4.11.06

Veinticinco

Desde que se iniciaron los disparos Álex pudo casi sentir físicamente como las ruedas que formaban parte del complejo mecanismo que movía todo aquello empezaban a girar, imparables. Durante unos minutos se dedicó únicamente a filmar como ambos bandos se replegaban momentáneamente sobre sí mismos, mientras sus pensamientos sobrevolaban todo aquello tratando de coger cierta perspectiva.

Las piezas iban encajando lentamente, aunque la gravedad y complejidad del resultado le dejaban tan atónito que no sabía ni si él mismo podía creerlo. ¿Pero quién habría creído unas pocas semanas antes, cuando el Rey todavía vivía, que Bilbao viviría un enfrentamiento a tiros entre extremistas españolistas y la ertzaintza? De hecho, si le hubieran preguntado a él, ni siquiera habría imaginado que había tantos fachas en España, ni mucho menos que alguien fuera capaz de agruparlos y dirigirlos como estaban haciendo. Era como si una mano oculta hubiese estado agazapada entre las sombras, esperando su oportunidad. Pero oportunidad para qué, ¿qué objetivo final podía tener todo aquellos? ¿Para qué todos aquellos asaltos en las calles de Bilbao, aquella manifestación, los disparos? Bueno, lo de los disparos era lo que menos entendía de todo aquel violento absurdo. ¿Por qué la policía habría disparado hacia unos manifestantes que no les atacaban, sino que huían? Al menos la casualidad había querido que sólo uno de los alcanzados fuera una víctima real, ya que el otro, como bien había observado Álex, era el facha que ya estaba muerto. El otro era el de la porra desplegable, hacia el que el periodista había sentido una antipatía inmediata tras sufrir sus miradas turbios y extrañamente agresivas.

- ¡Claro! ¡Dispararon ellos mismos! – Volvió a gritar de forma inconsciente, mordiéndose el labio como castigo un segundo después.

Por suerte la central había cortado el sonido desde hacía rato, y sólo la imagen aparecía en una esquina de las pantallas, mientras locutores y comentaristas analizaban lo que estaba ocurriendo en espera de novedades. Pero eso Álex no lo sabía, y se maldijo a sí mismo por estar acabando con su futuro profesional a base de meter la pata. De pronto el teléfono móvil vibró en su bolsillo: llamaban de la central.

- ¿Sí? – Dijo en voz muy bajita.
- ¿Ahora hablas flojo? No paras de meternos sustos con tus gritos, ¿y ahora hablas flojo? – Le dijo la voz que antes había identificado como perteneciente a un jefe.
- Lo siento, lo siento mucho, señor.
- No pasa nada, esta vez no tenías el sonido pinchado. ¿Qué es eso de que dispararon ellos mimos?
- No, nada, sólo una idea que… lo siento.
- No sientas nada y cuéntame tu idea. Y no dejes de grabar ni te despistes: si ocurre algo, cuelgas.
- De acuerdo. Sí. Bueno, pues se me ha ocurrido que los disparos, los primeros, los que han dado a dos manifestantes…
- ¿Sí?
- No los ha hecho la policía. Quiero decir que no han disparado ellos.
- ¿Entonces quién?
- ¡Han sido los propios fachas! Tiene que haber sido el que me ha dado las instrucciones: ha desaparecido antes que los demás, y estaba claro que era el que mandaba.
- ¿Y por qué iba a disparar contra sus propios hombres?
- Primero, porque no eran sus hombres. Recuerde que le conté que había dos grupos, y los dos que han caído al suelo eran del segundo grupo, el que nos encontramos por el camino.
- Pero eso no es motivo…
- No, claro que no, pero todo ayuda. La otra cosa es que uno de los que cayeron al suelo era el que estaba muerto, y el otro era el que mandaba en el segundo grupo, es decir, el que había disparado en el bar. ¿Entiende?
- Creo que sí, continúa.
- Pues eso, por una parte se quitan de encima al muerto y al asesino, así, de un plumazo, y encima consiguen cargarles los dos fiambres a la ertzaintza. Lo que yo filmé está borrado, así que no hay pruebas.
- Hay un testigo.
- ¿Un testigo? – Y entonces Álex se quedó callado, la boca abierta. ¿Un testigo? ¡Claro! ¡Él! - ¡Soy un testigo!
- Y si como tú dices están limpiando pruebas…
- ¡Joder!
- Escucha, muchacho, tienes que saber algo más. Creo que la cosa es incluso más complicada de lo que tú crees. Parece que tenemos un intento de golpe de estado entre manos.
- ¿Un golpe de estado? ¿Esta gente?
- No, bueno, sí. Lo que tienes delante es una parte del show. La otra es el ejército.
- ¡No jodas!
- Sí. Quizá todo lo que has visto hoy en Bilbao no sea más que la tapadera, la excusa, incluso. Haciendo creer que la policía disparaba contra los manifestantes consiguen un motivo para sacar al ejército a la calle.
- ¡Pero si sólo han sido un par de tiros! Y ni siquiera…

De pronto una detonación hizo vibrar la marquesina sobre la que estaba subido Álex, y éste se echó de rodillas sobre el techo de plástico, sosteniendo la cámara en alto y el teléfono pegado a la oreja. Las imágenes mostraban una tanqueta envuelta en fuego, la boca de la manguera que arrojaba agua destrozada pero el resto del vehículo aparentemente indemne.

- ¡Eso no ha sido un Molotov! – Exclamó haciendo zoom sobre las llamas. La portezuela del blindado se abrió y un par de agentes saltaron a la carrera alejándose del peligro. Álex siguió explicando por teléfono lo que veía, sin darse cuenta de que ya no había nadie al otro lado. En lugar de eso, alguien había decidido pinchar el sonido de su cámara y España entera le estaba escuchando. Su voz sonaba nerviosa y acelerada, añadiendo aún mas emoción a las terribles imágenes– No sé qué ha sido, algo fuerte, pero no ha podido con el blindaje de la tanqueta. Parece que los de dentro están bien. Algunos agentes corren para ayudarlos y la otra tanqueta se ha acercado y está rociándolo todo con agua, quieren apagar las llamas. ¡Cuidado! ¡Están lanzando cosas desde la manifestación! ¡Oh, Dios! – Y la cámara mostró a un hombre que se acercaba a la carrera y, con un gesto ágil lanzaba un objeto de forma redondeada contra el grupo de policías que intentaba refugiarse tras las tanquetas. El lanzamiento quedó algo corto, pero la explosión hizo vibrar de nuevo al periodista, y la imagen sólo pudo mostrar de forma temblorosa como la onda expansiva de la granada lanzaba por los aires a varios uniformados, no sin antes destrozarles el cuerpo con la metralla. - ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! – Repetía una y otra vez, los ojos atados al magnetismo de su cámara. El país se acongojaba con él desde las salas de estar.

