1.11.06

Veintitrés

La caravana avanzaba pesadamente en dirección a Bilbao, sorprendiendo a los conductores que la adelantaban con las caras pegadas a las ventanillas. Diez tanques Leopard E2, un escuadrón completo de vehículos acorazados ligeros y cuatro camiones cargados de tropas seguían al land rover de mando, que encabezaba la comitiva. Apenas era una pequeña parte de la División Mecanizada Brunete, pero habría sido imposible reunir más efectivos en los acuartelamientos de Burgos, normalmente poco más que un cuartel general, sin llamar la atención.

En los últimos días se había llamado a una parte del Regimiento de Caballería Ligero Acorazado "Farnesio" desde su base en Valladolid, con la excusa de unas maniobras, y eran sus efectivos los que ahora circulaban en dirección a Bilbao. Los setenta kilómetros por hora que alcanzaban los poderosos Leopard puestos a toda potencia marcaban la velocidad del grupo, excepto tres VEC, los vehículos acorazados ligeros, que se habían adelantado a casi cien kilómetros por hora para explorar el camino y guiar a los demás. Los otros trece vehículos ligeros se intercalaban entre el todo-terreno de mando, los tanques y los camiones de transporte, cerrando tres de ellos la marcha.

Todos los integrantes de aquel pequeño ejército sabían a lo que iban, aunque a ninguno de ellos se le había pedido su opinión. La mayoría de aquellos hombres, todos ellos entre los veinte y los cuarenta años, tenían experiencia de combate, o al menos en las famosas “misiones de paz” de Kosovo y Afganistán, pero entre aquello y meter los tanques en una ciudad española, aunque fuera Bilbao, había un mundo, y muchos de ellos se sentían inquietos y preocupados, pensando que, ocurriera lo que ocurriera, las consecuencias no podían ser buenas. Sin embargo nadie se atrevía a expresar sus opiniones, ninguno de aquellos soldados estaba dispuesto a abandonar al equipo, y como mucho algunas miradas furtivas se cruzaban de vez en cuando entre los bancos de los camiones, o en el interior de los vehículos acorazados.

En el coche de mando, el General de División Miguel Ángel Cóllar Ahuso mantenía la mirada fija en el asfalto, que desaparecía con desesperante lentitud por debajo del morro de su vehículo, mientras permanecía atento a la emisora de radio que su conductor había sintonizado y que retransmitía las noticias de los sucesos de Bilbao. El locutor casi gritaba sobre el estruendo de fondo, y a pesar de que sus explicaciones no llegaban a ser del todo coherentes, bastaban para imaginar a grandes rasgos lo que allí estaba ocurriendo. Los primeros disparos se habían escuchado lejanos, probablemente porque el periodista no estaba cerca del autor de los mismos o sencillamente porque el micrófono no apuntaba en la dirección correcta, pero el General los reconoció sin dificultad: una automática, calibre medio. El periodista pareció enloquecer, hablaba a toda velocidad, explicando que parecía haber muertos entre los miembros de la manifestación, que los disparos procedían de algún lugar del lado de los ertzaintzas, que el asalto que hasta el momento estaba describiendo se había detenido. Y en esas explicaciones estaba cuando sonaron nuevos disparos, esta vez mucho más fuertes, cercanos, y el periodista dio un grito y se escucharon golpes y ruidos, hasta que el asustado hombre explicó que se había arrojado al suelo como casi todo el mundo ante el riesgo de que una bala perdida pudiera herir a alguien. Después retransmitió con dramatismo como la barrera policial se retiraba llevándose consigo a dos agentes heridos o quizá muertos.
En su asiento, el General Cóllar Ahuso apretó inconscientemente el pie contra el suelo, como si así pudiera acelerar la marcha de su convoy militar. Sabía que a partir de ese momento el tiempo sería crucial. En la manifestación de Bilbao había muchos hombres valientes, pero no podrían resistir demasiado si la policía vasca decidía poner toda la carne en el asador. Por un lado les interesaba que la violencia creciera, cuanto más mejor, pero por otro no podían permitirse llegar tarde. Debían hacer su aparición en el momento álgido, cuando todo pareciera perdido y los ciudadanos rezaran en sus casas por una aparición divina que acabara con todo aquello. Él sería esa aparición divina, y sus hombres ángeles justicieros dispuestos a liberar España de terroristas y separatistas deseosos de destruir la patria. Miró el reloj y vio que todavía les quedaba una hora para llegar. Una hora que se haría eterna, en la carretera y en la ciudad.

