almas su misma determinación, su misma fuerza. Entonces cerró los ojos durante unos segundos, como si rezara, y todos se unieron a él en ese instante, hasta que al grito de “vamos” se levantaron de un salto y salieron a la calle con una misión que cumplir. El komando del Escorpión era el más preciso de la banda terrorista. Trece misiones y ni un solo fallo. Empezaron como todos, extorsiones, algún petardo gordo, pero el estilo perfeccionista del Escorpión pronto le valió la encomendación de mayores responsabilidades. Incluso empezaron a llamarle el Americano, porque actuaba como los espías de las películas, con meticulosidad y planificación. Él mismo exigió que dejaran de llamarle así y escogió Escorpión como nombre de guerra, rompiendo una tradición, otra más.

La ejecución del concejal del PP Sebastián Aguirrezcorta fue una obra maestra, y dejó a tres guardaespaldas y un coche de la guardia civil con los pantalones bajados y cara de tontos. Un único balazo disparado desde más de doscientos metros, la especialidad del Escorpión, había demostrado a esos traidores que ningún enemigo de Euskadi estaría jamás seguro. Y sin embargo, en la Dirección no gustó aquella ejecución. Aseguraban que ETA no mata de lejos, que da la cara y otras tonterías parecidas, pero nadie se atrevió a decírselo al Escorpión. Y sin embargo, aquella fue su última misión. Cambió el gobierno, llegaron los socialistas, y aunque nadie hablaba claro todos tenían la sensación de que con ellos llegaba una oportunidad, la oportunidad de la paz. Algo así nunca es sencillo de afrontar, de tratar, ni siquiera de imaginar, pero muchos dentro de la organización, sobre todo en las bases, creían que la negociación era posible.

Cuando uno a uno se preguntó a todos los komandos su opinión, la mayoría dijo que no. O lo que es lo mismo, planteó unas condiciones, unas exigencias tan duras, que convertían un posible acuerdo en algo imposible. Pero algo se movía dentro de la banda, y ningún komando recibió instrucciones para nuevas misiones de gran calado. Seguían “recaudando” fondos, de vez en cuando se colocaba algún petardo, pero nada serio. El Escorpión se ponía nervioso, y no era el único. Un par de komandos tomaron la iniciativa y actuaron sin órdenes, quizá para demostrar su disconformidad, quizá porque a esas alturas no sabían hacer otra cosa, pero la Dirección tomó represalias y nadie más se atrevió a desobedecer. Nadie, excepto el Escorpión.

Aitana se despidió de los demás con una sonrisa fugaz y se dirigió a su coche, un precioso deportivo cien por cien legal con el que se había dejado ver últimamente por el puerto. El pelo teñido de rubio la favorecía, y después de casi dos meses de exploración de la zona, hasta su piel se había bronceado y realmente parecía una niña de papá buscando amarre para el yate de la familia. El Bruto y Tono cogieron un autobús al puerto, vestidos de turistas, con sendas cámaras equipadas con potentes zooms y móviles de usar y tirar en los bolsillos. Finalmente el Escorpión, el único miembro armado en esta misión, se subió a su furgoneta, robada y con placas nuevas, y colocó su fusil de precisión debidamente desmontado en una gran caja de herramientas, disimulándolo entre llaves y tuercas. En el lateral de la furgoneta habían enganchado unas letras de plástico que decían “Sa mar perfecta, reparacions navals”, con un par de teléfonos inventados y una dirección de las afueras.

Tono se bajó del autobús dos paradas antes de llegar al puerto y acabó el trayecto paseando, como había estado haciendo los últimos días. Se conocía cada calle, cada bar, cada cabina de teléfonos, y por supuesto conocía su puesto de vigilancia. Desde aquella terracita veía perfectamente la entrada del puerto deportivo y podía avisar a los demás de cualquier movimiento. El camarero le saludó, reconociéndolo en su tercera visita:

- ¿Le ha gustado mucho nuestro café o más bien son las vistas?- Dijo el camarero con una sonrisa servicial.
- Ambos, supongo. Pero sobre todo las vistas. ¿Sabe? yo vengo del interior, y no hay nada que me guste más que una marina. ¡Y más si es la marina de Palma de Mallorca.
- Ah, creo que no es usted sincero conmigo. – Protestó el camarero con un guiño. Tono le miró sorprendido, disimulando su preocupación.
- ¿Qué quiere decir?
- Vamos, vamos, no se preocupe, no es usted el primer turista que se sienta aquí esperando cazar a algún famoso con su cámara. Si me dieran un euro por cada uno, ¡montaba mi propio bar!