Aquello pareció la gota que colmaba el vaso. Quizá alguien diera la orden, quizá sólo fuera el instinto, la indignación o la rabia, pero mientras una docena de policías corría para intentar auxiliar a sus compañeros masacrados, unos pocos se adelantaron y arrodillándose lentamente sacaron sus armas reglamentarias y apuntaron hacia la manifestación. Ninguno abrió fuego, pero poco a poco muchos de sus compañeros se unieron a ellos. En un par de minutos veinte o treinta agentes habían tomado posiciones, arrodillados o de pie, con las piernas abiertas, apuntando con decisión hacia los manifestantes. Éstos les miraban desde la distancia, y por el momento nadie se atrevió a adelantarse para lanzar nada. Incluso os insultos se silenciaron.

Mientras los refuerzos habían llegado, y una verdadera oleada de agentes empezaba a tomar las calles que accedían a la manifestación, reforzando especialmente la retaguardia de la recién formada barrera de hombres armados. Se cruzaron furgonetas y coches policiales en las calles Conde Mirasol y Arechaga, y Álex pudo filmar de cerca como no menos de veinte agentes bajaban de dos furgones en la calle Olano y se acababan de colocar los chalecos antibalas mientras corrían. Muchos de ellos llevaban ya las armas desenfundadas apuntando en alto, los rostros ocultos tras los pasamontañas oscuros. Las noticias volaban, y todos sabían ya que varios de sus compañeros estaban muertos. Tras de ellos, un ertzaina que no llevaba el uniforme antidisturbios ni cubría su rostro, con los galones de comisario en la camisa se quedó mirando a Álex encaramado a la marquesina. Por un momento el periodista creyó que le harían bajar de inmediato, quizá incluso le confiscaran la cámara, pero en lugar de eso el policía esbozó un saludo militar y siguió a sus hombres sin decir nada. Había recibido sus órdenes, y los mandos querían que aquella cámara no dejara de emitir.

- No me ha dicho nada. – Explicaba Álex en voz alta, sin siquiera darse cuenta de que llevaba rato hablando solo, sin recibir respuesta. Ni siquiera aguantaba ya el móvil en alto, aunque no soltara la cámara ni un instante. – Parece un duelo, un duelo del oeste. A un lado tengo a los policías con las pistolas en alto, están quietos, como congelados, pero me apostaría lo que fuera a que no dudarán en disparar si los provocan. Al otro lado está la manifestación. Por lo que se ve desde aquí me atrevería a jurar que ya no son tantos como antes, la parte de atrás parece deshacerse como la cola de un cometa, pero delante todavía hay muchos, y no se van. Ése es el coche de mando – añadió enfocando a uno de los coches que todavía estaba en el centro -, desde ahí han ido dirigiendo todo lo que ha ocurrido hasta ahora, y probablemente lo que quede por ocurrir. Pero por ahora no hay movimiento, estamos, estamos en tablas, diría. ¡Claro! ¡Esperan la caballería! ¡Esperan al ejército!

Y en ese momento los mismos que habían decidido conectar el sonido de su voz a los televisores de todos los telespectadores decidieron ahora cortar esa transmisión. Los presentadores recuperaron el protagonismo en la comodidad de sus estudios y necesitaron unos segundos para situarse y tratar de continuar donde aquel chico lo había dejado, en las ensangrentadas calles de Bilbao. Huelga decir que nadie, en ninguna ciudad, pensaba ya en manifestarse, y más de uno se preguntaba ya a dónde iría todo a parar. El mundo entero estaba volviendo su atención hacia aquel rincón de España, y las imágenes captadas por Álex se empeñaban en llegar cada vez más lejos.

3.11.06

Veinticuatro

Una vieja furgoneta mercedes lucía sus cuatro intermitentes detenida a un lado de la carretera, a la salida del municipio de Trespaderne, a casi ochenta kilómetros de Bilbao. Arrodillado a su lado, un hombre algo entrado en carnes bregaba con una rueda probablemente pinchada, el chaleco reflectante debidamente puesto y un triángulo rojo colocado unos metros a su espalda, advirtiendo de su presencia a los conductores. Nada especial si no fuera porque aquel tipo llevaba más de media hora arrodillado, y la rueda se encontraba en perfectas condiciones, dentro de lo que cabría esperar en una furgoneta que había visto tiempos mejores.

La carretera, sin ser de las más concurridas, gozaba de un tráfico fluido y constante que se dirigía hacia la capital de Vizcaya, a pesar de que la mayor parte de radios estuvieran emitiendo las siniestras noticias sobre la violencia que dominaba la ciudad. De pronto, el ruido de fondo que emitía aquel flujo de coches y sobre todo camiones de todos los tipos cambió de forma progresiva, imperceptible al principio, cada vez más fuerte después. El hombre del chaleco amarillo echó un vistazo atrás por encima de su hombro y ahí se quedó, helado, sorprendido quizá, al ver aparecer tras una curva de la carretera a quinientos metros de su posición a un pequeño grupo de vehículos del ejército.

Los observó mientras se acercaban a él. Eran como pequeños tanques, más compactos, altos, montados sobre seis enormes neumáticos en lugar de las habituales cadenas, pero con el esperado cañón apuntando al frente en actitud amenazante. Comparados con los coches que los adelantaban despacio para después acelerar una vez satisfecha la curiosidad, los vehículos militares parecían lentos y pesados. Sin embargo cuando finalmente alcanzaron la furgoneta averiada y la pasaron de largo, el flequillo del hombre bailó sacudido por el viento que las tanquetas habían levantado. Iban deprisa, quizá demasiado deprisa. Todavía estaban dentro de su campo visual cuando el tipo se incorporó y echó un vistazo hacia atrás aguardando por si llegaba alguien más. Tras unos instantes rodeó la furgoneta y se refugió al otro lado, sacando un móvil del bolsillo.

- Acaban de pasar. – Dijo levantando la voz por encima del ruido del tráfico.
- ¿Cuántos? – Preguntaron desde el otro lado de la línea.
- Sólo tres, blindados ligeros de los que salen siempre en las noticias, de esos con ruedas grandes como de tractor. Iban muy rápido.
- ¿Y los demás?
- No lo sé, supongo que estos son una avanzadilla o algo así, los demás vendrán detrás, pero seguro que no pueden ir tan rápido como éstos.
- Avísame en cuanto los veas llegar.
- ¿Qué haréis con éstos tres?
- Aún no lo sé, tenemos que discutirlo.

En las afueras de Artziniega, a unos cincuenta kilómetros de la furgoneta averiada y a una distancia aún menor de Bilbao, un centenar de hombres y mujeres se afanaban por ocupar sus posiciones según las instrucciones recibidas por los responsables de la operación. No llevaban uniformes, y su armamento era demasiado heterogéneo para tratarse de fuerzas militares o policiales convencionales. Sin embargo a la mayoría de ellos no les faltaba entrenamiento, y unos cuantos incluso tenían experiencia en combate, aunque fuera de tipo guerrillero o, como lo llamarían otros, terrorista. A su espalda la villa se levantaba sobre una suave colina, como las muchas que dominaban el paisaje, verde y húmedo, apenas manchado por grupos aislados de árboles y arbustos bajos.

