3.11.06

Veinticuatro

Una vieja furgoneta mercedes lucía sus cuatro intermitentes detenida a un lado de la carretera, a la salida del municipio de Trespaderne, a casi ochenta kilómetros de Bilbao. Arrodillado a su lado, un hombre algo entrado en carnes bregaba con una rueda probablemente pinchada, el chaleco reflectante debidamente puesto y un triángulo rojo colocado unos metros a su espalda, advirtiendo de su presencia a los conductores. Nada especial si no fuera porque aquel tipo llevaba más de media hora arrodillado, y la rueda se encontraba en perfectas condiciones, dentro de lo que cabría esperar en una furgoneta que había visto tiempos mejores.

La carretera, sin ser de las más concurridas, gozaba de un tráfico fluido y constante que se dirigía hacia la capital de Vizcaya, a pesar de que la mayor parte de radios estuvieran emitiendo las siniestras noticias sobre la violencia que dominaba la ciudad. De pronto, el ruido de fondo que emitía aquel flujo de coches y sobre todo camiones de todos los tipos cambió de forma progresiva, imperceptible al principio, cada vez más fuerte después. El hombre del chaleco amarillo echó un vistazo atrás por encima de su hombro y ahí se quedó, helado, sorprendido quizá, al ver aparecer tras una curva de la carretera a quinientos metros de su posición a un pequeño grupo de vehículos del ejército.

Los observó mientras se acercaban a él. Eran como pequeños tanques, más compactos, altos, montados sobre seis enormes neumáticos en lugar de las habituales cadenas, pero con el esperado cañón apuntando al frente en actitud amenazante. Comparados con los coches que los adelantaban despacio para después acelerar una vez satisfecha la curiosidad, los vehículos militares parecían lentos y pesados. Sin embargo cuando finalmente alcanzaron la furgoneta averiada y la pasaron de largo, el flequillo del hombre bailó sacudido por el viento que las tanquetas habían levantado. Iban deprisa, quizá demasiado deprisa. Todavía estaban dentro de su campo visual cuando el tipo se incorporó y echó un vistazo hacia atrás aguardando por si llegaba alguien más. Tras unos instantes rodeó la furgoneta y se refugió al otro lado, sacando un móvil del bolsillo.

- Acaban de pasar. – Dijo levantando la voz por encima del ruido del tráfico.
- ¿Cuántos? – Preguntaron desde el otro lado de la línea.
- Sólo tres, blindados ligeros de los que salen siempre en las noticias, de esos con ruedas grandes como de tractor. Iban muy rápido.
- ¿Y los demás?
- No lo sé, supongo que estos son una avanzadilla o algo así, los demás vendrán detrás, pero seguro que no pueden ir tan rápido como éstos.
- Avísame en cuanto los veas llegar.
- ¿Qué haréis con éstos tres?
- Aún no lo sé, tenemos que discutirlo.

En las afueras de Artziniega, a unos cincuenta kilómetros de la furgoneta averiada y a una distancia aún menor de Bilbao, un centenar de hombres y mujeres se afanaban por ocupar sus posiciones según las instrucciones recibidas por los responsables de la operación. No llevaban uniformes, y su armamento era demasiado heterogéneo para tratarse de fuerzas militares o policiales convencionales. Sin embargo a la mayoría de ellos no les faltaba entrenamiento, y unos cuantos incluso tenían experiencia en combate, aunque fuera de tipo guerrillero o, como lo llamarían otros, terrorista. A su espalda la villa se levantaba sobre una suave colina, como las muchas que dominaban el paisaje, verde y húmedo, apenas manchado por grupos aislados de árboles y arbustos bajos.

- ¿Y bien? ¿Qué hacemos? – Preguntó Maitechu a su espalda, tras escuchar el resumen de la conversación con el vigía de la furgoneta.
- No lo sé. Podemos atacar a esa avanzadilla, probablemente hasta podríamos eliminarlos, pero nos quedaríamos sin factor sorpresa y la columna de tanques nos barrería como polvo en el camino.
- Muy poético. – Ironizó Goiko. - ¿Alternativas?
- Dejamos pasar a las tres tanquetas, que por sí solas son relativamente inofensivas, y cargamos contra el grueso de los militares. – Explicó la Gata.
- Olvidas el detalle de que son un montón de tanques enormes y armados hasta los dientes, y que nosotros apenas tenemos un puñado de armas que puedan hacerles cosquillas.
- ¿Y entonces?
- No lo sé, estamos jodidos.
- ¿Qué te pasa? – Le preguntó Maitechu, alzando la voz. - ¿Te estás acojonando? ¿Te da miedo enfrentarte a esos soldaditos?
- ¡Nosotros también somos soldados! – La secundó Goiko – Y nuestra causa…
- Iros a la mierda los dos. – Les cortó tajante, pero con voz calmada. - Si tuvierais el mando no daría un duro por todos esos chicos que tenemos ahí, así que calmaos y usad la cabeza, que las armas ya las usaremos después. – Y viendo que la mujer le lanzaba una mirada cargada de rencor y quizá también de amenaza, añadió. – Y antes de volver a cuestionar mi valor, recuerda que cuando tú jugabas a muñecas en tu casita de Donosti yo aprendía a montar bombas lapa, y que mis manos están tan llenas de sangre como las tuyas, si no más.
- Será mejor que nos decidamos ya, esas tanquetas llegarán de un momento a otro. – Zanjó finalmente Goiko la discusión.

