13.11.06

Treinta

Todos los Chinook estaban por fin en el aire y se disponían a dirigirse de vuelta a la base, ya que su autonomía de vuelo no les permitía volar más que unas pocas horas. En caso de que fueran necesarios se les volvería a llamar, aunque ateniéndose a los planes las tropas conjuntas de los dos generales tomarían la ciudad de Bilbao durante los siguientes días. Sin embargo, el cielo no quedó libre de helicópteros porque, como si de juego de relevos se tratara, cuando los enormes aparatos de doble hélice abandonaban la zona los Cougar llegaban reduciendo la velocidad y demorándose por un momento encima de las belicosas calles.

Apenas nadie se había movido de sus posiciones en los últimos minutos. Los manifestantes seguían reunidos en el centro de la calle Cortes, aguardando instrucciones del coche central, que a su vez estaba en contacto con Madrid en espera de instrucciones. Los militares se mantenían en sus posiciones, tanto en las calles como en los puntos elevados desde los que controlaban cualquier movimiento, y sus armas seguían preparadas y apuntando. Los únicos que se movían era los policías, que primero se habían agrupado en la calle Miribilla, frente al hotel Cantábrico, y ahora, tras recibir instrucciones de sus mandos, empezaban a volver a sus vehículos para desalojar la zona. El ejército había tomado el control de la situación y había exigido a los ertzainas que abandonaran la zona para evitar provocar a los manifestantes. Al escuchar eso el Intendente Etxebarría tuvo que contenerse para no contestar un improperio a los engalonados generales que tenía en frente. Se retiró momentáneamente, y tras consultarlo por teléfono con el director del cuerpo armado, finalmente dio la orden de retirarse de forma definitiva. Al parecer las instrucciones venían desde lo más alto, y el jefe le garantizó personalmente que todo iba a salir bien.

Los Cougar, como antes habían hecho los Chinook, fueron aterrizando uno a uno en la plaza Sarategui, dónde paraban el tiempo justo para que sus ocupantes desembarcaran. No era un grupo tan numeroso como el del General Cena, pero sí llevaban idéntico equipo y armamento, el de las Fuerzas Especiales. Sin embargo estas tropas no se dispersaron, sino que formaron una doble fila tras un grupo formado por tres mandos perfectamente uniformados, con medallas y todo, y junto a ellos un civil con traje negro que bajó del último helicóptero y se sujetó la corbata con una mano mientras éste volvía a levantar el vuelo, provocando el característico estruendo y ventolera. Antes de que nadie pensara siquiera en qué hacer, de la línea de escolta que acompañaba a los mandos y al civil se separaron tres parejas de soldados que corrieron en diferentes direcciones, seguidas por las miradas de todo el mundo.

Ante la sorpresa de propios y extraños, los soldados se acercaron a los periodistas que habían ido apareciendo en la última media hora, y tras un intercambio de palabras, los dirigían hacia el grupo de recién llegados. Una de aquellas parejas se acercó a la marquesina en la que Álex y el otro cámara recogían todo lo que ocurría. La pequeña filmadora de Álex llevaba un rato con el icono de falta de batería parpadeando, pero él seguía ahí, dispuesto a aguantar tanto como fuera posible. Los soldados les ordenaron con voz tajante que bajaran de la parada de autobús y se dirigieran, con el resto de periodistas, a donde aguarda el grupo de mandatarios. Mientras intentaba bajarse sin dejar de filmar, el joven periodista pudo ver que los dos comandantes, los que habían llegado con los taques y la primera oleada de helicópteros, acudían también a la cita.
- No entiendo nada. ¿Quién coño son esos? ¿Y quién es ese civil? – Preguntaba en voz alta el General Cóllar, todavía demasiado lejos para distinguir a los recién llegados.
- Veámoslo por la parte positiva. – Le contestó el General Cena – Si no me equivoco son tres altos mandos, lo que sumado a nosotros dos ya empieza a ser un grupo interesante.
- ¿Y el civil? – Insistió el suspicaz militar.
- No lo sé, será algún amigo de Don Ramón.