- ¿Y bien? ¿Qué hacemos? – Preguntó Maitechu a su espalda, tras escuchar el resumen de la conversación con el vigía de la furgoneta.
- No lo sé. Podemos atacar a esa avanzadilla, probablemente hasta podríamos eliminarlos, pero nos quedaríamos sin factor sorpresa y la columna de tanques nos barrería como polvo en el camino.
- Muy poético. – Ironizó Goiko. - ¿Alternativas?
- Dejamos pasar a las tres tanquetas, que por sí solas son relativamente inofensivas, y cargamos contra el grueso de los militares. – Explicó la Gata.
- Olvidas el detalle de que son un montón de tanques enormes y armados hasta los dientes, y que nosotros apenas tenemos un puñado de armas que puedan hacerles cosquillas.
- ¿Y entonces?
- No lo sé, estamos jodidos.
- ¿Qué te pasa? – Le preguntó Maitechu, alzando la voz. - ¿Te estás acojonando? ¿Te da miedo enfrentarte a esos soldaditos?
- ¡Nosotros también somos soldados! – La secundó Goiko – Y nuestra causa…
- Iros a la mierda los dos. – Les cortó tajante, pero con voz calmada. - Si tuvierais el mando no daría un duro por todos esos chicos que tenemos ahí, así que calmaos y usad la cabeza, que las armas ya las usaremos después. – Y viendo que la mujer le lanzaba una mirada cargada de rencor y quizá también de amenaza, añadió. – Y antes de volver a cuestionar mi valor, recuerda que cuando tú jugabas a muñecas en tu casita de Donosti yo aprendía a montar bombas lapa, y que mis manos están tan llenas de sangre como las tuyas, si no más.
- Será mejor que nos decidamos ya, esas tanquetas llegarán de un momento a otro. – Zanjó finalmente Goiko la discusión.

Apostados a ambos lados de la carretera, uno frente al otro pero apuntando ambos hacia un lado formando una uve para evitar herirse mutuamente en caso de fuego cruzado, dos pequeños grupos acababan de ocultarse aprovechando algunas irregularidades del terreno. En toda esa zona la carretera tenía un solo carril en cada sentido, y no había sido difícil pasar una fina cuerda de alpinismo de forma que cruzara la calzada. En un extremo, a casi cincuenta metros de distancia y escondido tras unas grandes piedras pintadas de verde por el musgo, un chico de menos de veinte años sostenía la cuerda con una mano y una radio de campaña con la otra. En el otro extremo, dos minas antitanque estaban atadas y listas para ser arrastradas al centro del asfalto. Cada uno de los dos grupos apostados a los lados de la carretera tenía a su vez un lanzagranadas RPG-7, gastado más por el tiempo que por el uso, que un tirador sostenía apretado contra el hombro, estirado en el suelo para afinar la puntería. Junto a él, cuatro hombres por grupo esperaban armados con subfusiles y armas cortas, e incluso a un centenar de metros de allí, oculto en una pendiente sembrada de arbustos, un francotirador aguardaba su oportunidad.

Finalmente habían decidido atacar a la avanzadilla del ejército invasor, como lo llamaban entre ellos. El plan era usar las minas para anular el primer vehículo, y disparar los RPG contra los otros dos. Si todo iba bien, con eso no sólo acabarían con ellos, sino que obstaculizarían el paso del resto de la caravana militar, obligándoles a salirse de la carretera y reducir la velocidad y por tanto haciéndoles más vulnerables al siguiente ataque. Cuando esta primera escaramuza hubiera terminado, pondrían algunas minas más en la zona para intentar cazar a los tanques, y los lanzagranadas cambiarían de posición, apartándose aún más de la carretera.

Había dos factores que preocupaban a los ideadores de aquel plan. Por un lado, la puntería y efectividad de sus propios hombres contra unos vehículos blindados que circulaban a casi ochenta kilómetros por hora. Por otro, que si bien podrían cortar la carretera en dirección Burgos en cuanto las tanquetas se acercaran, existía el riesgo de que junto a ellas circulara algún vehículo civil que no sólo se viera afectado en la refriega, sino que entorpeciera el ataque.

Pero no hubo tiempo para nada más. Una docena de hombres y mujeres esperaban en sus puestos listos para el combate, mientras los demás aguardaban ocultos al desenlace de aquella primera prueba de fuego. Se les había ordenado ser invisibles, para evitar que la avanzadilla pudiera advertir a los tanques del tamaño real de sus fuerzas, así que se habían ocultado tras una de las numerosas colinas, reprimiendo el nerviosismo y la curiosidad a base de cigarrillos y murmullos. Finalmente llegaron las tanquetas.

El grupo del sargento Rojas avanzaba a toda velocidad, pero tanto los conductores como los vigías se mantenían atentos a la carretera y sus alrededores. El sol arrancaba destellos de cualquier lado, y los augurios del sargento les habían puesto algo nerviosos. Cuando las casas del pequeño pueblo de Artziniega aparecieron frente a ellos, no pudieron dejar de admirar la belleza del paisaje. En comparación con las aldeas y ciudades semidestruidas de Bosnia o la miseria sucia e inmutable de Afganistán, mantener una actitud de combate en ese entorno casi bucólico era algo extraño, surrealista, pensaba el conductor del primer VEC. A su lado, el sargento había abandonado el puesto de observación para atender una vez más a una llamada del General Cóllar. De pronto, un sexto sentido le indicó que algo iba mal.

- Sargento. – Murmuró, y Rojas entendió sin que hiciera falta más, dejando la radio inmediatamente y volviendo a su posición mientras el cañonero se tensaba en su sitio.
- ¿Qué has visto?
- No lo sé, señor – Pero nadie cuestiona la intuición de un soldado en combate, y todos se mantuvieron expectantes. Entonces el conductor cayó en la cuenta de qué era lo que había cambiado, cuál era el origen de su sospecha. - ¡No hay coches! ¡No vienen coches de frente! ¡Han cortado la carretera!
- ¡Mierda! – Fue lo único que atinó a contestar el otro cuando un movimiento apenas perceptible llamó su atención desde un lado y vio una línea de color oscuro que no debía estar allí, cruzando la carretera.

El blindado frenó y dio un volantazo un segundo después de que tras las rocas, el chico que sostenía el extremo de la cuerda recibiera la orden de tirar de la cuerda. Todo fue muy rápido, pero la maniobra brusca del conductor logró que las ruedas delanteras e intermedias del vehículo esquivaran las minas, no así las de atrás. Cuando el enorme neumático trasero pisó la mina, ésta estalló inmediatamente, levantando el culo de aquel mastodonte de catorce toneladas hasta ponerlo haciendo el pino con el cañón a unos centímetros del suelo, pero sin llegar a volcarlo completamente. La explosión arrancó de cuajo cuatro de los seis neumáticos y destrozó su vientre de acero, de modo que cuando volvió a caer su tripulación casi se encontró con el destrozado asfalto bajo los pies. En el salto el cañonero había salido despedido, destrozándose el cráneo contra una esquina acerada y muriendo al instante. El conductor se empotró contra el volante, todavía los brazos cruzados en la maniobra de evasión que había intentado realizar, y sintió como las costillas se le quebraban como si fueran un puñadito de frágiles mondadientes. El sargento también salió disparado de su asiento, golpeándose contra el frontal y soltando un inevitable alarido cuando la clavícula se rompió y astillo hasta atravesar la carne y asomar bajo la ropa.