- ¿Cómo vamos? – Preguntó después de levantar el micrófono de la radio de campaña que lo comunicaba inmediatamente con el hombre al cargo del primer Leopard.
- De maravilla señor. Todas las unidades respondiendo perfectamente.
- ¿Podemos ir más rápido?
- Vamos casi al máximo, señor.
- O sea que podemos ir más rápido.
- Es peligroso forzar las máquinas, señor, no durante tanto rato.
- Vamos a acelerar un poco. Aprieten hasta donde sea posible y nosotros nos adecuaremos a su velocidad. Si hay cualquier problema, reduciremos de nuevo.
- A sus órdenes.

Volvió a mirar el reloj, nervioso. Lo peor de la espera es que los nervios se alían con la imaginación y ni el más experto combatiente puede evitar intentar hacer predicciones sobre lo que va a ocurrir. Él había pensado mucho en ello, había intentado imaginar, prever, todos los escenarios posibles, pero los años de servicio le habían enseñado que todo plan puede fallar. El hombre hace planes y Dios se ríe, había leído en algún lugar, y se recordaba a menudo esa frase a sí mismo para evitar caer en el exceso de confianza de un plan meticulosamente elaborado. Y lo que era peor, todo aquello no era precisamente un plan meticuloso. Habían tenido que improvisar, en base a unas ideas discutidas durante muchos años, sí, pero adaptándose a las circunstancias lo mejor que habían podido. E incluso eso acababan de cambiarlo, haciéndole salir a la carretera antes de lo provisto. Pero al parecer, habían acertado, y ahora desearía estar ya en la ciudad.

Según sus previsiones, no encontrarían resistencia hasta llegar a Bilbao. Aunque el secreto no era en modo alguno garantizable, contaban con que nadie sabría nada hasta que sus tropas estuvieran ya en movimiento, por lo que cualquier tipo de respuesta llegaría tarde o sería insuficiente. Cualquier decisión militar debía contar primero con la aprobación del gobierno, y los políticos no estaban acostumbrados a tomar decisiones bajo estrés, y menos en circunstancias tan graves. Tampoco es que hubiera muchos efectivos que pudieran ofrecer resistencia a sus Leopard, pero nadie deseaba un enfrentamiento entre soldados españoles, hermano contra hermano. Por otro lado, el gobierno vasco apenas tendría nada que enfrentar a los blindados de la Brunete, en el hipotético caso de que se decidiera a hacerlo. Tenían sus propios vehículos pesados, incluso helicópteros, pero su armamento era ligero y en ningún caso una amenaza para el General.

Así pues, esperaban llegar a Bilbao sin más contratiempos, seguros de que su entrada sería recogida por los medios de comunicación, que era lo más importante. Los tanques apenas jugarían un papel real en todo aquello, más allá de lo que podría considerarse guerra psicológica, pero los VEC y los casi doscientos soldados que los acompañaban deberían acabar con el enfrentamiento en las calles de la ciudad y tomar los objetivos asignados con anterioridad. Esperaban que para entonces las reticencias que hasta el momento habían mantenido algunos de sus compañeros del Ejército acabaran por desmoronarse y se unieran al golpe, especialmente en algunos puntos clave que podían inclinar la balanza a un lado u otro.