Apostados a ambos lados de la carretera, uno frente al otro pero apuntando ambos hacia un lado formando una uve para evitar herirse mutuamente en caso de fuego cruzado, dos pequeños grupos acababan de ocultarse aprovechando algunas irregularidades del terreno. En toda esa zona la carretera tenía un solo carril en cada sentido, y no había sido difícil pasar una fina cuerda de alpinismo de forma que cruzara la calzada. En un extremo, a casi cincuenta metros de distancia y escondido tras unas grandes piedras pintadas de verde por el musgo, un chico de menos de veinte años sostenía la cuerda con una mano y una radio de campaña con la otra. En el otro extremo, dos minas antitanque estaban atadas y listas para ser arrastradas al centro del asfalto. Cada uno de los dos grupos apostados a los lados de la carretera tenía a su vez un lanzagranadas RPG-7, gastado más por el tiempo que por el uso, que un tirador sostenía apretado contra el hombro, estirado en el suelo para afinar la puntería. Junto a él, cuatro hombres por grupo esperaban armados con subfusiles y armas cortas, e incluso a un centenar de metros de allí, oculto en una pendiente sembrada de arbustos, un francotirador aguardaba su oportunidad.

Finalmente habían decidido atacar a la avanzadilla del ejército invasor, como lo llamaban entre ellos. El plan era usar las minas para anular el primer vehículo, y disparar los RPG contra los otros dos. Si todo iba bien, con eso no sólo acabarían con ellos, sino que obstaculizarían el paso del resto de la caravana militar, obligándoles a salirse de la carretera y reducir la velocidad y por tanto haciéndoles más vulnerables al siguiente ataque. Cuando esta primera escaramuza hubiera terminado, pondrían algunas minas más en la zona para intentar cazar a los tanques, y los lanzagranadas cambiarían de posición, apartándose aún más de la carretera.

Había dos factores que preocupaban a los ideadores de aquel plan. Por un lado, la puntería y efectividad de sus propios hombres contra unos vehículos blindados que circulaban a casi ochenta kilómetros por hora. Por otro, que si bien podrían cortar la carretera en dirección Burgos en cuanto las tanquetas se acercaran, existía el riesgo de que junto a ellas circulara algún vehículo civil que no sólo se viera afectado en la refriega, sino que entorpeciera el ataque.

Pero no hubo tiempo para nada más. Una docena de hombres y mujeres esperaban en sus puestos listos para el combate, mientras los demás aguardaban ocultos al desenlace de aquella primera prueba de fuego. Se les había ordenado ser invisibles, para evitar que la avanzadilla pudiera advertir a los tanques del tamaño real de sus fuerzas, así que se habían ocultado tras una de las numerosas colinas, reprimiendo el nerviosismo y la curiosidad a base de cigarrillos y murmullos. Finalmente llegaron las tanquetas.

El grupo del sargento Rojas avanzaba a toda velocidad, pero tanto los conductores como los vigías se mantenían atentos a la carretera y sus alrededores. El sol arrancaba destellos de cualquier lado, y los augurios del sargento les habían puesto algo nerviosos. Cuando las casas del pequeño pueblo de Artziniega aparecieron frente a ellos, no pudieron dejar de admirar la belleza del paisaje. En comparación con las aldeas y ciudades semidestruidas de Bosnia o la miseria sucia e inmutable de Afganistán, mantener una actitud de combate en ese entorno casi bucólico era algo extraño, surrealista, pensaba el conductor del primer VEC. A su lado, el sargento había abandonado el puesto de observación para atender una vez más a una llamada del General Cóllar. De pronto, un sexto sentido le indicó que algo iba mal.

- Sargento. – Murmuró, y Rojas entendió sin que hiciera falta más, dejando la radio inmediatamente y volviendo a su posición mientras el cañonero se tensaba en su sitio.
- ¿Qué has visto?
- No lo sé, señor – Pero nadie cuestiona la intuición de un soldado en combate, y todos se mantuvieron expectantes. Entonces el conductor cayó en la cuenta de qué era lo que había cambiado, cuál era el origen de su sospecha. - ¡No hay coches! ¡No vienen coches de frente! ¡Han cortado la carretera!
- ¡Mierda! – Fue lo único que atinó a contestar el otro cuando un movimiento apenas perceptible llamó su atención desde un lado y vio una línea de color oscuro que no debía estar allí, cruzando la carretera.