Detrás de ellos, la onda expansiva afectó al segundo VEC, que había intentado frenar al ver la repentina maniobra del vehículo líder, empujando al pesado vehículo hacia la cuneta. Los duros neumáticos apenas derraparon sobre el asfalto, por lo que el frenazo fue terrible, haciendo que sólo el cañonero, el único que llevaba el cinturón anclado, se librara del golpe. El tercer blindado, que había quedado un poco rezagado, pudo frenar antes de colisionar con los otros dos, y de inmediato sus tres tripulantes iniciaron una maniobra defensiva, mientras uno de ellos establecía comunicación con la caravana de tanques. De repente una llamarada surgió de algún lugar a su derecha y un instante después la torreta del segundo vehículo estallaba bajo el impacto de un cohete, arrancando el cañón de cuajo y acabando con cualquier aliento de vida en el interior del VEC.

El sargento escuchó la explosión y cerró los ojos, imaginando que probablemente en algún lugar estarían lanzando ya una segunda granada. Casi pudo ver el dedo sobre el gatillo, las toberas anulando el retroceso de un arma tan potente, el primer estallido alejando unos metros el proyectil antes de que su combustible ardiera enviándolo al corazón de su objetivo. Pero lo que escuchó fue el rugir del motor de un VEC, y justo después la temida explosión. Sabiendo que si se quedaba allí tenía los minutos contados, el sargento apretó los dientes con rabia y se acercó al conductor entre los hierros retorcidos, pensando en cómo diablos saldrían de allí.

A menos de trescientos metros, alguien maldijo en vasco mientras observaba la situación con unos prismáticos.

- ¡Joder! ¡Han fallado el tiro!

En la carretera, el tercer VEC huía marcha atrás tan rápido como podía, la carretera violada por un gran cráter justo delante suyo, allí donde la última granada había impactado. Un fragmento de asfalto lanzado a gran velocidad había logrado reventar la ventanilla blindada del conductor, y éste sentía como los ojos le escocían por el humo, en el que creyó intuir el olor de carne quemada. A su lado, el cabo Jiménez describía la situación por radio con tanta rapidez como podía.

- ¡Dos VECs destruidos! No creo que haya supervivientes, señor. Nos han lanzado cohetes, pero no veo tropas, ¡no sabemos a quién nos enfrentamos!

No escucharon el disparo, lanzado desde una gran distancia con un fusil de precisión, pero la bala penetró por la ventanilla destrozada sin llegar a acertar al conductor. En lugar de eso rebotó en un lateral de acero, abollándose la punta y saliendo disparada hacia el techo, volvió a rebotar en uno de los mandos de la torreta del cañón y acabó hundiéndose en el pecho del operador de radio, quien nunca llegó a comprender lo que había pasado. El conductor, en un gesto reflejo hundió la cabeza en los hombros al escuchar los estallidos metálicos de la bala rebotando, pero ni así pudo evitar que un segundo disparo le alcanzara de pleno en la mejilla, abriéndole un boquete al salir por la parte occipital del cráneo. Desde su posición en la torreta, el cañonero vio el sol reflejándose en un montón de arbustos a más de un centenar de metros de distancia y sin pensarlo dos veces disparó el cañón de veinticinco milímetros en aquella dirección.

1.11.06

Veintitrés

La caravana avanzaba pesadamente en dirección a Bilbao, sorprendiendo a los conductores que la adelantaban con las caras pegadas a las ventanillas. Diez tanques Leopard E2, un escuadrón completo de vehículos acorazados ligeros y cuatro camiones cargados de tropas seguían al land rover de mando, que encabezaba la comitiva. Apenas era una pequeña parte de la División Mecanizada Brunete, pero habría sido imposible reunir más efectivos en los acuartelamientos de Burgos, normalmente poco más que un cuartel general, sin llamar la atención.

En los últimos días se había llamado a una parte del Regimiento de Caballería Ligero Acorazado "Farnesio" desde su base en Valladolid, con la excusa de unas maniobras, y eran sus efectivos los que ahora circulaban en dirección a Bilbao. Los setenta kilómetros por hora que alcanzaban los poderosos Leopard puestos a toda potencia marcaban la velocidad del grupo, excepto tres VEC, los vehículos acorazados ligeros, que se habían adelantado a casi cien kilómetros por hora para explorar el camino y guiar a los demás. Los otros trece vehículos ligeros se intercalaban entre el todo-terreno de mando, los tanques y los camiones de transporte, cerrando tres de ellos la marcha.

Todos los integrantes de aquel pequeño ejército sabían a lo que iban, aunque a ninguno de ellos se le había pedido su opinión. La mayoría de aquellos hombres, todos ellos entre los veinte y los cuarenta años, tenían experiencia de combate, o al menos en las famosas “misiones de paz” de Kosovo y Afganistán, pero entre aquello y meter los tanques en una ciudad española, aunque fuera Bilbao, había un mundo, y muchos de ellos se sentían inquietos y preocupados, pensando que, ocurriera lo que ocurriera, las consecuencias no podían ser buenas. Sin embargo nadie se atrevía a expresar sus opiniones, ninguno de aquellos soldados estaba dispuesto a abandonar al equipo, y como mucho algunas miradas furtivas se cruzaban de vez en cuando entre los bancos de los camiones, o en el interior de los vehículos acorazados.

En el coche de mando, el General de División Miguel Ángel Cóllar Ahuso mantenía la mirada fija en el asfalto, que desaparecía con desesperante lentitud por debajo del morro de su vehículo, mientras permanecía atento a la emisora de radio que su conductor había sintonizado y que retransmitía las noticias de los sucesos de Bilbao. El locutor casi gritaba sobre el estruendo de fondo, y a pesar de que sus explicaciones no llegaban a ser del todo coherentes, bastaban para imaginar a grandes rasgos lo que allí estaba ocurriendo. Los primeros disparos se habían escuchado lejanos, probablemente porque el periodista no estaba cerca del autor de los mismos o sencillamente porque el micrófono no apuntaba en la dirección correcta, pero el General los reconoció sin dificultad: una automática, calibre medio. El periodista pareció enloquecer, hablaba a toda velocidad, explicando que parecía haber muertos entre los miembros de la manifestación, que los disparos procedían de algún lugar del lado de los ertzaintzas, que el asalto que hasta el momento estaba describiendo se había detenido. Y en esas explicaciones estaba cuando sonaron nuevos disparos, esta vez mucho más fuertes, cercanos, y el periodista dio un grito y se escucharon golpes y ruidos, hasta que el asustado hombre explicó que se había arrojado al suelo como casi todo el mundo ante el riesgo de que una bala perdida pudiera herir a alguien. Después retransmitió con dramatismo como la barrera policial se retiraba llevándose consigo a dos agentes heridos o quizá muertos.
En su asiento, el General Cóllar Ahuso apretó inconscientemente el pie contra el suelo, como si así pudiera acelerar la marcha de su convoy militar. Sabía que a partir de ese momento el tiempo sería crucial. En la manifestación de Bilbao había muchos hombres valientes, pero no podrían resistir demasiado si la policía vasca decidía poner toda la carne en el asador. Por un lado les interesaba que la violencia creciera, cuanto más mejor, pero por otro no podían permitirse llegar tarde. Debían hacer su aparición en el momento álgido, cuando todo pareciera perdido y los ciudadanos rezaran en sus casas por una aparición divina que acabara con todo aquello. Él sería esa aparición divina, y sus hombres ángeles justicieros dispuestos a liberar España de terroristas y separatistas deseosos de destruir la patria. Miró el reloj y vio que todavía les quedaba una hora para llegar. Una hora que se haría eterna, en la carretera y en la ciudad.