Si todo iba según lo previsto, unidades especiales combinadas del ejército, la guardia civil e incluso la policía nacional que sólo esperaban la orden se ocuparían de controlar el complejo entramado civil del poder, llevando a cabo detenciones, sometiendo medios de comunicación, organismos públicos, e incluso instituciones financieras. La mayor parte de aquel plan se le escapa al General, pero sabía que mentes más especializadas que la suya se habían ocupado de todo aquello. Lo que más le preocupaba era su propia área, la militar. Tenía claro que él era una pieza crucial para el éxito del golpe, pero también sabía que no era el favorito para encabezarla. José Antonio Cena, un enchufado con ambiciones, podía acabar llevándose toda la gloria que por derecho a él le correspondía, y esa idea espoleaba sus prisas por llegar a Bilbao aún más que la preocupación por el enfrentamiento que allí estaba sucediendo. Cena tenía helicópteros, que no sólo podían llegar a ser tan impresionantes como sus tanques, sino que además eran mucho más rápidos. No es que aquel aprendiz de Teniente General pudiera ocuparse de todo él solo, pero sí podía ser el primero, y por tanto hacer el papel de héroe que Cóllar ambicionaba para si.

- ¿Dónde estáis? – Preguntó de nuevo con el micrófono en mano, tras contactar con el sargento que comandaba al grupo de vehículos ligeros que había sido enviado a explorar. El sargento Rojas y él habían estado juntos muchos años, y existía cierta camaradería entre ambos. Rojas había sido de los pocos a los que había pedido la opinión sobre todo aquello, y su respuesta había sido satisfactoria: exactamente lo que se esperaba de él.
- A menos de cincuenta kilómetros, señor. Avanzamos despacio por precaución.
- Déjate de precauciones, Rojas, que no estamos en Afganistán, joder. – Le amonestó el General. – Quiero que lleguéis hasta las mismas puertas de la ciudad, hasta donde haga falta, y os aseguréis de que Cena no entra con sus helicópteros antes que yo.
- ¿Señor? ¿Cómo quiere que…?
- ¡Yo qué sé, Rojas! Tú llega allí cagando leches y toma posiciones: ¡quiero que la Brunete sea la primera en llegar!
- Entendido, señor, iremos tan rápido como podamos.
- No es suficiente, Rojas. Si hace falta bájate del VEC y empújalo. - Sabía que no era justo descargar su nerviosismo en un viejo amigo, pero en el fondo, para eso están los amigos, ¿no?

El sargento Rojas dio instrucciones al piloto del VEC para que acelerara al máximo, al tiempo que avisaba a los demás vehículos para que hicieran otro tanto. Al sargento nunca le habían gustado las prisas, y menos cuando las vidas de sus hombres y la suya propia estaban en juego. Sin embargo entendía el porqué de todo aquello, y él también había estado escuchando la radio, como todos los demás. A diferencia de al General, a él si le preocupaba que la violencia pudiera crecer en Bilbao antes de que ellos llegaran. Tenía una visión idealizada de su misión en todo aquel embrollo, perfectamente coherente con su imagen del ejército español, “profesionales de la paz”. A eso iban a Bilbao: a devolver la paz al País Vasco y a toda España.

Recordó cuando estando en su primera misión en Bosnia le llegaron noticias de un atentado de ETA en Madrid: mientras dirigía una patrulla por las calles solitarias de un pueblecillo enfrentado consigo mismo, se preguntó por qué estaba él luchando por la paz tan lejos de casa cuando en su país quizá hiciera aún más falta su esfuerzo. Ahora tenía esa oportunidad. Y a pesar de todo, al sargento no le gustaban las prisas.

- Pisad hasta el fondo, chicos, pero tened todos los sentidos alerta, no sabemos con qué nos podemos encontrar. – Dijo por radio a los otros dos acorazados, de forma que en el suyo propio todos pudieron escucharlo.
- ¿Qué cree que puede haber ahí fuera, sargento? – Le preguntó el cañonero de su VEC.
- Quien sabe, podrían tener minas, lanzagranadas, cualquier cosa.
- ¿Quién? – Preguntó el conductor, que hasta ese momento ni siquiera había imaginado que pudieran enfrentarse a alguien armado.
- ¡Y yo qué sé! – Contestó malhumorado el sargento – Pero abrid bien los putos ojos, por si acaso.