Nueve
Un puñado de periodistas, en su mayoría fotógrafos y cámaras, se escondían detrás de los policías en un intento de protegerse de los objetos que salían despedidos desde el anonimato de la manifestación. Las imágenes eran jugosas, llenas de banderas anticonstitucionales, rostros congestionados por la ira y consignas en contra del gobierno y los terroristas, pero todos habían sido aleccionados por sus jefes sobre el riesgo de aquella jornada y recordaban la orden prioritaria de salir pitando si la cosa se ponía negra. Los más avispados habían conseguido puestos seguros en balcones y azoteas, por lo que seguían los acontecimientos con más tranquilidad. Una pobre reportera de la agencia EFE había intentado entrevistar a un manifestante de mediana edad y había tenido que salir huyendo tras recibir un sonoro bofetón y todo tipo de insultos y amenazas de aquella peligrosa jauría.
Álex había llegado al lugar de la cita con la máxima puntualidad posible, ni antes ni después, para evitarse problemas, y aún así llevaba escondida en una bolsa la pequeña cámara que los enviados de CNN + le habían prestado para la ocasión. Ana e incluso su propio jefe en la Ser le habían prohibido participar en aquella locura, pero una llamada desde la Central había acabado por convencerlos a todos, a base de una sabia combinación de amenazas y promesas y una proclama a la profesionalidad. Antes de salir de las oficinas de la Ser, que por cierto se habían cerrado de forma cautelar, con media docena de agentes de seguridad dentro, Ana le había dado un teléfono móvil de la oficina.
- Este móvil tiene un sistema de localización, nada muy sofisticado, lo usamos para controlar las unidades móviles. Llévalo en el bolsillo. Si hay problemas marcas el uno y recibiré la llamada, te localizaré y mandaremos a la policía volando, ¿vale? – Su cara mostraba preocupación, aunque Álex seguía sin estar seguro de si era una preocupación de tipo maternal o había alguna esperanza a la que aferrarse.
- No sabes que hacer para tenerme controladito y cerca, ¿eh? – Preguntó forzando una sonrisa pícara que disimulara su propio miedo.
- Mira, tú vuelve enterito, y quizá te enseñe lo que bueno que es tenerme cerca de verdad. – Álex abrió los ojos y Ana no pudo reprimir una risa abierta, rompiendo la tensión del momento. Sin embargo, el chico se cogió a esas palabras y cuando salió a la calle pensó que ya tenía un motivo más para desear salir indemne de todo aquello.
Cuando llegó al punto de encuentro sus “amigos” ya le estaban esperando. El skin que le había convocado, Martín, estaba sentado sobre un coche, pateando el lateral de forma distraída. Sus escoltas charlaban animadamente a un par de metros de distancia, y sus sonoras carcajadas delataban el nerviosismo que les dominaba a todos. Álex saludó con un gesto de la mano a su contacto, casi como si pidiera permiso para acercarse. Martín bajó del coche de un salto y extendiendo el brazo le indicó con la punta de los dedos que se acercara.
- ¿Y el equipo? – Le preguntó.
- Aquí, en la mochila, ¿lo saco ya? – Martín echó un vistazo a la sofisticada cámara del periodista.
- ¿Eso es todo? ¿Ésa es la mierda que traes?
- No te fíes del tamaño, con esto puedo filmar hasta tres horas, y si me das una conexión a Internet te envío una copia a donde tú digas.
- ¿Conexión a Internet? Tú eres gilipollas – Y diciéndole esto le arreó una colleja que casi lo tumba al suelo. – Venga vamos.
Álex no se atrevió a preguntar a dónde se dirigían. En la cercana plaza de Federico Moyúa se escuchaba cada vez más fuerte el estruendo de los manifestantes, pero ellos se alejaban tranquilamente de aquel lugar. Sus “escoltas” se situaron delante y detrás de ambos, y de vez en cuando saludaban a algún grupo de rezagados que corrían en dirección contraria. Tras caminar apenas un par de manzanas, se encontraron con media docena de hombres de aspecto rudo y vestimenta paramilitar. Martín se adelantó y habló con uno de ellos, mientras Álex fingía estar ocupado examinando su cámara. Le habían dado un cursillo acelerado antes de salir, y él era bastante mañoso con los aparatos, pero aún así no se sentía del todo seguro con aquella cámara. El que parecía jefe de los paramilitares le echó un vistazo con la expresión cargada de desprecio, después consultó su reloj, le dijo algo a Martín y volvió con los suyos.