- ¿Cómo vamos? – Preguntó después de levantar el micrófono de la radio de campaña que lo comunicaba inmediatamente con el hombre al cargo del primer Leopard.
- De maravilla señor. Todas las unidades respondiendo perfectamente.
- ¿Podemos ir más rápido?
- Vamos casi al máximo, señor.
- O sea que podemos ir más rápido.
- Es peligroso forzar las máquinas, señor, no durante tanto rato.
- Vamos a acelerar un poco. Aprieten hasta donde sea posible y nosotros nos adecuaremos a su velocidad. Si hay cualquier problema, reduciremos de nuevo.
- A sus órdenes.

Volvió a mirar el reloj, nervioso. Lo peor de la espera es que los nervios se alían con la imaginación y ni el más experto combatiente puede evitar intentar hacer predicciones sobre lo que va a ocurrir. Él había pensado mucho en ello, había intentado imaginar, prever, todos los escenarios posibles, pero los años de servicio le habían enseñado que todo plan puede fallar. El hombre hace planes y Dios se ríe, había leído en algún lugar, y se recordaba a menudo esa frase a sí mismo para evitar caer en el exceso de confianza de un plan meticulosamente elaborado. Y lo que era peor, todo aquello no era precisamente un plan meticuloso. Habían tenido que improvisar, en base a unas ideas discutidas durante muchos años, sí, pero adaptándose a las circunstancias lo mejor que habían podido. E incluso eso acababan de cambiarlo, haciéndole salir a la carretera antes de lo provisto. Pero al parecer, habían acertado, y ahora desearía estar ya en la ciudad.

Según sus previsiones, no encontrarían resistencia hasta llegar a Bilbao. Aunque el secreto no era en modo alguno garantizable, contaban con que nadie sabría nada hasta que sus tropas estuvieran ya en movimiento, por lo que cualquier tipo de respuesta llegaría tarde o sería insuficiente. Cualquier decisión militar debía contar primero con la aprobación del gobierno, y los políticos no estaban acostumbrados a tomar decisiones bajo estrés, y menos en circunstancias tan graves. Tampoco es que hubiera muchos efectivos que pudieran ofrecer resistencia a sus Leopard, pero nadie deseaba un enfrentamiento entre soldados españoles, hermano contra hermano. Por otro lado, el gobierno vasco apenas tendría nada que enfrentar a los blindados de la Brunete, en el hipotético caso de que se decidiera a hacerlo. Tenían sus propios vehículos pesados, incluso helicópteros, pero su armamento era ligero y en ningún caso una amenaza para el General.

Así pues, esperaban llegar a Bilbao sin más contratiempos, seguros de que su entrada sería recogida por los medios de comunicación, que era lo más importante. Los tanques apenas jugarían un papel real en todo aquello, más allá de lo que podría considerarse guerra psicológica, pero los VEC y los casi doscientos soldados que los acompañaban deberían acabar con el enfrentamiento en las calles de la ciudad y tomar los objetivos asignados con anterioridad. Esperaban que para entonces las reticencias que hasta el momento habían mantenido algunos de sus compañeros del Ejército acabaran por desmoronarse y se unieran al golpe, especialmente en algunos puntos clave que podían inclinar la balanza a un lado u otro.

Si todo iba según lo previsto, unidades especiales combinadas del ejército, la guardia civil e incluso la policía nacional que sólo esperaban la orden se ocuparían de controlar el complejo entramado civil del poder, llevando a cabo detenciones, sometiendo medios de comunicación, organismos públicos, e incluso instituciones financieras. La mayor parte de aquel plan se le escapa al General, pero sabía que mentes más especializadas que la suya se habían ocupado de todo aquello. Lo que más le preocupaba era su propia área, la militar. Tenía claro que él era una pieza crucial para el éxito del golpe, pero también sabía que no era el favorito para encabezarla. José Antonio Cena, un enchufado con ambiciones, podía acabar llevándose toda la gloria que por derecho a él le correspondía, y esa idea espoleaba sus prisas por llegar a Bilbao aún más que la preocupación por el enfrentamiento que allí estaba sucediendo. Cena tenía helicópteros, que no sólo podían llegar a ser tan impresionantes como sus tanques, sino que además eran mucho más rápidos. No es que aquel aprendiz de Teniente General pudiera ocuparse de todo él solo, pero sí podía ser el primero, y por tanto hacer el papel de héroe que Cóllar ambicionaba para si.

- ¿Dónde estáis? – Preguntó de nuevo con el micrófono en mano, tras contactar con el sargento que comandaba al grupo de vehículos ligeros que había sido enviado a explorar. El sargento Rojas y él habían estado juntos muchos años, y existía cierta camaradería entre ambos. Rojas había sido de los pocos a los que había pedido la opinión sobre todo aquello, y su respuesta había sido satisfactoria: exactamente lo que se esperaba de él.
- A menos de cincuenta kilómetros, señor. Avanzamos despacio por precaución.
- Déjate de precauciones, Rojas, que no estamos en Afganistán, joder. – Le amonestó el General. – Quiero que lleguéis hasta las mismas puertas de la ciudad, hasta donde haga falta, y os aseguréis de que Cena no entra con sus helicópteros antes que yo.
- ¿Señor? ¿Cómo quiere que…?
- ¡Yo qué sé, Rojas! Tú llega allí cagando leches y toma posiciones: ¡quiero que la Brunete sea la primera en llegar!
- Entendido, señor, iremos tan rápido como podamos.
- No es suficiente, Rojas. Si hace falta bájate del VEC y empújalo. - Sabía que no era justo descargar su nerviosismo en un viejo amigo, pero en el fondo, para eso están los amigos, ¿no?

El sargento Rojas dio instrucciones al piloto del VEC para que acelerara al máximo, al tiempo que avisaba a los demás vehículos para que hicieran otro tanto. Al sargento nunca le habían gustado las prisas, y menos cuando las vidas de sus hombres y la suya propia estaban en juego. Sin embargo entendía el porqué de todo aquello, y él también había estado escuchando la radio, como todos los demás. A diferencia de al General, a él si le preocupaba que la violencia pudiera crecer en Bilbao antes de que ellos llegaran. Tenía una visión idealizada de su misión en todo aquel embrollo, perfectamente coherente con su imagen del ejército español, “profesionales de la paz”. A eso iban a Bilbao: a devolver la paz al País Vasco y a toda España.

