20.10.06

Quince

- ¿Lo has entendido?
- Sí señor, pero no sé si me gusta el plan.
- ¿Y a quién coño le importa lo que a ti te guste? ¡Tú cumples órdenes! – Después, suavizando el tono y soltando un suspiro, Adolfo añadió desde su lado del teléfono – Igual que yo, igual que yo. Escucha, hemos llegado hasta aquí y no podemos detenernos ahora. Tú misión es de la máxima importancia, tiene que salir bien.
- Está bien, cumpliremos.
- Perfecto, perfecto. ¿Todavía tenéis al periodista?
- Ehm, no, lo dejamos con su guardián hace media hora, a estas alturas… - Dijo el líder del doble grupo de asalto, que todavía cargaba con su cada vez más rígido cadáver, mientras que el herido ya empezaba a valerse por sí mismo.
- ¿Le habéis hecho algo?
- No creo, sólo le dije que se asegurara de que no contaba nada hasta mañana.
- Mierda. Cambio de planes. Lo necesitamos ahí.
- Pero eso es…
- ¿No lo entiendes? Necesitamos un testigo, imágenes, y además tienen que salir en la tele rápido. Para que todo el país se entere.
- De acuerdo. Ahora mismo me ocupo de ello.

Colgando el teléfono, el líder del grupo echó un vistazo a sus hombres y se pasó una mano por el cortísimo pelo. Confiaba en su propio equipo, él mismo o había reclutado entre su unidad del ejército, y eran todos de confianza, pero los otros eran civiles, aficionados, y en sus rostros se hacía patente la tensión a que se hallaban sometidos. Se tomó unos instantes para pensar y finalmente dio instrucciones.

Cuatro de los aficionados se encargaría de volver a localizar al periodista y al skin y llevarlos al punto de encuentro, en la plaza Tres Pilares. En ese mismo momento podían ver la cabeza de la manifestación a unos pocos centenares de metros de donde ellos estaban, aunque entre ambos había una infranqueable barrera formada por varias furgonetas de la policía vasca, dos tanquetas de agua y no menos de un centenar de antidisturbios. Por suerte la atención de todos esos efectivos estaba centrada en la belicosa manifestación, y no en su grupo, escondido en la entrada de una entidad bancaria.

Mientras llegaba el periodista, dos de sus hombres explorarían el terreno en busca del mejor punto de asalto, un lugar desde el que pudieran acercarse lo suficiente sin ser vistos y hubiera un acceso fácil a la manifestación. Empezarían mirando los accesos desde el sur, los contrarios a su posición actual, ya que parecía que allí la concentración de policías era menor. Los otros cinco miembros de su grupo se ocuparían de abrir paso cuando llegara el momento, cargando desde detrás de las barreras policiales y pillándoles por sorpresa. Los dos skins grandullones cargarían con el muerto y el herido, mientras el tipo nervioso de la porra cerraría el grupo cubriéndoles por detrás. Le habían quitado el arma, no sin que protestara enérgicamente, para evitar que hiciera más daño.

Finalmente a él le correspondería la parte más arriesgada: él sería el francotirador.

Los cuatro que tenían que encontrar al periodista salieron corriendo, aunque con la máxima discreción posible y pegados a la pared de los edificios, en la dirección en que se habían separado de la pareja. Mientras corrían, uno de ellos llamaba al skin para preguntarle dónde estaban y darle instrucciones de encontrarse con ellos. Tras siete tonos de llamada sin respuesta, volvió a marcar.

- ¿Sí? – Contestó Martín jadeando ostensiblemente.
- Martín, soy Germán.
- ¿Germán?
- ¡El Pitbull! – Le gritó el otro, sabiendo que muchos sólo le conocían por su apodo. - ¿Dónde estáis?

Martín necesitó unos segundos para contestar. En aquel preciso momento había perdido de vista al maldito periodista, que entraba a la carrera en la estación de tren, un centenar de metros por delante de él. Hablar por el teléfono le estaba frenando, y Martín estaba demasiado cabreado para eso.

- ¿Qué pasa? ¿Por qué me llamas? Ahora no puedo…
- ¡Escucha maricón! – Le cortó el otro – Trae otra el periodista para acá, el jefe le necesita. ¡Ahora!
- Vale – Martín titubeó de nuevo, tropezando con una señora que parecía buscar un taxi frente a las puertas de la estación. - ¿Dónde tengo que llevarlo?
- Oye ¿qué está pasando? Te oigo correr… Joder, ¿se te ha escapado?
-
- Mierda, ¿dónde está? ¡Vamos para allá!
- ¡Estación de Abando! – Gritó Martín, colgando el teléfono y apretando el paso para pillar al periodista, que en ese mismo momento resbalaba por el suelo de mármol de la estación, camino de las escaleras.