Tono rió la ocurrencia y confesó que sí, que le habían dicho que su actriz favorita solía pasarse por allí, y le encantaría poder hacerle una foto de recuerdo. El camarero le dijo que si se enteraba de algo le avisaría, y Tono le sonrió, agradecido. Después sacó su tabaco, legal en aquella terraza, y su teléfono móvil, que dejó sobre la mesa, y cogiendo la cámara con las dos manos dio un primer repaso a la entrada del puerto, familiarizándose con los coches aparcados, los vigilantes, los edificios.

Mientras, el Bruto había dejado el autobús justo al inicio del paseo marítimo. Era un hombre de pocas palabras, aunque el hecho de haber aprendido unas cuantas más en corso tras una estancia en un campo de entrenamiento en Libia le daban la oportunidad de hacerse pasar por un auténtico guiri, y escapar así de situaciones potencialmente incómodas. Además, le encantaba despreciar su pasaporte francés y afirmar con orgullo que él era corso, no francés, ante cualquiera que preguntara. Se compró un helado en un chiringuito, a pesar de que la primavera no era todavía muy calurosa, y caminó tranquilamente por el paseo en dirección al puerto. Había un banco de madera blanca proverbialmente situado en una posición estratégica, desde la cual podía vigilar una entrada secundaria del puerto que a veces la gente importante usaba para acceder sin ser visto, y aunque su objetivo no solía rehuir a sus admiradores, el Escorpión siempre cubría todas las opciones. Cuando llegó al banco en cuestión, el Bruto descubrió frustrado que una parejita de enamorados lo había escogido para su sesión de arrumacos matutinos. Sin dudarlo un instante, el Bruto se frotó los ojos con fuerza hasta enrojecerlos, se despeinó el pelo de un manotazo y se acercó al banco con cierta oscilación, como si fuera incapaz de caminar o mantenerse recto. Cuando llegó al banco se apoyó en un extremo del respaldo, sin sentarse, mirando fijamente hacia la playa. La mano que sostenía su cucurucho apenas podía mantenerse erguida, y una y otra vez se inclinaba peligrosamente hacía abajo, con riesgo de perder la bola de helado de un momento a otro. Los dos jovenzuelos miraron al turista borracho con una mezcla de pena y desprecio, y volvieron a lo suyo, dándole la espalda. Entonces el Bruto recurrió a su arma secreta: se concentró unos pocos segundos, tensó los músculos bajo su ligeramente abultada tripa y se tiró un largo y sonoro pedo. Justo en ese momento su brazo pareció ser vencido por la fuerza de la gravedad y el helado cayó con un plaf sobre el banco, salpicando la pierna del pobre chico. Éste se levantó de un brinco:

- ¡Eh, cuidado! Me cago en…

El Bruto musitó unas palabras en corso que nadie habría podido entender e hizo el gesto de querer ayudar a limpiar la pierna del muchacho, pero al inclinarse tropezó y apenas pudo recuperar el equilibrio sujetándose en el brazo de la chica, que soltó un gritito asustado. En un instante los dos enamorados desparecían paseo abajo, malhumorados, en busca de un lugar más tranquilo para sus besos y palabras de amor. El Bruto se sentó en el extremo limpio del banco y se comió la galleta del helado de un solo bocado, se limpió las manos con un kleenex y mandó un SMS al número del Escorpión: “En posición”.

Aitana había llegado un rato antes y había pasado el control de entrada sin problema. La semana anterior había paseado por todas las instalaciones con el director del puerto en persona, y todos sabían ya que la rubia de San Sebastián estaba buscando un amarre para pasar el verano en el yate de su padre, recién comprado en Holanda. En aquella misión, el Escorpión había dejado claro que no hacía falta pasar desapercibido, ya que cuando terminaran nadie les echaría de menos. “Mucho revuelo para echarte de menos, incluso a una chica tan guapa como tú”, dijo.