Recordó cuando estando en su primera misión en Bosnia le llegaron noticias de un atentado de ETA en Madrid: mientras dirigía una patrulla por las calles solitarias de un pueblecillo enfrentado consigo mismo, se preguntó por qué estaba él luchando por la paz tan lejos de casa cuando en su país quizá hiciera aún más falta su esfuerzo. Ahora tenía esa oportunidad. Y a pesar de todo, al sargento no le gustaban las prisas.

- Pisad hasta el fondo, chicos, pero tened todos los sentidos alerta, no sabemos con qué nos podemos encontrar. – Dijo por radio a los otros dos acorazados, de forma que en el suyo propio todos pudieron escucharlo.
- ¿Qué cree que puede haber ahí fuera, sargento? – Le preguntó el cañonero de su VEC.
- Quien sabe, podrían tener minas, lanzagranadas, cualquier cosa.
- ¿Quién? – Preguntó el conductor, que hasta ese momento ni siquiera había imaginado que pudieran enfrentarse a alguien armado.
- ¡Y yo qué sé! – Contestó malhumorado el sargento – Pero abrid bien los putos ojos, por si acaso.

31.10.06

Veintidós

De pie encima de la marquesina de autobús, Álex podía ver el grueso de la manifestación, que se removía como el cuerpo inquieto de una monstruosa serpiente. No era precisamente una concentración masiva, y durante la última media hora parecía que sus componentes se habían ido juntando en grupos más reducidos, los cuales, sin perder cierta coherencia de conjunto, se movían y actuaban con autonomía.

Así, antes de empezar a emitir desde su pequeña cámara compacta, el periodista había podido diferenciar hasta cinco partes distintas dentro de la manifestación. Un grupo formado por alrededor de un centenar de personas, la mayor parte a cara descubierta pero equipados de un modo u otro para la lucha urbana, se enfrentaba de forma incansable a la barrera policial que atravesaba la calle de un extremo a otro en forma de U abierta. Este grupo era de baja densidad, muy activo, avanzando y retrocediendo según las necesidades del enfrentamiento. A sus flancos y por detrás de ellos, dos columnas de tres o cuatro hombres de espesor, muy apretados los unos contra los otros, aseguraban la tranquilidad del grueso de aquella manifestación, actuando a modo de cordón, aunque claramente más dirigido a rechazar posibles agresiones externas que a contener las internas. Así, de vez en cuando salía por encima de esos hombres alguna piedra lanzada con fuerza, o incluso pequeños grupos atravesaban de repente el cordón para lanzar un ataque fugaz contra una patrulla de ertzaintzas, volcar un coche o cualquier otra maniobra similar. Cerrando la manifestación, aunque demasiado lejos para que Álex pudiera verlos con claridad, una barrera similar a la de los flancos se mantenía firme y hermética, seguida a cierta a distancia por un par de furgonetas de la policía vasca y un número indeterminado de agentes protegidos por cascos y escudos.

Sin embargo el más curioso era el quinto grupo, el más numeroso y que conformaba el cuerpo central de la manifestación. Más de un millar de personas se removían ahí, acercándose de forma aparentemente casual e indistinta a los laterales o al frontal de la manifestación, pero que raramente permanecía quieta. En medio de aquel gentío, un par de coches se situaban estratégicamente, y tras un rato de observación Álex entendió que de aquellos coches salían los cócteles Molotov lanzados intermitentemente, y lo que era más importante, las instrucciones que dirigían al conjunto de la manifestación. Sólo en los últimos minutos el periodista había visto a tres mensajeros, como los denominó él, que se acercaban al coche y después partían en diferentes direcciones para repartir instrucciones, que inevitablemente desembocaban en un ataque con piedras a un coche policial subido a la acera, el relevo de un grupo de asaltantes del frente derecho o el inicio de una lluvia de insultos y amenazas dirigidas a un balcón en el que colgaba una ikurriña.

Álex todavía estaba mirando aquellos coches cuando recibió la señal de empezar a emitir. No estaba seguro de sentirse cómodo en su papel: en la minúscula pantalla de su cámara apenas podía ver la calidad de lo que estaba filmando, y le preocupaba su reputación como profesional. Además, le habían dado instrucciones claras de que no dijera nada, estaba allí sólo como cámara, a pesar de que él fuera periodista, o aprendiz de periodista, como le recordaron desde la central. Por otro lado, sabía que iba a ocurrir algo, algo grave, y le preocupaba tanto la posibilidad de que se le escapara, como que pudiera afectarlo de algún modo. A pesar de todo, Álex pulsó el botón de grabar y empezó con un plano abierto del grueso de la manifestación, imaginando que alguien en los estudios de Madrid estaría comentando sus imágenes.
Hizo un barrido lento por aquel conglomerado rugiente y agresivo, que se convulsionaba a sus pies. La cámara se dirigió lentamente hacia la cabecera de la manifestación, tal y como le habían instruido los fachas que le habían guiado hasta allí, y allí dedicó unos segundos a mostrar la gruesa barrera policial, que resistía inmutable los embates de los manifestantes, como un rompeolas ante el mar embravecido. Hasta el momento los ertzaintzas apenas habían respondido a las provocaciones, y sólo había un puñado de detenidos de entre los grupos que salían desde los flancos de la manifestación. Tras los escudos y cascos, escopetas y porras, las tanquetas de agua aguardan la orden para volver a refrescar los ánimos más encendidos. Álex estaba haciendo un zoom lento hacia cuatro hombres vestidos con cazadoras oscuras que desde primera línea se acercaban a los policías para escupirles o arrojarles objetos cuando un ruido creciente le hizo separar la mirada de la pantalla por un instante. Al momento se dio cuenta del error y rogó porque esa distracción no se hubiera notado demasiado en la imagen. Casi como para justificarse, abrió plano para abarcar tanto a la barrera de seguridad como el frente de la manifestación.

Entonces se dio cuenta: algo estaba pasando. Un grupo de no menos de cincuenta hombres, bastante jóvenes en su mayoría pero todos vestidos con idéntico atuendo skin –cazadora, tejanos y botas- avanzaba a paso ligero desde el centro de la manifestación hacia su parte delantera. En el centro, ocho de ellos llevaban a cuestas un gran banco de hierro forjado que debían haber arrancado de algún lado, mientras los demás los envolvían protectoramente. La manifestación se separaba a su paso como en una coreografía ensayada, y Álex pensó que la policía no los vería llegar hasta que fuera demasiado tarde. Sin embargo con un movimiento de cámara demasiado brusco el chico mostró como la barrera formada por varias hileras de policías se apretujaba aún más y se reforzaba en la parte norte, hacia donde el grupo con su improvisado ariete parecía dirigirse. Del mismo modo, las dos tanquetas empezaron a lanzar sus potentes chorros de agua en esa dirección, como si prepararan el camino. Era evidente que él no era el único que observaba la manifestación desde las alturas, y Álex casi murmuró en voz alta la pregunta de cuántos observadores más habría en los balcones, y a quién informaría cada uno de ellos.