Los cuatro perseguidores arrancaron a correr a toda prisa camino de la estación, temiendo llegar demasiado tarde y sufrir las consecuencias de aquella fuga. El bocazas de Martín se llevaría la peor parte, pero seguro que ellos tampoco se librarían. El ruido de sus botas a la carrera resonaba por toda la calle, mezclándose con las cercanas sirenas que seguían acudiendo al encuentro de la manifestación.

Mientras dentro de la estación la persecución parecía poder prolongarse eternamente. El periodista parecía dar vueltas sin una dirección fija, corriendo de una planta a otra a toda prisa, saltando por las escaleras, gritando pidiendo paso, mientras el skin le seguía a la carrera, incapaz de acortar las distancias entre ambos. Finalmente el chico logró su propósito: llamar la atención de una pareja de guardas de seguridad atraídos por los gritos y protestas de las personas arrolladas en la carrera.

- ¡Eh tú! ¡Alto! – Gritó uno de ellos asomándose a una barandilla y viendo como Álex corría entre unos plafones informativos situados en el centro de la planta central de la estación. Delante suyo, la enorme vidriera de la estación parecía observarlos indiferente. Antes de salir en su persecución vio que alguien se le había adelantado: un skinhead perseguía al primer chaval, y con una sonrisa imaginó que aquello tendría que ver con la manifestación que se estaba produciendo allí cerca en esos mismos momentos. Le habría gustado ir, pero jamás se habría atrevido a correr el riesgo de ser reconocido en una concentración de ese tipo: las consecuencias podrían ser graves en una ciudad llena de separatistas y cabrones. Le dijo a su compañero que avisara por radio y observando la trayectoria del chaval a la fuga se dirigió él mismo a unas escaleras con la esperanza de cortarle el paso. No se encontraba en la mejor forma física, por lo que su carrera era pesada, sujetando con ambas manos el cinturón cargado con la porra, la radio y los demás pertrechos de su oficio. Para su desgracia, no le dejaban llevar pistola.

Esperanzado al ver que los guardias de seguridad le habían visto y agotado por la carrera, Álex redujo el ritmo, buscando el camino más corto para llegar a la seguridad de sus nuevos aliados. Todavía aferraba la bolsa con la cámara con todas sus fuerzas, pero le dolía la rodilla que se había golpeado con el resbalón, y sentía como le ardían los pulmones por el esfuerzo realizado. De un salto empezó a subir un nuevo tramo de escaleras, escuchando el ruido de las botas de su perseguidor cada vez más cerca, entonces alzó la cabeza y vio al agente de seguridad, que se detenía en el rellano de arriba y sacaba la porra de su funda. Ahora verás, skin de mierda, pensó para sus adentros, pero justo en el momento en que llegaba junto al agente y se detenía apoyando las manos en las caderas e inclinándose, respirando con dificultad, sintió un terrible golpe en su cabeza y se desplomó sin sentido sobre el suelo. Tras él, el skin empezaba a subir las escaleras y contemplaba atónito el golpe del segurata y la caída del periodista.

- Tú, ven aquí.- Le gritó el de seguridad al ver que se detenía en medio de las escaleras, jadeando, dubitativo. Viendo que no le convencía, le preguntó – ¿Para qué perseguías a éste?
- Me… me ha robado una cámara. – Improvisó Martín.
- Ya, claro. – Algunas personas empezaban a acercarse para ver qué había ocurrido, y eso era lo que menos les interesaba a ninguno de los dos. – Vamos, ayúdame a llevar a este a mi oficina, allí te… te devolveré tu cámara, ¿de acuerdo?

Entre los dos levantaron al pobre periodista, que empezaba a recobrar el conocimiento pero sentía la vista nublado y unas terribles nauseas. La gente se apartaba para dejarlos pasar, murmurando y señalando, pero sin atreverse a hacer nada. El segundo guardia de seguridad se acercó a ellos, pero su compañero le alejó con la mano, indicándole que podía ocuparse solo del asunto.

- He llamado a la policía, pero parece que están un poco liados con lo de la manifestación, tardarán en enviar a alguien.
- Mejor, mejor. – Le contestó el otro.

Estaban ya a punto de entrar en la oficina cuando se escucharon unos gritos en la planta de acceso a la estación. Todos se dieron la vuelta y vieron como un grupo de skins sudorosos y con cara de pocos amigos empezaban a bajar las escaleras, buscando con la mirada en todas las direcciones. Uno de ellos les señaló con el dedo y todos salieron corriendo en su dirección.

- ¿Amigos tuyos? – Le preguntó el guardia a Martín, con una sonrisa nerviosa.
- Eso espero – Sólo atinó a contestar el otro, mientras entraban en la pequeña oficina de seguridad de la estación arrastrando al periodista.