- Tenemos que esperar. – Fue lo único que éste le dijo al periodista.
A las doce llegó hasta su posición el griterío de la plaza Federico Moyúa, pero sólo Álex pareció prestarle atención. Se comió las preguntas que le asaltaban y metió una mano en el bolsillo, jugueteando con el móvil que le había dado Ana.
- Supongo que ya me dirás lo que tengo que hacer, ¿no? – Le preguntó a Martín.
- Tú mantén el cacharrito apagado hasta que yo te avise, ¿vale?
- Vale.
Pasaron más de media hora en aquella esquina, la mayoría fumando un cigarrillo tras otro. En un momento dado una furgoneta cargada de Ertzaintzas pasó por su lado a toda velocidad, y el grupo pareció contraerse sobre sí mismo, tratando de ocultarse. Sin embargo la policía vasca se dirigía a toda prisa a reforzar las fuerzas que vigilaban la manifestación y ni siquiera se dieron cuenta de su presencia. Al parecer, eso era exactamente lo que los organizadores de aquel sarao esperaban. El jefe de los paramilitares volvió a consultar su reloj, arrojó la colilla al suelo e hizo un gesto a sus compañeros con la cabeza. Fue como si una descarga eléctrica los hubiera atravesado a todos.
- Recordad, – advirtió Martín a su grupo – nosotros no intervenimos.
Sus escoltas le miraron sin poder disimular el desdén que sentían por aquel tipejo, pero asintieron con las cabezas y volvieron a sus posiciones, rodeándole a él y al periodista.
- ¿Intervenir? ¿En qué?
- Ten preparada la cámara, y cuando veas que ésos entran en acción – y señaló a los paramilitares con la cabeza – fílmalo todo. ¿Entiendes? Si te pierdes algo mis amigos te patearán hasta las entrañas.
El grupo avanzó rápidamente. Caminaban por el centro de la calle Henao, obligando a los escasos coches a detenerse y dejarles pasar. A nadie se le ocurría tocar el claxon o quejarse. Álex mantenía el paso cámara en mano, preguntándose cuál sería el destino de aquellos fanáticos. Los paramilitares realmente tenían un aspecto temible, y se movían con precisión, como si fueran un comando del ejército, entrenados para ello. Avanzaron doscientos metros más, giraron la esquina de la calle Heros y llegaron a Ercilla. Allí se detuvieron el tiempo justo para preparar su propio equipo. Dos de los paramilitares sacaron unas gruesas barras de madera de una gran bolsa de deporte que cargaban encima y las empuñaron a modo de bate, otro dos cogieron un par de botellas rellenas de gasolina listas para hacer estallar, mientras el jefe de grupo y un sexto hombre permanecían aparentemente desarmados pero se situaban en cabeza del peligroso grupo. Álex y los suyos se mantenían detrás a una prudencial distancia.
Sin más dilaciones, todos ellos cruzaron la calle Ercilla y se dirigieron a paso ligero al número trece de esa calle.
- ¡La sede de los socialistas! – Exclamó Álex al adivinar finalmente el objetivo de aquel comando.
- Ve preparando la cámara, capullo.- Le escupió Martín, que parecía estar disfrutando mucho de todo aquello.
Las puertas acristaladas del portal no necesitaron un segundo golpe con la barra de madera para estallar en mil pedazos. El bateador metió una mano enguantada entre los cristales que apuntaban hacia dentro como dientes y abrió la puerta de par en par, dejando pasar a todos los demás. Álex y Martín les siguieron de cerca, la cámara grabando desde el primer momento, pero sus escoltas se quedaron atrás, vigilando en la calle.
Subieron a toda prisa las escaleras hasta llegar a la primera planta, donde estaban las oficinas del Partido Socialista de Euskadi. La puerta estaba cerrada y debidamente blindada, pero el tipo que iba al lado del líder se acercó y la estudió por unos instantes, después sonrió y sacando una palanca de la bolsa se la dio a uno de sus compañeros y le señaló el punto exacto donde empezar a trabajar.
- ¿Podrá abrirla? – Le preguntó el jefe.