A pesar de los chorros de agua, el choque del ariete contra los escudos fue terrible. Unos metros antes, el grupo de skins se abrió como un abanico en la parte delantera para cerrarse y empujar desde detrás a toda velocidad, gritando mientras corrían tanto como podían. Cuando el hierro forjado chocó contra los escudos de plástico se escucharon los chasquidos por encima del griterío, y Álex supuso que los brazos que sostenían esos escudos se habrían quebrado con la misma facilidad que el plástico reforzado, si no más. El banco atravesó dos, tres hileras de policías y ahí se quedó, como una lanza en el cuerpo de un gigante, mientras skins y policías se lanzaban a la brecha y se enzarzaban en una pelea de resultado incierto. La cámara se mantenía inmóvil, hechizada por esa muestra de sorprendente violencia, hasta que un movimiento captado por el rabillo del ojo llamó la atención de Álex. Intentando seguir enfocando la batalla campal, Álex vio como cuatro hombres se colaban por el desprotegido extremo sur de la barrera policial y empezaba a correr en dirección al grueso de la manifestación.

- Nada de caras.- Recordó que le había exigido el amenazante líder del grupo de asalto que había preparado todo aquello. – Que se les vea de espaldas, desde lejos, que se vea como desaparecen entre los demás.

Álex volvió a abrir el plano. Al fondo se veía a varios skins tumbados en el suelo, casi todos revolviéndose bajo los chorros de agua, mientras brazos armados con porras y palos por igual no paraban de subir y bajar a un ritmo trepidante. El grueso de la manifestación parecía haberse retraído como si esperara expectante, y en primer término, aunque algo desenfocado, un pequeño grupo corría alejándose de la cámara en dirección al centro de la imagen. Y entonces ocurrió.

El primer disparo cogió a Álex desprevenido. Ni siquiera movió la cámara, no entendió qué había ocurrido, y sin embargo pareció como si su cuerpo se encogiera, y lo mismo lo ocurría a muchos de los que había a su alrededor. El segundo disparo hizo que casi todos ellos se agacharan o incluso se arrodillaran, manifestantes y policías, mientras en el centro de la imagen dos componentes del grupo que corría caían al suelo abatidos por los tiros. En un acto reflejo e inconsciente, Álex volvió la cámara hacia la dirección en que creía haber escuchado los disparos, y la imagen de su cámara mostró desenfocado a un grupo numeroso de ertzaintzas, algunos de ellos también agachados. Sin pensarlo, Álex exclamó: ¡Joder, no pueden haber sido ellos! Y al instante esa frase se escuchó en millones de hogares de toda España, mientras los presentadores y responsables de las cadenas de televisión que estaban emitiendo en directo se encogían en sus sillas, sin saber si era peor el taco o la velada acusación.

Álex no tuvo tiempo de decir más. Al parecer la manifestación había pensado lo mismo que él, aunque allí no habían dudado de la autoría de aquellos disparos. El griterío creció hasta un volumen ensordecedor. Una parte importante de los manifestantes huían hacia atrás, tratando de evitar lo que se avecinaba, pero aquí y allá algunos grupos mantenían el tipo, encogidos y asustados, pero insultando y amenazando más que nunca a los asesinos que acababan de disparar. Los cincuenta skins, o lo que quedaba de ellos, se retiró a la carrera perseguidos por los casi incansables chorros de agua, pero los flancos de la manifestación todavía mantenían su formación. Entonces se escucharon nuevos disparos, pero esta vez venían desde el otro lado de la imagen, y Álex no pudo reprimir un nuevo taco cuando se tiraba al suelo para estirarse tan largo era sobre el tejado de la parada de autobús, sin dejar nunca de filmar.

Los disparos alcanzaron el centro de la formación policial y dos agentes cayeron hacia delante, quizá muertos. Rápidamente algunos compañeros los cogieron por los brazos y tiraron de ellos mientras toda la barrera retrocedía como podía, los escudos todavía en alto como si pudieran servir de algo. Un instante después las dos tanquetas avanzaron lentamente hasta situarse de través entre policías y manifestantes, a la vez una nueva ráfaga de tiros atronaba en la atestada calle, sin que esta vez la cámara llegara a registrar si habían alcanzado a alguien. En lugar de eso, Álex oscilaba entre manifestantes y policías, tratando de centrarse unos segundos en cada grupo, temiendo perderse el siguiente drama, temiendo formar parte de él.

Durante unos minutos se impuso un silencio extraño, mientras ambos bandos recogían a sus heridos y muertos y quizá planificaban los respectivos contraataques. Álex levantó la cámara y mostró algunos rostros asustados mirando desde ventanas y balcones, persianas que caían rápidamente como si pudieran proteger a los inocentes del peligro de una bala perdida, plantas y flores que mostraban su colorido impasibles ante el drama que allí abajo acontecía. El ruido de las sirenas, que había ensuciado la atmósfera de Bilbao durante toda la mañana, pareció intensificarse cuando ambulancias y refuerzos policiales empezaron a acercarse tan rápido como podían al escenario del horror.

29.10.06

Veintiuno

En su sede central de la calle Génova, la dirección del principal partido de la oposición tomaba una de esas difíciles decisiones en la vida, cuando hay que escoger entre lo malo y lo peor. El debate había sido duro, las posturas enfrentadas, pero al final los argumentos, y sobre todo los riesgos que entrañaba una decisión equivocada, habían determinado la balanza.

Una vez decidido el qué, sólo quedaba determinar el cómo, y eso generó un nuevo y encendido debate.

- Enviémosles una carta, un fax, un mail. Nosotros nos limpiamos las manos y si hay suerte no lo ven hasta que sea tarde. – Apuntó uno.
- ¿Y entonces qué? ¿Ocurre ese baño de sangre que nos han anunciado sin que el gobierno pueda hacer nada? ¿Quieres eso sobre tu conciencia?
- Hay que llamarles, directamente, una llamada a las más altas instancias: al Presidente.
- Exacto – secundó otro – De presidente a presidente, MR debe llamarle, con el discurso preparado, y nosotros lo grabaremos todo desde aquí para que después no haya dudas.
- ¿Y si hacemos la llamada delante de los periodistas? – Todos escucharon la propuesta sorprendidos, aunque incapaces de negar el potencial de notoriedad de una idea así.
- Es arriesgado. – Murmuró el presidente del partido.
- ¡Todo es arriesgado! ¡Estamos ante un intento de golpe de estado!
- Hay que jugársela si queremos sacar algo de esto, si no queremos recibir hostias hasta en la foto del carné de identidad.

La discusión continuó durante unos minutos más, aunque todos sabían que el tiempo corría en su contra. Finalmente se aprobó la idea de que MR llamara al Presidente Z y le comunicara lo que sabían. Debía ser una llamada dramática pero sincera, cargada de gravedad, en la que la oposición demostrara estar a la altura de las circunstancias. Con suerte pillarían a los socialistas a contrapié y lograrían hacerle quedar mal.

Rápidamente se avisó a los periodistas que seguía apostados en la sala de conferencias, de la que no iban a moverse hasta que todo aquello acabara, sabiendo que los comunicados de prensa serían una constante. Se les advirtió de que había noticias extremadamente graves, y que MR iba a llamar al Presidente del Gobierno ante las cámaras para comunicarle las novedades.