19.10.06

Catorce

En ese mismo momento, más de tres millones cuatrocientas mil llamadas se cruzaban en España, pero sólo unos cientos tenían que ver con lo que estaba ocurriendo en Bilbao, y aún de esas, sólo unas pocas eran realmente importantes.

Adolfo Martín se había quedado solo en las oficinas de Madrid, pegado al teléfono. Los demás habían ido todos a Bilbao, eran sus ojos y sus orejas, pero más importante aún, eran los encargados de transmitir las instrucciones a media que éstas se iban recibiendo. Mientras, Adolfo hacía las veces de estratega y coordinador, aunque en el fondo no era más que mando intermedio, un eslabón en aquella larga y poderosa cadena que trataba de tirar del país. Cuando el teléfono sonó de nuevo, Martín lo cogió al tercer timbre, como le habían instruido a hacer. Cogerlo antes o después hacía que el llamante colgara inmediatamente y volviera a llamar. Un segundo error al descolgar significaría que había problemas y la llamada no era segura.

- Adolfo. – Dijo con su habitual saludo.
- Estamos cerca, Adolfo, estamos cerca.
- ¿Señor? – Preguntó solícito Adolfo reconociendo la voz del que sabía era el cabecilla en la sombra de toda aquella operación.
- Tenemos a dos brigadas del ejército esperando el momento de salir para Bilbao. En dos horas se plantan allí. Y cuando lo hagan, los demás los seguirán.
- ¿Entonces tenemos el apoyo del ejército, señor? – Ésa era la parte del plan que menos convencía a Adolfo, ya que sus propios contactos en los cuarteles le habían dejado claro que la cosa ya no era como en los ochenta, y que la mayoría de mandos eran demócratas convencidos.
- Tenemos el apoyo de las personas clave, muchacho, y eso es lo importante. Toca la tecla adecuada y la pianola sonará, como si empujaras una hilera de fichas de dominó.
- Entiendo, señor. ¿Y cuándo actuarán nuestras brigadas, a qué esperan?
- Ése es el problema. De hecho es tú problema: el ejército no saldrá a la calle hasta que no tenga un motivo, un casus belli, podríamos decir.
- No entiendo…
- Tenemos que seguir provocando a los del gobierno vasco hasta que lancen a sus perros contra nuestra gente. Tenemos que provocar una reacción desmedida, exagerada, algo que escandalice a España y que dé un motivo a nuestras tropas para saltar y tomar el control de la situación. ¿Entiendes?
- Creo que entiendo la idea, señor, pero qué tipo de provocación está imaginando… ¿y qué tipo de reacción espera?
- Usa tu imaginación, muchacho, pero tenemos hombres valientes sobre el terreno, úsalos. Adolfo, necesitamos sangre. Un sacrificio.

Lejos de allí, en las oficinas centrales de la ertzaintza, el director de la policía autónoma vasca recibía una nueva llamada del consejero de interior.

- Dime, ¿los tenemos ya?
- Javier, tengo a todas las unidades intentando controlar a esa maldita manifestación. ¿No ves la tele? Están machacando a mis hombres con todo lo que encuentran, y tú me tienes con las manos atadas. ¡Y encima quieres que divida a mis fuerzas para encontrar a esos cabronazos!
- ¡Es prioritario! Si dejamos que crean que pueden venir a Euskadi a matar impunemente, eso es lo que harán: ¡volverán! Quiero que cojas a los de la matanza del casco viejo, ¡cógelos!
- Están armados…
- ¡Claro que están armados! ¡Se han cargado a tres personas a balazos!
- Entiéndeme: quiero decir que si los cogemos, probablemente se defenderán. Habrá tiros, habrá heridos, quizá muertos.
- No, no podemos permitirnos más muertos, si alguno de esos asesinos cayera seguro que habría quien lo interpretara como una venganza por nuestra parte.
- ¡Exacto! ¿Pero entonces qué hago? Tengo a siete hombres con quemaduras graves porque no tienen más que escudos para defenderse de dos o tres mil locos cabrones, y ahora quieres que mande patrullas a atrapar a unos asesinos, pero con la condición de que no les hagan pupita si se resisten a balazos. ¿Qué tenemos, un cuerpo de policía o una guardería?
- Tranquilo, tranquilo, yo te entiendo. Pero tienes que entenderme tú a mí. Estamos en una situación muy delicada, nos están empujando contra las cuerdas y tenemos que salir de ésta con cuidado, sin cagarla.
- Entonces yo no soy tu hombre.
- ¡Claro que lo eres! ¡No confiaría en nadie más para esto! Encuentra a esos asesinos y entrégamelos, y yo los llevaré ante los tribunales…
- ¿Ante los tribunales o ante las cámaras?
- ¡Ante los dos! Quizá sea la ocasión perfecta para que los españoles entiendan que los vascos no somos los malos de la película, que somos una víctima más del fanatismo y el odio político…
- Vale, vale, Sabino Arana, guarda los discursos para otro.
- Perdona. Tráemelos, ¿de acuerdo?
- Haré lo que pueda, haré lo que pueda. ¿Y la mani?
- Manda a las tanquetas de agua, lo que sea: hay que contenerlos, que no avancen más.
- ¿Hasta cuándo?
- Como mucho hasta que empiecen las manifestaciones por lo del Rey. Es lo que nos han dicho en Madrid, sin decirlo claramente, claro. Ellos no piensan jugársela hasta que no le tomen el pulso a la calle.
- Mierda de políticos, sólo piensan en salvar su culo.
- Gracias.
- Perdona, Javier, no iba por ti, ya lo sabes.
- Claro, claro.

