22.10.06

Dieciséis

Cuatro hombres avanzaban lentamente por las calles de Bilbao. Lo peor había pasado, ya nadie les tiraba cosas desde las alturas, ni les insultaban y amenazaban, pero todo aquello les había marcado, en más de un sentido. Se trataba de dos hombres de mediana edad, policías nacionales vestidos de paisano que habían recorrido algunos cientos de kilómetros para acudir a esa cita, acompañados de otros dos mucho más jóvenes, uno de ellos todavía un muchacho: sus propios hijos.

Cuando les propusieron ocuparse de alguna de las misiones de asalto en la capital vasca aceptaron a cambio de poder llevar a sus hijos para que aprendieran, pero por esa misma razón también exigieron que fuera una de las misiones de menor riesgo. Así que les habían enviado a universidad de Deusto, con instrucciones de pasar desapercibidos, y una vez allí asaltar los despachos de unos profesores en concreto con el objetivo de arrasarlos. Y si por casualidad encontraban a esos profesores, tampoco pasaba nada si se les asustaba un poco. Pero las cosas no habían ido bien del todo. La facultad de derecho era más grande de lo que ellos imaginaban, y también más compleja, así que se habían perdido antes de encontrar los despachos. Tuvieron que preguntar, y así lograron encontrar su primer objetivo, vacío. Forzaron la puerta con facilidad y destrozaron el local, pero fueron descubiertos por una pareja de estudiantes, que intentaron dar la alarma. Tratando de evitarlo los persiguieron por algunos pasillos hasta que se encontraron de sopetón entrando en la biblioteca de la Universidad. Fuera de control por la propia excitación, el chaval más joven empujó una de las estanterías repletas de libros hasta hacerla caer, estallando en carcajadas ante el espectáculo. Su compañero, al ver que sus progenitores asentían sonrientes, fue un poco más lejos: sacando un zipo del bolsillo de su tejano, le prendió fuego a las páginas de un voluminoso tomo enciclopédico y lo arrojó al montón, rodeando otra estantería y empujándola en dirección contraria, por lo que su contenido se volcó encima del libro ardiendo, facilitando que las llamas se extendieran.

Sin embargo, antes de que el desastre se extendiera los sistemas antiincendio se dispararon y los aspersores del techo empezaron a lanzar una espuma capaz de extinguir el fuego sin estropear excesivamente los valiosos libros. Frustrados, los cuatro asaltantes tumbaron unas cuantas estanterías más, destrozaron media docena de ordenadores y finalmente salieron a la carrera cuando una muchedumbre empezaba a agolparse delante de las puertas de la biblioteca violentada. Temiendo enfrentarse a aquellos estudiantes con expresiones llenas de rabia, uno de los policías sacó su pistola reglamentaria y sujetándola con mano firme apuntó al techo, sin que fuera necesario disparar: el pánico fue inmediato y todos los estudiantes corrieron a refugiarse donde pudieron, dejándoles paso libre.

Abandonaron el edificio sin más contratiempo, pero justo cuando ponían un pie en la calle alguien les arrojó un libro todavía ardiendo desde la ventana de un aula. El tomo cayó unos pasos a su derecha, pero al girarse instintivamente para ver de dónde había salido, otros libros, papeleras y todo tipo de objetos empezaron a ser lanzados en su dirección. Y así siguió durante casi una hora, como si su fama les precediera allí por donde fueran. Al principio corrían, pero los gritos resonaban siempre tras ellos, ya que un grupo de estudiantes, siempre a una prudente distancia, no paraban de abuchearlos, gritando lo que habían hecho para que todo el mundo se enterara. Además, al pasar por delante de una tienda de electrodomésticos los asaltantes vieron en los televisores expuestos imágenes de otros puntos de la ciudad también en llamas o destrozados, e sintieron como si todo Bilbao supiera que ellos formaban parte de ello.

Finalmente lograron despistar a sus perseguidores, y con ellos también disminuyeron hasta desaparecer los gritos y los lanzamientos. Descansaron jadeantes bajo un porche, contemplándose los unos a los otros. Todos ellos tenían marcas y heridas provocadas por los golpes recibidos en su huida. Uno de los policías de paisano había estado tentado de usar su arma, pero su compañero le había refrenado con una mirada. Tenían instrucciones. Todavía les quedaba al menos una hora de camino hasta poder llegar a la manifestación, pero se encontraban agotados, y lejos de sentir el orgullo y satisfacción que habían imaginado antes de empezar el día, se sentían furiosos y frustrados.

- Deberíamos separarnos. – Dijo uno de los mayores. – No mucho, pero vosotros dos podríais empezar a andar y nosotros os seguiríamos a los cinco minutos.
- No es mala idea, pasaríamos más desapercibidos que los cuatro juntos.
- Sí, tengo la sensación de que toda la jodida ciudad me espía desde las ventanas.- Añadió el hijo del primero, mirando la fachada de enfrente, aunque en ese momento no parecía haber nadie en las ventanas.
- De acuerdo entonces. Nos vamos Óscar. Vosotros nos seguís en nos minutos, intentad no perdernos de vista, por si acaso.