Intentar jugársela al gobierno en una situación de tan extrema gravedad era algo delicado, inmoral, dirían algunos, pero cualquier político sabe que ese enfrentamiento es inevitable. Algunas veces es más evidente, otras más sutil, pero gobierno y oposición están constantemente midiendo sus fuerzas, erosionándose el uno al otro en una lucha de desgaste que no se decide hasta las siguientes elecciones. Para los dos principales partidos del país, todo se centra en anular al otro, sabiendo que la victoria de uno depende de la derrota del otro. La verdadera lucha ya no es sólo ganar las elecciones, sino hacerlo con la suficiente ventaja como para no depender de terceros para gobernar. Y al revés: en caso de perder, es importante que el otro no pueda gobernar en solitario, ya que cualquier tipo de asociación, normalmente con los nacionalistas, lo hace vulnerable a los posteriores ataques de la oposición. La cuestión está en que nunca hay descanso en la lucha entre los dos partidos, nunca se bajan las barreras, nunca, bajo ninguna circunstancia, se puede dejar de atacar.

Una docena larga de periodistas con otras tantas cámaras de televisión se agolpaban en la sala de conferencias de la sede política. Tras el pequeño atril que mostraba notoriamente el logotipo del partido, con un fondo en el color corporativo, el jefe de prensa anunciaba el inminente inicio del acto. En el atril, ocultas a las cámaras, unas pequeñas luces indicaban si alguna cadena de televisión les sacaba en directo, momento que el orador debía aprovechar para sacar a relucir las consignas de cada momento. En ese mismo momento las dos luces de las cadenas informativas veinticuatro horas ya estaban encendidas, y contaban con que en cuanto empezara a hablar, muchas de las cadenas generalistas se les unirían.

MR apareció por una puerta lateral. Vestía un traje oscuro, elegante, corbata azul y un lazo negro en la solapa, como el que muchos españoles llevaban con motivo de la muerte del Rey. Su expresión era seria. No con esa seriedad agresiva que dedicaba a sus arengas contra el gobierno, sino una seriedad casi compungida, aunque con un brillo de decisión en los ojos. Un espectador normal tan sólo lo vería serio, aburrido, como siempre, como casi todos los políticos, pero los periodistas presentes en la sala acostumbrados a buscar pistas y matices, auguraban que algo importante les iba a ser comunicado. MR dejó unas hojas grapadas encima de la mesa e inició su discurso, aparentemente improvisado.

- Señores, como todos saben ya, la situación en Bilbao está empeorando por momentos. Los tristes sucesos que supuestamente lo han motivado todo, el cruel e injustificado asesinato de nuestro Rey, de ninguna forma puede usarse como excusa para nuevas formas de violencia. A pesar de que algunos puedan dudarlo al contemplar la errática actuación del gobierno, la democracia española tiene sus propios cauces para acabar con la lacra terrorista, como el Partido Popular demostró en sus años de gobierno. Nosotros creemos en la necesidad, la urgencia, de usar todos los recursos dentro de la legalidad vigente para acabar con esos asesinos, pero con la misma contundencia rechazamos que nadie tome la justicia por su mano y se salte, no, que se enfrente a las leyes e incluso a las fuerzas de seguridad del estado para imponer su voluntad.

Por eso, y a raíz de una terrible información que acaba de llegar a nuestras manos, voy a llamar personalmente al Presidente del Gobierno para comunicarle el nuevo peligro al que se enfrenta nuestro país. – Al terminar de decir estas palabras pensó que quizá le había quedado algo melodramático, pero eran los riesgos de hablar sin un discurso redactado, sólo con un guión de los argumentos principales. Aún peor le pareció lo que tuvo que hacer a continuación y que tan bien habían imaginado en la reunión previa: descolgó un teléfono que había en su atril y se lo acercó al oído como si fuera un presentador de televisión en un concurso barato, cuando todos sabían que el teléfono ni siquiera estaba conectado y la llamada se realizaba desde una centralita, pinchándola directamente a su micrófono y a los altavoces de la sala. De este modo los periodistas no escucharon como el portavoz del partido en el Congreso daba los pasos pertinentes para que la llamada llegara hasta el mismísimo Presidente, cuya voz resonó de inmediato en los altavoces. Un segundo antes, ocho de las diez luces ocultas en el atril se habían encendido, señalando que casi todas las cadenas del país iban a transmitir aquella conversación.

- Buenas tardes, señor Presidente.
- Buenas tardes, señor R.
- Antes que nada, quiero que sepa que tengo algunos amigos aquí conmigo.- Dijo MR con una discreta sonrisa hacia los periodistas.
- Lo sé, el presupuesto de este año nos alcanzó para un televisor, y puede verle en la pantalla. – Le devolvió la pelota el Presidente, aunque su voz se mantenía seria.
- Presidente, le llamo con el sentido de lealtad que usted sabe que nos define tanto a mi partido como a mí mismo.
- Entiendo. – Contestó el Presidente, sin darle la razón - ¿Y cuál es el motivo de la llamada? Puede usted imaginar que en estos momentos ni una sola persona en el Gobierno, ni siquiera yo, anda sobrada de tiempo.
- Por supuesto, señor. – Contestó MR sintiendo que le estaban marcando un gol tras otro. – Lo que voy a decirle es de la mayor importancia: Señor, -hizo una pausa dramática para concentrar en él toda la atención- hace apenas unos minutos hemos podido saber que una pequeña minoría dentro del ejército puede estar planeando un golpe de estado, y hemos considerado nuestra obligación el comunicárselo al gobierno inmediatamente por…
- ¿Algo más? – Le cortó secamente el Presidente.
- ¿Cómo? Un golpe de… - No pudo evitar balbucear MR sorprendido por aquella inesperada respuesta.
- Por supuesto le agradezco enormemente su interés, querido R, y de hecho nos ha ahorrado tener que llamarlos nosotros a ustedes para informarle. El Gobierno conoce los planes de ese grupo golpista desde hace tiempo, supongo que algo más que esos minutos que usted ha mencionado, y estamos tomando las medidas pertinentes para neutralizarlo. No creo que hablar de este tema ante las cámaras de televisión, advirtiendo a los golpistas y asustando a los ciudadanos, haya sido la mejor idea, al menos no una idea propia de un hombre de estado, pero desde el Gobierno agradecemos la buena voluntad que seguramente les ha hecho actuar con esta precipitación. No se preocupe, toda nuestra atención está dedicada a esta crisis, y no pararemos hasta que España reencuentre el camino de la paz y hasta el último culpable de todo esto se presente ante la justicia para responder de sus actos.

La conversación terminó con una despedida precipitada y MR entendió que en los escasos minutos que aquella pantomima había durado se había firmado su condena de muerte, al menos políticamente hablando. ¡Se la habían jugado! Los socialistas se habían enterado y lo habían preparado perfectamente. Les habían puesto una trampa, un cebo y sólo habían tenido que esperar a que cayeran en ella. En la lucha por el poder, ninguno de los dos había dudado en usar la crisis, por grave que fuera, en su favor, pero esta vez a ellos la jugada le había salido mal, y sería difícil recuperarse de algo así.