En un chalet de las afueras de Donosti, cinco teléfonos móviles descansaban momentáneamente sobre la mesa. Un hombre de edad indefinida entres los cuarenta y los cincuenta se frotaba los ojos, cansado. Otro hombre entró en la habitación, dejó una taza de café sobre la mesa y echó un vistazo al mapa de Euskadi que colgaba de una pizarra móvil. En los alrededores de Bilbao había varias chinchetas rojas señalando las ubicaciones de los diferentes comandos que habían tomado posiciones esperando nuevas instrucciones. Dentro de la propia ciudad, numerosas agujas de cabeza redonda señalaban los puntos donde grupos de voluntarios se había reunido y estaban preparando, en ese mismo momento, material para la kale borroka. Uno de los móviles empezó a vibrar sin sonido, y el hombre de ojos cansados lo cogió rápidamente.

- Te paso con el grupo de la zona universitaria, están muy nerviosos, tienen algo. – Le avisó uno de los chicos de comunicaciones. Todas las llamadas entrantes pasaban varios filtros y redireccionamientos antes de llegar a él. Era lento, pero seguro.
- Hola, ¿me oís?
- Te escucho, qué ocurre.
- Tenemos a un grupo de esos cabrones. Probablemente sean los que han asaltado la biblioteca de la universidad. Sólo son cuatro, pero avanzan despacio, parece que se esconden.
- ¿Qué significa que los tenéis?
- Ehm, no, que los tenemos controlados. Uno de los nuestros les sigue de lejos, le tengo al teléfono, contándome por dónde van. La gente no para de tirarles cosas desde las ventanas, ¡es la ostia!
- Vale, tranquilo. ¿Cuántos sois vosotros?
- Conmigo están siete, más Karlitos, el que los sigue, y hay dos más en la universidad, han ido a echar un vistazo.
- ¿Tenéis armas? – Un silencio siguió a la pregunta, pero finalmente respondieron.
- Sólo lo habitual, tirachinas, cócteles, nada serio. Pero, pero tampoco sabríamos usar algo más, creo. – Dijo inseguro. Su voz sonaba joven. Su interlocutor revolvió unos papeles y miro su ficha. Veinte años, cuatro militando, experiencia en kale borroka pero nada más. No estaba preparado para dar el salto, decía su ficha.
- Tenéis un coche grande, o una furgo, ¿algo?
- Ehm, mi padre tiene un monovolumen, ¿para qué?
- Escucha bien, porque esto es importante. Vais a cogerlos, al menos a un par de ellos, y los llevaréis a donde te voy a decir.
- ¿Qué? Pero nosotros…
- ¡Escucha! – Y entonces bajó el tono de voz intentando reflejar toda la gravedad de la situación – Se acabaron los juegos. Están atacando nuestra tierra, nuestras calles, a nuestra gente. Están intentando borrarnos, acabar con nuestra lucha, y ahora necesitamos que cada vasco dé lo mejor de sí mismo. Las amas de casa les están tirado sus platos desde las ventanas, y a vosotros os toca actuar como guerrilleros. La cuestión es, ¿tenéis los cojones necesarios?

17.10.06

Trece

El grupo de Álex estaba dando un gran rodeo, siguiendo la orilla de la Ría de Bilbao, con la idea de llegar a la plaza Sarategui a la vez que la manifestación. Todos los grupos de asalto debían converger allí, fusionarse con la manifestación y desaparecer. Avanzaban sin prisas pero sin pausas, pero algo no iba del todo bien. Al principio la poca gente con la que se cruzaban desaparecía de su vista inmediatamente, asustados, pero cuando llevaban unos quince minutos caminando el clima se empezó a enrarecer. Se escuchaban sirenas en todas las direcciones, y varias columnas de humo se elevaban desde distintos puntos de la ciudad. Al parecer los planes habían funcionado bien. La sorpresa llegó cuando desde un balcón alguien les increpó con un par de sonoros insultos. Al rato, avanzaban bajo una lluvia intermitente de gritos, escupitajos y objetos de todo tipo. Tenían que guarecerse en los portales, y caminar pegados a las paredes para evitar que macetas, monedas e incluso libros les golpearan al ser arrojados desde las alturas.