Aitana dio un par de vueltas con su cochecito rojo descapotado y después lo aparcó, continuando su paseo a pié. Caminaba distraídamente, curioseando entre los barcos y preguntando de vez en cuando a algún marinero o charlando con algún propietario sobre las ventajas y desventajas del puerto. Por supuesto todos contaban maravillas, aunque para los más discretos, el exceso de famoseo se convertía a veces en una molestia.

Cuando el Escorpión llegó a la entrada secundaria, la vigilada por el Bruto, un vigilante aburrido le detuvo con un gesto.

- On vas?- Le preguntó en mallorquín. El Escorpión sabía que en realidad no había ningún control de las entradas, tan sólo la instrucción de no dejar pasar a periodistas ni a curiosos, y aún eso era apenas cumplido por el personal de vigilancia, mal pagado y peor motivado.
- A un pijito, que se le ha estropeado el motor del ancla y no puede sacar a sus amigos a tomar el sol. Y ala, ¡todos a correr1
- No et queixis, que al menys a tu t’ho paguen, això.
- ¿Que me lo pagan? Y una mierda, hombre, si acaso se lo pagan al jefe, y a mí ni una puta cerveza me dan, los muy…
- Anda, venga, pasa, no hagas esperar más a los amos del mundo. – Le dijo el guarda con una sonrisa cargada de mala leche.

Aitana había localizado para él un pequeño barco que ocupaba una posición perfecta en un ángulo de noventa grados, a unos doscientos cincuenta metros del inmenso velero de su objetivo. Sus dueños eran unos alemanes que no llegaban hasta junio, así que no nadie le molestaría. Y si alguien preguntaba, él estaba haciendo unas comprobaciones rutinarias de mantenimiento. El Escorpión había estado allí dos días antes y había localizado la posición perfecta: dentro de la cabina había una cama doble que ocupaba toda la proa del velero, y unos pequeños ojos de buey a cada lado podían abrirse hacia dentro con discreción. Allí, estirado sobre la cama, podría apuntar cuidadosamente, en lo que iba a ser el tiro más complejo de su vida. Ya no se trataba sólo de la distancia o de la fuerte brisa marinera que solía soplar en el puerto de Palma, sino que cada vez que un barco pasaba levantaba un oleaje que balanceaba notablemente su propia embarcación, imposibilitando en ese momento un disparo preciso. La distancia no asustaba al Escorpión, y el viento estaba controlado gracias a las múltiples banderas e indicadores que le rodeaban, pero los movimientos del agua eran algo imprevisible, y podían fastidiar el momento preciso del disparo, arruinando la misión. El Escorpión se encomendó a la suerte y empezó a montar su rifle, con sumo cuidado de no tocar la mira telescópica, alineada perfectamente la tarde anterior en un campo en las afueras de la ciudad. Después se colocó en posición y finalmente dejó el teléfono móvil a su lado, dispuesto a esperar el mensaje que le avisaría de la llegada de su objetivo.

Una hora y media más tarde el día se había despejado y el sol recalentaba el interior de la cabina del pequeño velero, haciéndole sudar bajo el mono azul. Había visto a Aitana pasar por delante de la nave de su objetivo y charlar unos minutos con uno de los marineros. Con un gesto imperceptible para cualquier otro le había confirmado la inminente llegada de la víctima y, efectivamente, poco después recibía el esperado mensaje de Tono: “Entrando”. Sabía que después de eso habría avisado al Bruto y ambos se habrían dirigido a una de las entradas del puerto, para esperar a ser recogidos cuando acabara el espectáculo. Un instante después Aitana volvía a aparecer en la zona, con su teléfono todavía en la mano, y empezaba a charlar con el propietario de un barco cercano.