- Está blindada, no acorazada, sólo hay que saber dónde meter la palanca.
Efectivamente, en unos pocos minutos la puerta cedió y quedó abierta, dejando paso libre al peligroso comando. Álex no perdía detalle de lo que ocurría con su cámara, aunque imaginaba que lo peor estaba por llegar. Nada más entrar se encontraron de cara con un tipo uniformado de gris, con gorra, porra y hasta una pistola colgando del cinturón. Sin embargo ni siquiera pareció reaccionar cuando dos de los asaltantes se abalanzaron hacia él y le desarmaron completamente. El resto del comando, incluido Álex, entró detrás y juntos empujaron al guarda de seguridad al interior de las oficinas.
El grupo se dividió y recorrió las oficinas rápidamente. Cada vez que uno de ellos se encontraba con alguien gritaba el número de personas para que los demás los oyeran, y acto seguido los sacaban de la habitación a empujones, reuniéndoles a todos en el pequeño recibidor. Tan sólo había media docena de personas, a parte del asustado guarda, al que sus desprotegidos clientes miraban con reproche. Uno de ellos sacó fuerzas de flaqueza y se enfrentó a los asaltantes:
- ¿Se puede saber qué está ocurriendo aquí? ¿Quiénes sois vosotros y…
De un solo bofetón el feje del comando lanzó al pobre hombre contra una mesilla cargada de folletos y material de propaganda, volcándola y cayendo estrepitosamente por el otro lado. Se escucharon gritos ahogados y una mujer de avanzada edad empezó a sollozar.
- Héroe, levántate y vuelve aquí. Y los demás, calladitos y a escuchar: vais a bajar todos a la calle, tranquilitos y sin molestar, y si os portáis bien todos volveréis enteros a casa. ¿Entendido? – Y diciendo esto se apartó a un lado dejando paso libre a través de la puerta forzada.
Temerosos, nadie se atrevió a moverse hasta que a una señal del líder uno de los asaltantes empezó a chillarle y dar empujones, obligándolos a abandonar el edificio. Álex seguía grabando, sacando primeros planos de los rostros llorosos, de los empujones, de la puerta destrozada. De repente escuchó un estallido seguido de un fuerte rugido y se giró justo a tiempo de ver a uno de aquellos energúmenos encendiendo un segundo cocktail molotov y lanzándolo al interior de una de las habitaciones de la sede política.
- ¡Vámonos! – Ordenó de nuevo el jefe, y tras sacar unas últimas imágenes en las que las llamas empezaban a devorar los carteles electorales colgados de las paredes, Álex guardó su cámara y salió corriendo del edificio condenado.
Álex había llegado al lugar de la cita con la máxima puntualidad posible, ni antes ni después, para evitarse problemas, y aún así llevaba escondida en una bolsa la pequeña cámara que los enviados de CNN + le habían prestado para la ocasión. Ana e incluso su propio jefe en la Ser le habían prohibido participar en aquella locura, pero una llamada desde la Central había acabado por convencerlos a todos, a base de una sabia combinación de amenazas y promesas y una proclama a la profesionalidad. Antes de salir de las oficinas de la Ser, que por cierto se habían cerrado de forma cautelar, con media docena de agentes de seguridad dentro, Ana le había dado un teléfono móvil de la oficina.
- Este móvil tiene un sistema de localización, nada muy sofisticado, lo usamos para controlar las unidades móviles. Llévalo en el bolsillo. Si hay problemas marcas el uno y recibiré la llamada, te localizaré y mandaremos a la policía volando, ¿vale? – Su cara mostraba preocupación, aunque Álex seguía sin estar seguro de si era una preocupación de tipo maternal o había alguna esperanza a la que aferrarse.
- No sabes que hacer para tenerme controladito y cerca, ¿eh? – Preguntó forzando una sonrisa pícara que disimulara su propio miedo.
- Mira, tú vuelve enterito, y quizá te enseñe lo que bueno que es tenerme cerca de verdad. – Álex abrió los ojos y Ana no pudo reprimir una risa abierta, rompiendo la tensión del momento. Sin embargo, el chico se cogió a esas palabras y cuando salió a la calle pensó que ya tenía un motivo más para desear salir indemne de todo aquello.