Álex corría con su mochila cubriéndole la cabeza mientras intentaba recoger todo aquello con su cámara. Estaba muy sorprendido con aquella reacción tan vehemente por parte de los ciudadanos, y se preguntaba si habría sucedido algo más de lo que no ellos no se habían enterado. El estruendo de la manifestación llegaba a ellos demasiado lejano y distorsionado como para imaginar qué estaría ocurriendo allí, y pese a eso Álex reconocía el sonido de las escopetas disparando pelotas de goma, e incluso se escucharon un par de explosiones, a las que un compañero de Martín describió como depósitos de coche estallando al ser incendiados.

Pasado el puente del Arenal la situación se calmó un poco, ni que fuera porque había menos balcones desde los que recibir lanzamientos mal intencionados, e incluso los antes belicosos paramilitares caminaban ahora con discreción, intentando pasar desapercibidos. Uno sangraba de una oreja, donde había recibido el impacto de una botella vacía que había estallado al golpearle, y otro cojeaba después de salvar milagrosamente la vida al recibir en la pierna el terrible golpe de una llave inglesa que seguramente apuntaba a otro lugar de su anatomía. Sólo el líder se mantenía altivo y desafiante, vigilando cada esquina y cada ventana, advirtiéndoles cada vez que veía un movimiento sospechoso, aunque siempre sin detenerse.

Ya llegaban al puente de la Merced cuando el líder levanto un brazo con el puño cerrado y todos se detuvieron, agachándose como si estuvieran en una película de Vietnam. Álex se sintió estúpido cuando, imitándoles, se arrodilló apoyándose en un coche. Para disimular su desazón, aprovechó para comprobar cuánto le quedaba en la memoria de la cámara: no mucho, o quizá demasiado, según lo que todavía tuviera que pasar. Agradeció la tarjeta extra que el realizador le había pasado como garantía. En ese mismo momento se acordó de Ana, del teléfono y de todo lo que podía ocurrir cuando aquello acabara. Unos gritos al otro lado de la calle le sacaron de su ensimismamiento, y al ver al líder levantarse y dar un salto adelante Álex se levantó cámara en mano para filmar lo que fuera que iba a ocurrir.

Para su sorpresa, no se trataba de otra persecución a algún chaval de aspecto hipioso o revolucionario. En lugar de eso, otro grupo similar al suyo corría hacia ellos cruzando el puente tan rápido como podían. Eran ocho, aunque uno de ellos era llevado como un saco de patatas por un skin grandullón y otro avanzaba casi en volandas sostenido por dos de sus compañeros. Álex los filmó a todos mientras se aproximaban. Cuando se reunieron, los recién llegados parecían agotados, jadeaban, y sus rostros eran una composición heterogénea de confusión, ira y dolor.

- ¿Qué ha ocurrido? – Preguntó el líder del grupo de Álex. Entonces, viendo como el skin dejaba el cuerpo de su compañero encima del capó del coche en el que los demás se apoyaban, se quedó un instante sin habla.
- Es… ¿está muerto? ¿Y tú…? – Preguntó otro, viendo que el skin tenía la camiseta empapada en sangre. Las caras compungidas de los demás hicieron que no fuera necesaria una respuesta.

El nuevo líder, estrujando nerviosamente su porra desplegable con la mano, pasó a explicar lo que había ocurrido. Al principio calló sus propios asesinatos, pero al ver que sus compañeros se removían inquietos decidió confesar antes de que le delataran.

- Mierda, las instrucciones eran claras, nada de muertos. – Masculló el otro.
- El primer muerto es el nuestro. – Contestó, a modo de excusa.
- Y será recordado como un mártir de la causa por ello. Pero ¿y a ti? ¿Como a qué te recordarán? – Le preguntó con desprecio. – Eso pasa por dejar que unos novatos hagan el trabajo de un hombre. – Y mirando al fallecido, añadió – Él era el único que valía algo. Vaya mierda.

Sin decir más hizo una señal a sus hombres, que respondieron con rapidez y sincronización. Los del segundo grupo se prestaron a imitarles, cargando de nuevo con el cuerpo de su líder caído y del herido que todavía estaba mareado. Álex seguía filmando hasta que vio como el tipo de la porra, el que había asesinado a sangre fría a tres personas hacía menos de una hora, le traspasaba con la mirada. Sintiendo como la sangre se le helaba en las venas, Álex apagó la cámara y se acercó a Martín, que también parecía superado por la situación. El jefe de su grupo, tras hacer una llamada con su móvil y consultar el GPS que uno de sus hombres le había pasado asumió el liderazgo conjunto sin pedir una segunda opinión y dijo:

- Cambio de plan. Avanzamos hasta el siguiente puente a paso ligero y cortamos por ahí para alcanzar la manifestación lo antes posible. Tendremos que evitar como podamos a los cerdos de la policía vasca y después atravesar a la muchedumbre hasta llegar a un coche que nos esperará en la cola para llevarse a esos dos. Al parecer la cosa se está poniendo negra, y puede que se nos complique la cosa. Tú – dijo señalando a Martín – llévate al periodista, cógele la cámara y todo lo que tenga y asegúrate de que no vaya a contarle nada de esto a nadie, al menos no hasta mañana, ¿entendido?