Cuando la media docena de periodistas, entre cámaras y locutores, llegó lo suficientemente cerca como para reconocer a los recién llegados, la sorpresa fue mayúscula. La mayoría de ellos se detuvo allí mismo, las bocas tan o más abiertas que los ojos, y se miraron los unos a los otros como si buscaran confirmación a lo que estaban viendo. Álex se adelantó un paso y volvió a mirar al grupo de tres militares y un civil que les aguardaban todavía unos metros más adelante.

- ¿Pero qué coño…? – Escuchó que alguien decía a su derecha, y cuando giró la cabeza en esa dirección vio que el que había farfullado era el militar que comandaba los tanques.

Los periodistas corrieron a coger posiciones y todas las cámaras se encendieron, tratando de meter en un mismo plano a los dos mandos que caminaban ahora más deprisa, seguidos de algunos de sus ayudantes y soldados, y los que les esperaban, respaldados por la doble hilera de miembros de las Fuerzas Especiales. Los pechos de los militares que esperaban estaban repletos de condecoraciones, y uno de ellos, llamativamente más alto que los demás, lucía las cinco estrellas bajo corona del Capitán General y Comandante en Jefe de las fuerzas armadas españolas. A su lado, nada más y nada menos que el Jefe del Estado Mayor de la Defensa y el Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra. Y sin embargo, el que más destacaba era el primero.

- ¿Es Él? – Preguntó en un susurro el General Cena - ¿Es el Príncipe?

Ante ellos, ya sólo a unos pasos, el Príncipe de España los esperaba en posición de firmes, el ceño fruncido, un crespón negro atado al brazo en señal de duelo por la todavía reciente muerte de su padre. El rostro de los otros dos militares, los más altos cargos en el ejército de tierra después del Rey, compartían las mismas expresiones graves, e incluso en uno podía adivinarse la tensión apenas contenida en el blanco de sus nudillos, los puños apretados tras la espalda. Un paso por detrás de ellos parecía esconderse el civil, que en ese momento guardaba un teléfono móvil con el que había estado hablando y ocupaba su sitio junto al Príncipe y los militares. Una mirada les bastó a todos para descubrir en él al Presidente del Gobierno. Todos guardaban silencio, y los periodistas, micrófono en mano, aguantaban la respiración.

Cuando los dos generales alcanzaron al grupo hubo un intercambio de saludos militares, rápidos pero solemnes, y en cada rostro se reflejaban distintas emociones, todas ellas igualmente intensas.

- Señores. – Saludó el Príncipe a los otros dos con su voz grave y clara. – Hace poco más de una hora se ha reunido en Madrid el Consejo de Defensa Nacional, y he tenido el honor de ser nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, en relevo de mi difunto padre, el Rey. Al mismo tiempo el Gobierno – y diciendo eso lanzó una mirada al Presidente, que confirmó sus palabras con un leve asentimiento de cabeza – ha decretado el estado de excepción en todo el país, con una especial atención a la provincia de Vizcaya en la que nos encontramos. No hace falta que le cuente a nadie la gravedad de las circunstancias. – El Príncipe hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran hondo en los dos militares insurrectos, pero también en los golpistas potenciales que estarían siguiendo las noticias en espera de tomar partido, e incluso en los millones de españoles que en ese momento atendían con el corazón en un puño a las pantallas de sus televisores.
- Así pues, como Comandante en Jefe les ordeno que sometan de inmediato el mando de sus tropas y renueven con ello, aquí y ahora, su juramento de fidelidad hacia España, la Monarquía y la Constitución.
- ¡Les está dejando escapar! ¡Les da la oportunidad de que salgan impunes de esto! – Masculló uno de los periodistas por lo bajo, de forma que sólo sus compañeros más cercanos lo oyeran.
- Señor: – se adelantó el General Cena, sin perder su carácter oportunista, plenamente consciente de la presencia de las cámaras. – Mis tropas y yo mismo hemos sido siempre fieles a España, y repetiré con orgullo mi juramento tantas veces como sea necesario. Espero sus órdenes, Señor. – Y diciendo esto repitió el saludo militar, esta vez con gran energía, acompañando el movimiento con todo el cuerpo.