Cuando llegó al punto de encuentro sus “amigos” ya le estaban esperando. El skin que le había convocado, Martín, estaba sentado sobre un coche, pateando el lateral de forma distraída. Sus escoltas charlaban animadamente a un par de metros de distancia, y sus sonoras carcajadas delataban el nerviosismo que les dominaba a todos. Álex saludó con un gesto de la mano a su contacto, casi como si pidiera permiso para acercarse. Martín bajó del coche de un salto y extendiendo el brazo le indicó con la punta de los dedos que se acercara.
- ¿Y el equipo? – Le preguntó.
- Aquí, en la mochila, ¿lo saco ya? – Martín echó un vistazo a la sofisticada cámara del periodista.
- ¿Eso es todo? ¿Ésa es la mierda que traes?
- No te fíes del tamaño, con esto puedo filmar hasta tres horas, y si me das una conexión a Internet te envío una copia a donde tú digas.
- ¿Conexión a Internet? Tú eres gilipollas – Y diciéndole esto le arreó una colleja que casi lo tumba al suelo. – Venga vamos.
Álex no se atrevió a preguntar a dónde se dirigían. En la cercana plaza de Federico Moyúa se escuchaba cada vez más fuerte el estruendo de los manifestantes, pero ellos se alejaban tranquilamente de aquel lugar. Sus “escoltas” se situaron delante y detrás de ambos, y de vez en cuando saludaban a algún grupo de rezagados que corrían en dirección contraria. Tras caminar apenas un par de manzanas, se encontraron con media docena de hombres de aspecto rudo y vestimenta paramilitar. Martín se adelantó y habló con uno de ellos, mientras Álex fingía estar ocupado examinando su cámara. Le habían dado un cursillo acelerado antes de salir, y él era bastante mañoso con los aparatos, pero aún así no se sentía del todo seguro con aquella cámara. El que parecía jefe de los paramilitares le echó un vistazo con la expresión cargada de desprecio, después consultó su reloj, le dijo algo a Martín y volvió con los suyos.
- Tenemos que esperar. – Fue lo único que éste le dijo al periodista.
A las doce llegó hasta su posición el griterío de la plaza Federico Moyúa, pero sólo Álex pareció prestarle atención. Se comió las preguntas que le asaltaban y metió una mano en el bolsillo, jugueteando con el móvil que le había dado Ana.
- Supongo que ya me dirás lo que tengo que hacer, ¿no? – Le preguntó a Martín.
- Tú mantén el cacharrito apagado hasta que yo te avise, ¿vale?
- Vale.
Pasaron más de media hora en aquella esquina, la mayoría fumando un cigarrillo tras otro. En un momento dado una furgoneta cargada de Ertzaintzas pasó por su lado a toda velocidad, y el grupo pareció contraerse sobre sí mismo, tratando de ocultarse. Sin embargo la policía vasca se dirigía a toda prisa a reforzar las fuerzas que vigilaban la manifestación y ni siquiera se dieron cuenta de su presencia. Al parecer, eso era exactamente lo que los organizadores de aquel sarao esperaban. El jefe de los paramilitares volvió a consultar su reloj, arrojó la colilla al suelo e hizo un gesto a sus compañeros con la cabeza. Fue como si una descarga eléctrica los hubiera atravesado a todos.
- Recordad, – advirtió Martín a su grupo – nosotros no intervenimos.
Sus escoltas le miraron sin poder disimular el desdén que sentían por aquel tipejo, pero asintieron con las cabezas y volvieron a sus posiciones, rodeándole a él y al periodista.
- ¿Intervenir? ¿En qué?
- Ten preparada la cámara, y cuando veas que ésos entran en acción – y señaló a los paramilitares con la cabeza – fílmalo todo. ¿Entiendes? Si te pierdes algo mis amigos te patearán hasta las entrañas.
El grupo avanzó rápidamente. Caminaban por el centro de la calle Henao, obligando a los escasos coches a detenerse y dejarles pasar. A nadie se le ocurría tocar el claxon o quejarse. Álex mantenía el paso cámara en mano, preguntándose cuál sería el destino de aquellos fanáticos. Los paramilitares realmente tenían un aspecto temible, y se movían con precisión, como si fueran un comando del ejército, entrenados para ello. Avanzaron doscientos metros más, giraron la esquina de la calle Heros y llegaron a Ercilla. Allí se detuvieron el tiempo justo para preparar su propio equipo. Dos de los paramilitares sacaron unas gruesas barras de madera de una gran bolsa de deporte que cargaban encima y las empuñaron a modo de bate, otro dos cogieron un par de botellas rellenas de gasolina listas para hacer estallar, mientras el jefe de grupo y un sexto hombre permanecían aparentemente desarmados pero se situaban en cabeza del peligroso grupo. Álex y los suyos se mantenían detrás a una prudencial distancia.