Martín asintió con la cabeza y Álex se tensó con el miedo recorriéndole los músculos. Rodeado de aquellos fanáticos había empezado a ver a Martín casi como a un refugio, pero ahora se daba cuenta de que no era sino su guardián, y ahora quizá hasta su verdugo. Cuando el grupo se puso en pie el skin puso una mano sobre el hombro del periodista impidiéndole que se levantara. Así que, todavía en cuclillas, vio como dos de los grupos que habían sembrado el pánico por la capital vasca, quizá incluso los dos más peligrosos, se alejaban de ellos dejándolo a merced de un skin loco que quizá tuviera ganas de divertirse un poco con él antes de que aquella jornada de violencia impune terminara.
- Yo he hecho todo lo que me habéis dicho, no hace falta que… - Empezó a decir Álex en cuanto los demás estuvieron suficientemente lejos como para no oírles.
- ¡Cállate, pedazo de mierda! – Le contestó el skin, a la vez que le daba una de sus terribles collejas, haciendo que Álex cayera de lado, golpeándose la cabeza contra el guardabarros del coche en el que se había apoyado.
- ¡Eh! ¡Pero qué mierdas…!

Pero antes de que pudiera terminar la frase Martín le pisó la mano con una de sus enormes botas militares, haciéndole crujir los huesos y arrancándole un alarido de dolor. Entonces el facha se acercó un dedo a los labios exigiéndole silencio, y con una sonrisa lobuna le tendió una mano para ayudarle a levantarse. El periodista estaba convencido de que aquel cerdo le acababa de romper todos los dedos, así que se levantó él solo apoyándose en la otra mano y, recogiendo la mochila con la cámara dentro, empezó a caminar detrás de su guardián, que avanzaba sin mirar atrás, convencido como estaba de la sumisión del otro.

Volvieron sobre sus pasos, evitando cruzar el puente en dirección al casco viejo ni tampoco seguir al grupo de fugitivos. Avanzaban despacio, separados apenas por un paso, y a los pocos metros Martín sacó una gorra que llevaba escondida en un bolsillo y se la puso para disimular su cabeza rapada. Incluso su forma de andar se transformó ante la sorprendida mirada del periodista, y de los andares chulescos y oscilantes a los que le tenía acostumbrado, el skin pasó a un caminar tranquilo, la espalda ligeramente encorvada, las manos en los bolsillos de la cazadora, la vista gacha. Un skin en Bilbao tiene que aprender a mimetizarse con el entorno para poder sobrevivir. En un momento dado, se detuvo de repente, y lanzando a Álex una mirada asesina, le dijo:

- Intenta algo y te romperé las costillas a patadas. Y si yo no lo consigo, ellos se ocuparán de ti… y te aseguro que entonces preferirás que yo mismo te hubiera dado por el culo con mis botas. - Y tras decir eso se volvió a girar y siguió andando como si nada hubiera ocurrido.

La verdad es que Álex no pensaba hacer nada, ni siquiera se le había ocurrido qué era ese algo que no debía intentar. Su mente estaba confusa, revuelta, y parecía como si las imágenes que había grabado con su cámara se reprodujeran ante sus ojos, mezclándose con lo que aquellos tipos habían contado, lo que había visto y lo que podía imaginar. Una sirena se acercó a ellos a toda velocidad y Martín aminoró el ritmo, dejando que Álex se acercara más a él para poder vigilarlo con el rabillo del ojo, pero el coche de policía les alcanzó y pasó de largo sin que el periodista intentara nada. Siguieron andando hasta llegar cerca de la estación de Abando, y allí el skinhead se detuvo un momento para pensar.

- Dame la cámara.

Álex sintió como el estómago se le hacía un nudo y toda su confusión se desvaneció como la niebla bajo una fuerte brisa. Si le daba la cámara a aquel chalado toda aquella maldita aventura no habría valido para nada. Había grabado unas imágenes únicas, ya no sólo por su valor periodístico, sino porque contenían la confesión de un asesinato. ¡No! ¡De tres asesinatos! Por otro lado, si no entregaba la cámara, aquel hijo de puta lo molería a palos, o aún peor, la panda de asesinos volvería a por él, y estaba convencido de que le encontrarían.