Y diciendo esto la primera pareja empezó a andar, con paso ligero pero sin correr, como si fuera uno de tantos bilbaínos que aquel día se escabullían por las calles tratando de evitar la violencia que parecía haberse desatado sin control por toda la ciudad. Cuando giraron a primera esquina, sus dos compañeros empezaron a su vez a caminar, inconscientes que oculto tras un coche, a menos de cincuenta metros a su espalda, alguien les observaba y hacía una llamada de teléfono.

Siguieron avanzando separados durante quince minutos. De forma intermitente se veían unos a otros, hasta que una esquina, un coche o cualquier otra cosa se interponía entre ellos. El plan parecía haber funcionado porque incluso un coche de la ertzaintza que había pasado a su lado no les prestó más atención que una mirada rápida a la que ellos nos respondieron.

Los dos de atrás habían empezado a charlar en voz baja sobre lo que había ocurrido hasta entonces. El padre cojeaba ligeramente por un accidente sufrido años antes, y su hijo se sujetaba una mano, que le latía de dolor después de haber recibido el impacto de una pila lanzada desde a saber donde, pero a parte de eso los dos parecían completamente normales. Sus dos amigos acababan de girar una esquina cuando una pareja de novios salió de un portal frente a ellos, casi chocando por lo repentino de su aparición. Tras unas disculpas murmuradas, los asaltantes rodearon a la pareja para seguir su marcha, pero en cuanto les dieron la espalda escucharon una orden queda y de repente el mayor de ellos sintió que la cabeza le estallaba al recibir un golpe contundente que le arrojaba de bruces al suelo, aunque sin llegar a dejarle inconsciente. Sintió como la sangre empezaba a brotar, empapándole el pelo y resbalando lentamente por su cráneo. Mientras, su hijo había recibido una certera patada detrás de la rodilla que le descoyuntó la pierna, haciéndole caer de costado mientras se sujetaba con ambas manos la parte lastimada y aullaba de dolor. El primero intentó levantarse y llevarse la mano a la pistolera que llevaba sujeta en el sobaco cuando una patada en la espalda le tumbó de nuevo en el suelo, golpeándose la cara y quedando su mano atrapada bajo su cuerpo.

- Registradles. – Ordenó una voz a su espalda, y rápidamente unas manos pasaron a sujetarlo mientras otras palpaban su cuerpo hasta encontrar su arma y arrancarla de su funda.
- Joder, éste lleva una pipa. – Exclamó otro.
- Éste nada. – Añadió un tercero.

De repente un frenazo resonó cerca de ellos y pudo escuchar el ruido de puertas abriéndose y pisadas. Abrió los ojos cuando alguien le cogió con fuerza del pelo, justo donde había recibido el fuerte golpe, y le obligaba a levantarse entre oleadas de dolor y mareo. Pudo ver que a su hijo no le trataban mucho mejor, pero cualquier intento de resistencia murió al ver a un tipo de poco más que la edad de su propio hijo apuntándolo a ambos con su arma.

- Antes de que lo preguntes, sé cómo funciona. – Le dijo aquel hombre con fuerte acento vasco mientras le atravesaba con ojos oscuros y brillantes. – Vamos, al coche.

Primero entró él, sentándose tras el conductor, que echaba furtivas miradas hacia atrás a través del retrovisor. Era otro niño, y parecía terriblemente nervioso, como la mayoría de aquella pandilla. ¿Quiénes serían? A su lado cayó más que se sentó su hijo, que le miró con miedo en los ojos, pero aguantando el tipo. La pierna herida le dolía horrores, pero se mordería la lengua antes que volver a quejarse delante de aquellos terroristas. Tras ellos, sentándose en la tercera hilera del espacioso monovolumen, se sentó el que les había quitado el arma y parecía dirigir a aquel grupo, apuntándoles todavía a la cabeza. La chica con la que casi habían chocado cuando salía del portal estaba a punto de entrar en último lugar cuando un disparo resonó en toda la calle, dejándolos a todos mudos por un momento. La chica se empotró en el coche como si le hubieran dado un empujón, cayendo encima del muchacho con la pierna herida, quien no pudo evitar un respingo al ver la terrible herida en la espalda de la chica. Un segundo disparo reventó una de las ventanillas y todos, secuestradores y secuestrados, se encogieron instintivamente sobre sí mismos.

- Joder, ¡son los otros! ¡Vámonos! ¡Vámonos!

El conductor apretó el acelerador como si le fuera la vida en ello, sin dejar siquiera que los dos compañeros que habían quedado fuera cerraran la puerta. Con una sonrisa cruel, el hijo del policía empujó el cuerpo de la chica, que cayó rodando al asfalto cuando el coche aceleraba con un chirriar de ruedas.

- ¡Cabrón! – Aulló el de atrás, dándole un rabioso golpe con la culata de la pistola en la cabeza que lo dejó inconsciente al instante.