Sin más dilaciones, todos ellos cruzaron la calle Ercilla y se dirigieron a paso ligero al número trece de esa calle.
- ¡La sede de los socialistas! – Exclamó Álex al adivinar finalmente el objetivo de aquel comando.
- Ve preparando la cámara, capullo.- Le escupió Martín, que parecía estar disfrutando mucho de todo aquello.
Las puertas acristaladas del portal no necesitaron un segundo golpe con la barra de madera para estallar en mil pedazos. El bateador metió una mano enguantada entre los cristales que apuntaban hacia dentro como dientes y abrió la puerta de par en par, dejando pasar a todos los demás. Álex y Martín les siguieron de cerca, la cámara grabando desde el primer momento, pero sus escoltas se quedaron atrás, vigilando en la calle.
Subieron a toda prisa las escaleras hasta llegar a la primera planta, donde estaban las oficinas del Partido Socialista de Euskadi. La puerta estaba cerrada y debidamente blindada, pero el tipo que iba al lado del líder se acercó y la estudió por unos instantes, después sonrió y sacando una palanca de la bolsa se la dio a uno de sus compañeros y le señaló el punto exacto donde empezar a trabajar.
- ¿Podrá abrirla? – Le preguntó el jefe.
- Está blindada, no acorazada, sólo hay que saber dónde meter la palanca.
Efectivamente, en unos pocos minutos la puerta cedió y quedó abierta, dejando paso libre al peligroso comando. Álex no perdía detalle de lo que ocurría con su cámara, aunque imaginaba que lo peor estaba por llegar. Nada más entrar se encontraron de cara con un tipo uniformado de gris, con gorra, porra y hasta una pistola colgando del cinturón. Sin embargo ni siquiera pareció reaccionar cuando dos de los asaltantes se abalanzaron hacia él y le desarmaron completamente. El resto del comando, incluido Álex, entró detrás y juntos empujaron al guarda de seguridad al interior de las oficinas.
El grupo se dividió y recorrió las oficinas rápidamente. Cada vez que uno de ellos se encontraba con alguien gritaba el número de personas para que los demás los oyeran, y acto seguido los sacaban de la habitación a empujones, reuniéndoles a todos en el pequeño recibidor. Tan sólo había media docena de personas, a parte del asustado guarda, al que sus desprotegidos clientes miraban con reproche. Uno de ellos sacó fuerzas de flaqueza y se enfrentó a los asaltantes:
- ¿Se puede saber qué está ocurriendo aquí? ¿Quiénes sois vosotros y…
De un solo bofetón el feje del comando lanzó al pobre hombre contra una mesilla cargada de folletos y material de propaganda, volcándola y cayendo estrepitosamente por el otro lado. Se escucharon gritos ahogados y una mujer de avanzada edad empezó a sollozar.
- Héroe, levántate y vuelve aquí. Y los demás, calladitos y a escuchar: vais a bajar todos a la calle, tranquilitos y sin molestar, y si os portáis bien todos volveréis enteros a casa. ¿Entendido? – Y diciendo esto se apartó a un lado dejando paso libre a través de la puerta forzada.
Temerosos, nadie se atrevió a moverse hasta que a una señal del líder uno de los asaltantes empezó a chillarle y dar empujones, obligándolos a abandonar el edificio. Álex seguía grabando, sacando primeros planos de los rostros llorosos, de los empujones, de la puerta destrozada. De repente escuchó un estallido seguido de un fuerte rugido y se giró justo a tiempo de ver a uno de aquellos energúmenos encendiendo un segundo cocktail molotov y lanzándolo al interior de una de las habitaciones de la sede política.
- ¡Vámonos! – Ordenó de nuevo el jefe, y tras sacar unas últimas imágenes en las que las llamas empezaban a devorar los carteles electorales colgados de las paredes, Álex guardó su cámara y salió corriendo del edificio condenado.
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