A su lado, los ojos del General Cóllar bailaban en todas direcciones, mientras sus pensamientos trataban de encontrar una salida a todo aquello. ¡Nadie le había avisado de que el maldito Príncipe tomaría cartas en el asunto! De hecho ni siquiera habían pensado en él, o al menos él no lo había hecho. Sólo era un niño mimado, sin experiencia, sin carácter, y tenían reservado para él el mismo papel simbólico que la monarquía había tenido en España durante décadas. ¡Y ahora estaba ahí, exigiendo su rendición! Pero apenas había traído a hombres consigo, sólo a ese politicucho de izquierdas y a dos militares lameculos que jamás se atreverían a decir lo que de verdad sentían en su corazón. Quizá no fuera más que un farol. Quizá, si aguantaba, otros se unirían al levantamiento. Incluso podría usar todo aquello en su favor. Tenía delante al Príncipe y al Presidente del gobierno, podría, no sé, retenerlos, usarlos. Una idea empezaba a tomar forma en su cabeza mientras todos esperaban su respuesta, su mente funcionaba a toda velocidad: contactaría con Don Ramón, le pediría que hablara con los políticos de derechas, los de confianza, y les ofrecería un trato, llevar juntos las riendas del país, volver a tomar la dirección correcta, recuperar los valores de antaño que sus padres defendieran.

El teléfono móvil del Presidente del Gobierno vibró sin sonido en su bolsillo, pero todos lo escucharon y por un momento se distrajo la atención que pesaba sobre el General Cóllar. El político se excusó para intercambiar unas palabras al teléfono y después de dar instrucciones a un soldado hizo una señal afirmativa al Príncipe con la cabeza. Unos instantes después un todo terreno de la Guardia Civil llegó a la plaza y se acercó al grupo, hasta detenerse a unos metros de distancia. Todas las cámaras apuntaron al vehículo, cuyas puertas se abrieron para dejar bajar a un hombre vestido con traje oscuro y corbata a rayas, azules y negras. El líder de la oposición, MR, se acercó con paso lento hacia ellos, y colocándose a la izquierda de su oponente político, saludó a todos con gravedad.

- Majestad. – Empezó, realizando una leve pero respetuosa inclinación de cabeza. – Presidente. – Y ahora el gesto de cabeza fue apenas insinuado. – Caballeros. – Y miró a los demás.

No dijo nada más, pero colocándose junto al Presidente, ligeramente por detrás de él, mostraba a los militares y al mundo su respaldo absoluto al Gobierno y a la democracia. Frente él, el general Cóllar sintió como sus últimas esperanzas se desmoronaban bajo sus pies, y realizando un deliberadamente lento saludo militar ante el Príncipe, dijo:

- A sus órdenes, Señor.
- General Cóllar, saque a los tanques de la ciudad. – Le contestó rápidamente el Príncipe, sin dejarle tiempo a repensarse su respuesta y pasando a exponer el plan que habían improvisado en el rápido viaje en helicóptero. – Pero usted quédese al mando del resto de efectivos blindados, quiero que presten soporte a la infantería. General Cena, usted estará al mando de esa infantería, quiero que limpie las calles ahora mismo: detenga de inmediato a cualquiera que lleve un arma, y use la contundencia que sea necesaria en caso de resistencia. Y General, – añadió cuando el otro ya se disponía a alejarse – le hago directamente responsable de que ni uno sólo de los autores de esta pesadilla logre escapar de la ciudad.

En ese preciso instante la cámara de Álex se quedó sin batería, aunque en ese momento ya nada le importaba, y se quedó inmóvil en el mismo lugar, asistiendo con los demás al fin de los acontecimientos. El Príncipe se volvió hacia los dos políticos, aunque sus palabras habían sido ensayadas y se dirigían sobre todo a las cámaras que no se perdían ni uno solo de sus movimientos.

- Caballeros, suya es ahora la responsabilidad de devolver el orden y la justicia a este país.