Mientras esas ideas y unas cuantas más pasaban por su cabeza a toda velocidad, Martín empezó a impacientarse.

- Dame la puta cámara. – Repitió en voz baja, aunque su voz tanto como su expresión apestaban a violencia.

Justo en ese instante una música estridente estalló dentro del bolsillo de Álex, y los dos jóvenes dieron un respingo, como si la tensión acumulada en sus cuerpos hubiera detonado con aquella llamada de móvil. Sin saber siquiera qué estaba haciendo, Álex aprovechó para dar un fuerte empujón a Martín que pilló al skin a contrapié, derribándolo aparatosamente al suelo, y sujetando ansiosamente el asa de su mochila arrancó a correr como alma que lleva el diablo hacia las puertas de la estación.

16.10.06

Doce

El Escorpión daba vueltas sin cesar, jugueteando nervioso con una bala de nueve milímetros en la mano, incapaz de centrar sus pensamientos en una sola cuestión. La muerte del Bruto pesaba sobre su conciencia, sabía que él era el responsable, él había planificado toda la operación y debía haber contado con la posibilidad de que le cogieran.

- Eh, mira esto, en la CNN vuelven a hablar de Bilbo.- Le llamó Aitana.

Con un suspiro, se acercó al sofá y centró su atención en el pequeño televisor que habían comprado. Siempre estaba puesto el canal internacional de Televisión Española, desde dónde iban siguiendo el tratamiento informativo de la ejecución del monarca español que ellos mismos habían perpetrado. Las cosas no iban exactamente como ellos habían pensado, aunque el Escorpión, pese a que jamás lo reconocería ante nadie, nunca había tenido muy claro cuáles serían las consecuencias finales de todo aquello. Sólo le había importado una cosa: detener el proceso de paz. O la Traición, como él prefería llamarlo.

En la pantalla, las imágenes mostraban una manifestación en pleno enfrentamiento con los antidisturbios de la Ertzaintza. Podría haber sido una de tantas “manifas” en las que él mismo había participado, con un coche volcado frente a una muralla de policías parapetados tras sus escudos, piedras volando por el aire, gritos y carreras, si no fuera por la abundancia de banderas españolas, el aspecto skin de muchos de los manifestantes y las pancartas en contra de ETA y del propio Euskadi. Además, aquella manifestación tenía un aspecto mucho más peligroso que las que solían recorrer las calles de la capital vasca, y eso ya es mucho decir.

- Escucha, escucha lo que están diciendo. – Añadió Aitana subiendo el volumen con el mando a distancia.

La locutora de las noticias estaba mencionando en ese mismo momento los disturbios detectados en varios puntos de la capital, con asaltos a las sedes de casi todos los partidos políticos y algunas organizaciones extraparlamentarias, bares y locales públicos, un periódico local e incluso las instalaciones de la televisión autonómica. En la mayoría de los casos sólo se habían producido destrozos de diversa gravedad, incluidos varios incendios que en ese momento estaban siendo sofocados por los cuerpos de bomberos, pero en una taberna del casco viejo se había producido un tiroteo en el que al menos tres personas habían sido asesinadas a balazos tras recibir una brutal paliza. Numerosos testigos apuntaban a uno de los escuadrones que estaban asaltando la ciudad, a la vez que se mencionaba que alguno de sus miembros podría a su vez estar herido o incluso muerto. A continuación el informativo logró conectar en directo con el lugar, igual que fueron haciendo en España todas las cadenas televisivas a medida que los equipos iban llegando a la zona.

El tratamiento informativo de los hechos variaba bastante en función del medio que ofrecía la noticia, aunque de forma unánime se señalaba la gravedad de lo ocurrido. Un locutor con excesivas ansias de protagonismo inició su crónica anunciando la posibilidad de que se iniciara un enfrentamiento a gran escala, y se preguntaba si con el asesinato del Rey el país podía encontrarse a las puertas de una nueva y temible guerra civil.

En su apartamento de Londres, los miembros del comando del Escorpión contemplaban las imágenes sin poder decir palabra. Habían previsto que la reacción de España ante la ejecución de Rey sería dura, pero nunca imaginaron que esa dureza sería física, concreta, y tan sólo esperaban la previsible lluvia de exabruptos de los políticos y las inútiles manifestaciones de los españolitos de a pie. Pero todo aquello parecía haber ido demasiado lejos, parecía fuera de control, y por un instante Aitana pensó si se habrían equivocado. Entonces miró de reojo a su hombre y vio la ira reflejada en sus ojos. Él desearía estar allí, en Bilbo, pensó Aitana, y poder enviar a todos esos fachas de vuelta a Madrid de una patada en el culo.