El blindado frenó y dio un volantazo un segundo después de que tras las rocas, el chico que sostenía el extremo de la cuerda recibiera la orden de tirar de la cuerda. Todo fue muy rápido, pero la maniobra brusca del conductor logró que las ruedas delanteras e intermedias del vehículo esquivaran las minas, no así las de atrás. Cuando el enorme neumático trasero pisó la mina, ésta estalló inmediatamente, levantando el culo de aquel mastodonte de catorce toneladas hasta ponerlo haciendo el pino con el cañón a unos centímetros del suelo, pero sin llegar a volcarlo completamente. La explosión arrancó de cuajo cuatro de los seis neumáticos y destrozó su vientre de acero, de modo que cuando volvió a caer su tripulación casi se encontró con el destrozado asfalto bajo los pies. En el salto el cañonero había salido despedido, destrozándose el cráneo contra una esquina acerada y muriendo al instante. El conductor se empotró contra el volante, todavía los brazos cruzados en la maniobra de evasión que había intentado realizar, y sintió como las costillas se le quebraban como si fueran un puñadito de frágiles mondadientes. El sargento también salió disparado de su asiento, golpeándose contra el frontal y soltando un inevitable alarido cuando la clavícula se rompió y astillo hasta atravesar la carne y asomar bajo la ropa.

Detrás de ellos, la onda expansiva afectó al segundo VEC, que había intentado frenar al ver la repentina maniobra del vehículo líder, empujando al pesado vehículo hacia la cuneta. Los duros neumáticos apenas derraparon sobre el asfalto, por lo que el frenazo fue terrible, haciendo que sólo el cañonero, el único que llevaba el cinturón anclado, se librara del golpe. El tercer blindado, que había quedado un poco rezagado, pudo frenar antes de colisionar con los otros dos, y de inmediato sus tres tripulantes iniciaron una maniobra defensiva, mientras uno de ellos establecía comunicación con la caravana de tanques. De repente una llamarada surgió de algún lugar a su derecha y un instante después la torreta del segundo vehículo estallaba bajo el impacto de un cohete, arrancando el cañón de cuajo y acabando con cualquier aliento de vida en el interior del VEC.

El sargento escuchó la explosión y cerró los ojos, imaginando que probablemente en algún lugar estarían lanzando ya una segunda granada. Casi pudo ver el dedo sobre el gatillo, las toberas anulando el retroceso de un arma tan potente, el primer estallido alejando unos metros el proyectil antes de que su combustible ardiera enviándolo al corazón de su objetivo. Pero lo que escuchó fue el rugir del motor de un VEC, y justo después la temida explosión. Sabiendo que si se quedaba allí tenía los minutos contados, el sargento apretó los dientes con rabia y se acercó al conductor entre los hierros retorcidos, pensando en cómo diablos saldrían de allí.

A menos de trescientos metros, alguien maldijo en vasco mientras observaba la situación con unos prismáticos.

- ¡Joder! ¡Han fallado el tiro!

En la carretera, el tercer VEC huía marcha atrás tan rápido como podía, la carretera violada por un gran cráter justo delante suyo, allí donde la última granada había impactado. Un fragmento de asfalto lanzado a gran velocidad había logrado reventar la ventanilla blindada del conductor, y éste sentía como los ojos le escocían por el humo, en el que creyó intuir el olor de carne quemada. A su lado, el cabo Jiménez describía la situación por radio con tanta rapidez como podía.

- ¡Dos VECs destruidos! No creo que haya supervivientes, señor. Nos han lanzado cohetes, pero no veo tropas, ¡no sabemos a quién nos enfrentamos!

No escucharon el disparo, lanzado desde una gran distancia con un fusil de precisión, pero la bala penetró por la ventanilla destrozada sin llegar a acertar al conductor. En lugar de eso rebotó en un lateral de acero, abollándose la punta y saliendo disparada hacia el techo, volvió a rebotar en uno de los mandos de la torreta del cañón y acabó hundiéndose en el pecho del operador de radio, quien nunca llegó a comprender lo que había pasado. El conductor, en un gesto reflejo hundió la cabeza en los hombros al escuchar los estallidos metálicos de la bala rebotando, pero ni así pudo evitar que un segundo disparo le alcanzara de pleno en la mejilla, abriéndole un boquete al salir por la parte occipital del cráneo. Desde su posición en la torreta, el cañonero vio el sol reflejándose en un montón de arbustos a más de un centenar de metros de distancia y sin pensarlo dos veces disparó el cañón de veinticinco milímetros en aquella dirección.