Entonces llegó la comitiva: tres mercedes negros idénticos seguidos de un todo terreno de la guardia civil. Del primer coche bajaron tres guardaespaldas vestidos de traje, nerviosos, atentos, probablemente no eran los escoltas habituales sino unos contratados para la ocasión, quizá incluso por el puerto o las autoridades locales. Del segundo coche bajaron dos escoltas vestidos de sport, con sus armas eficientemente ocultas bajo las sudaderas. Cada uno llevaba un macuto al hombro y su atención se centró de inmediato en el tercer coche, del que bajó Él. Le acompañaba otro escolta de esport y dos hombres más, de mediana edad y aspecto atlético, quizá amigos o miembros de la tripulación. Del todo terreno bajaron un par de picoletos de uniforme, decididamente más dispuestos a disfrutar del momento que cualquier otra cosa. En el interior del caluroso velero, el Escorpión sujetó con firmeza el fusil, le quitó el seguro e inició los ejercicios de respiración que le permitirían aumentar la precisión del disparo. Justo en ese momento un enorme yate empezó a recorrer la calle a velocidad lenta, haciendo bailar a su paso a todos los barcos amarrados. En su posición, el Escorpión no se dio cuenta de nada.

El blanco se detuvo a charlar con un joven marinero local mientras sus acompañantes descargaban el maletero y un par de los escoltas en ropa deportiva entraban en el velero y confirmaban que todo estuviera en regla. Aitana se despidió del hombre con el que estaba hablando y miró al grupo de recién llegados con convincente expresión de curiosidad. Entonces empezó a caminar hacia ellos.

El Escorpión centró el punto de mira en la cabeza de su víctima. La brisa casi se había detenido, y por un instante se preguntó si debía disparar ya. Pero no, ése no era el momento, no era lo planificado. Alguien podía cruzarse en el último instante, el objetivo podía hacer un gesto, girarse, agacharse, y todo habría acabado. Le observó hablando con el marinero, despidiéndose con un saludo cordial. Se concentró en su frente alta y despejada, surcada de arrugas curtidas por el sol y el viento, observó la nariz y los profundos surcos que bajaban hasta los labios finos y la mandíbula poderosa. Entonces el hombre se giró y se encaminó a la pasarela que le permitiría subir a su barco, seguido de cerca por el segundo guardaespaldas vestido de sport. El Escorpión inhaló una gran cantidad de aire y aguantó la respiración con suavidad mientras apuntaba. Justo en ese momento, Aitana llegaba al barco y gritaba:

- ¡Majestad! ¿Puedo hacerle una foto?

Mientras Don Juan Carlos I se detenía justo en mitad de la pasarela de embarque y su escolta se apartaba un poco para que la simpática rubia le pudiera hacer una foto, el velero del Escorpión empezó a balancearse al paso del yate y éste perdió al objetivo de su punto de mira. Con el movimiento perdió la concentración y dejó escapar el aire con un silbido y una maldición. El velero todavía bailaba cuando volvió a concentrarse y apuntó de nuevo, conteniendo la respiración. Aitana ya había echo su foto y su objetivo estaba a punto de escapar.

- Majestad, por favor, ¿podría hacerme una con usted? ¡Mi madre no se lo va a creer! – Gritó con su mejor sonrisa de rubia tonta, dispuesta a ganar tiempo como fuera.

Antes de que pudiera poner un pie sobre la pasarela, todo acabó. O todo empezó. La cabeza del monarca español estalló ante los ojos de todos y el cuerpo se desplomó cayendo sin vida al mar. Todos gritaron, Aitana gritó, y los dos escoltas saltaron al agua dispuestos a salvar lo salvable. Los picoletos sacaron sus pistolas y se refugiaron tras su todo terreno, mientras el resto de guardaespaldas desenfundaban sus propias automáticas y buscaban desesperados el origen del disparo. Salía gente de todas partes, curiosos, histéricos, morbosos. Un mecánico vestido de azul se acercaba a la carrera, un par de marineros saltaban al agua a ayudar a los escoltas.

En menos de diez minutos de caos y descontrol llegaron los refuerzos, docenas de coches de policía, cientos de periodistas, algunas ambulancias. Se echó a los curiosos a empujones, a la rubia, a los marineros, al mecánico, todos fueron enviados a sus casas tras tomar nota de sus datos personales. Se prohibió hacer declaraciones a la prensa, se prohibió hablar con nadie de lo sucedido hasta que fueran interrogados. La policía empezó a registrar el puerto deportivo mientras los primeros controles se instalaban en todas las salidas de la isla. El Rey estaba muerto. ¡Alguien había matado al Rey!