El televisor seguía mostrando imágenes de diferentes puntos de la ciudad. Un gran incendio en la calle Ercilla, iniciado por unos coctails Molotov lanzados contra la sede del partido socialista, se había extendido por todo el edificio y ahora una multitud de bomberos intentaba mantenerlo bajo control. De repente la imagen saltaba a un rostro ensangrentado, el de una joven con el pelo corto que había recibido una terrible paliza al cruzarse con otro de esos grupos violentos. De nuevo la manifestación, que ya había pasado la plaza Zabálburu, y que ahora se estaba empezando a fragmentar en la entrada de la calle Cortés, con múltiples enfrentamientos locales con las fuerzas locales. Finalmente las imágenes mostraban otros puntos de la ciudad, con calles completamente vacías, mientras la voz en off recomendaba a los ciudadanos que evitaran salir de sus casas hasta que la situación se normalizara.

- Serán cerdos. – Murmuró Tono mientras se levantaba de la silla y se acercaba a la ventana para encender un cigarrillo.
- ¿Qué vamos a hacer? ¿Podemos hacer algo? – Le preguntó Aitana a su líder y amante. Éste seguía mirando hacia el televisor, aunque era evidente que sus pensamientos estaban en otra parte. De repente la miró a ella y después miró a Tono, y sacando un móvil del bolsillo les dijo:
- Voy a llamarles, quizá nos necesiten. – Sus dos compañeros le miraron sin decir nada, temerosos del momento en que tendrían que rendir cuentas ante los suyos.

El Escorpión se sentó en el sofá y carraspeó inconscientemente mientras marcaba el número que había memorizado unos pocos días antes.

- Soy el Escorpión. Tengo sed de una libertad que nuestros ríos guardan celosamente. – Recitó lentamente el verso que le habían dado como contraseña de identificación. Al otro lado de la línea no hubo respuesta, pero escucho los ruidos de los enlaces de línea que se estaban haciendo. Al rato, una voz se identificó con el resto de la contraseña, y después aguardó unos segundos, como si esperara a que el Escorpión dijera algo. Sin embargo, antes de que éste se decidiera a hablar, se escuchó una voz dura como el acero.
- Cuando esto acabe, pagarás por lo que has hecho, te lo juro. – Incluso el Escorpión sintió como un escalofrío recorría su médula, aunque mantuvo la expresión serena, impidiendo que sus compañeros adivinaran lo que ocurría.
- Hemos visto lo que está ocurriendo en casa. ¿Podemos hacer algo? – Al otro lado su interlocutor se tomó unos segundos para recuperar la calma y actuar como se esperaba de él.
- Estamos llamando a todos los comandos por si la cosa se pone fea. Algunos creen que lo peor ya ha pasado. Dicen que los esbirros de Madrid se cansarán pronto y se irán a casa satisfechos con lo que han hecho, pero otros no están de acuerdo. Creen que esto va en serio, que nos están provocando y que no pararán hasta que saltemos a la arena. Por eso estamos llamando a los chicos. Nadie entrará en Bilbo ni moverá un dedo hasta que se dé la orden, pero tienen que estar lo más cerca posible por si son necesarios.
- ¿Tenéis armamento? – Pese a las diferencias, los dos eran hombres de acción, estrategas a su modo, y cada uno entendía y respetaba la capacidad del otro.
- A parte de lo que cada uno lleve encima, tenemos un zulo en pleno casco viejo. Si la cosa se pone fea, podemos hacer volar a unos cuantos de esos cabrones antes siquiera de que sepan lo que ocurre.
- ¿Hombres?
- Ahora mismo sólo tengo una docena dentro de la ciudad, más unos trescientos de soporte, dispuestos a todo pero sin experiencia. No paran de llamarnos voluntarios reclamando que hagamos algo. Calculo que antes del anochecer habrá cincuenta de los nuestros en las afueras de la ciudad, todos completamente equipados. Si esto va mal, sabremos defendernos.
- ¿Quieres que vayamos? Podemos llegar a tiempo.
- No Escorpión – Y la voz volvió a endurecerse – Vosotros ya habéis hecho suficiente. Sigue escondido, y escóndete bien, porque dónde no te busquen ellos te buscaremos nosotros.
- No me esconderé de vosotros. Yo respondo de mis actos y de las órdenes que di a mi comando. Yo soy el responsable.

No hubo respuesta, y el Escorpión comprendió que habían colgado. Sin embargo Aitana y Tono sí habían escuchado sus últimas palabras, y su expresión era de congoja. Eran proscritos, culpables tanto ante el enemigo como ante los suyos, y la sensación de soledad y abandono los dominó por un momento. Sabiendo que le necesitaban, su líder pasó a explicarles el resto de la conversación, y los tres empezaron a discutir las opciones que tendrían los defensores, como empezaron a llamarlos, en caso de que la violencia se recrudeciera en Bilbao.