11.11.06

Veintinueve

Aunque las cifras no se harían públicas hasta algunos días más adelante, en ese mismo instante veinticinco millones de espectadores en España, y algunos más en el resto del mundo, contemplaban en sus hogares las temblorosas imágenes que Álex transmitía desde su posición en lo alto de la parada de autobús. Ya no habían vuelto a pinchar su voz en directo, aunque sí se grababa, y más adelante serviría para montar extensos reportajes, e incluso quizá un documental sobre los hechos de aquel sábado fatídico. Y es que Álex no lograba callar, e incansable, retransmitía todo lo que veía, escuchaba o sentía, con todo lujo de detalles.

Desde que le habían cortado el sonido, la cámara del joven periodista había ido mostrando el terrible enfrentamiento entre poco menos que un millar de manifestantes y los cientos de policías que intentaban detenerlos. Lamentablemente, gran parte de lo que sucedía allí abajo escapaba de su objetivo, ya que los manifestantes se habían ido disgregando y la lucha se desarrollaba en varias calles a la redonda, pero el principal frente se mantenía frente a sus ojos, donde las tanquetas de agua, las dos inutilizadas desde hacía rato, servían de barrera y protección a los miembros de la ertzaintza. Ya raramente se llegaba al cuerpo a cuerpo, y en lugar de eso, como si de un ritmo macabro se tratara, cada pocos segundos se escuchaba alguna explosión, disparos, destrozos. En la calzada, en la zona neutral que separaba ambos bandos, había zapatos abandonados, manchas de sangre, restos de pancartas. A pesar de los numerosos muertos, no había ningún cadáver, ya que cada vez que alguien caía, fuera policía o manifestante, sus compañeros lo retiraban rápidamente. Álex se preguntaba en voz alta dónde iban a parar todos esos cuerpos: desde su posición, él había contado once policías y al menos otros tantos manifestantes, y podía imaginar que eso no era más que una parte del recuento total de muertes. Las sirenas de las ambulancias iban y venían incansables, pero era evidente que acudían más al lado de las fuerzas del orden, quizá porque una de las que pretendía asistir a los manifestantes había sido atacada y ahora humeaba volcada de lado en una de las calles limítrofes con el campo de batalla.

Aunque Álex intentaba no levantar demasiado la cabeza para no recibir alguna de las balas que a veces escuchaba atravesar el aire cerca de su posición, si pudo comprobar que los manifestantes se habían hecho fuertes en tres posiciones principales, Mientras la policía cubría completamente el cruce de las calles Olano, Miribilla y Arechaga, en lo que constituía el acceso oeste a la plaza Sarategi, sus opositores dominaban ya la esquina de Cortes con Conde Mirasol, a menos de cien metros un bando del otro, así como los accesos por los dos lados de la calle Cantalojas y una especie de isleta en el centro de la calle Cortes, formada por dos coches atravesados y unos pocos contenedores ardiendo a su alrededor, que contribuían al caos con su humo negro y apestoso. Desde esa última posición partían los ataques más duros, con el tableteo esporádico de algún tipo de ametralladora pesada que mantenía a los policías a ralla cada vez que éstos intentaban cambiar de posición.

En el último intento de avance por parte de los ertzainas los tiros habían abatido de golpe a cinco de sus miembros, aunque Álex pudo ver que varios de ellos sólo estaban heridos. Después de eso no lo habían vuelto a intentar, y más allá de la constante lluvia de botes de humo que lanzaban contra los otros, parecían estar aguardando algo. ¿Pero quién llegaría antes? Preguntaba Álex en voz alta a una audiencia que por el momento no le oía: ¿Los refuerzos de la policía, o los de los manifestantes? Por el momento el estado de tablas en que se encontraban ambos bandos parecía ir decantándose lentamente a favor de los miembros de la ertzaintza, ya que nuevos efectivos iban uniéndose a ellos a cada minuto, y aunque el periodista no lo sabía, un grupo numeroso se estaba concentrando en la plaza del Doctor Fleming para intentar cerrar la retaguardia de los manifestantes. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado, aunque Álex en cierto modo ya lo había augurado.

Como la tantas veces mencionada calma que precede a la tempestad, de repente un silencio se adueñó de las calles y el aire pareció condensarse a su alrededor a causa de ello. Pero el silencio se convirtió en murmullos, cientos de voces que hablaban a la vez, hasta que Álex creyó escuchar unas risas, también gritos, pero ningún disparo. La cámara del periodista barría el campo de batalla en busca del motivo de toda aquella expectación sin encontrar nada, cuando al final llegó el sonido antes que la imagen. Era un chirriar mecánico, ruidoso, que empezaba a llegar a él desde algún punto tras la barrera formada por los policías. Y sin embargo, cuando su atención se concentraba allí, un griterío llegó desde el otro lado, y la cámara giró veloz en esa dirección para mostrar al fin una gran tanqueta pintada con colores de camuflaje que aparecía por la calle Conde Mirasol y se detenía atravesándose en medio de la calzada, seguida por otra tanqueta idéntica que adoptaba la misma posición. Los manifestantes gritaban y saltaban de alegría, levantando sus armas y pancartas, como si su salvador hubiera llegado. Un instante después otras tanquetas llegaban por el lado norte de la calle Cantalejas y tras unos minutos también los accesos sur a la calle Cortes quedaban bloqueados por esas tanquetas militares. A su llegada los antes dispersos manifestantes habían vuelto a reagruparse en esa calle central, sin preocuparse ahora de una policía que no se atrevía a hacer ningún movimiento, esperando órdenes de sus mandos. Antes de que esas órdenes llegaran, el origen del estrépito metálico que no había cesado se materializó ante los ojos de todos los allí reunidos.

Lo primero que se vio fue el inmenso cañón, seguido del amenazante cuerpo del tanque, que llegaba desde algún lugar tras los policías. Un soldado sobresalía en lo alto de la torreta, las manos a los mandos de una potente ametralladora, la cara oculta por el casco y las gafas de combate. Tras el tanque llegaron otros, y a su paso los policías se apartaban desconcertados, hasta que al final tuvieron que amontonarse todos contra las fachadas de los edificios a fin de dejar paso a los tres blindados que lograron encajarse, lado a lado, en el cruce que antes ocupara la ertzaintza. A su retaguardia, una increíble columna de vehículos militares había ocupado los jardines de la calle Olano, dejando libre, sin embargo, la plaza Sarategui. Finalmente la tensión se desgarró al son de unos silbatos, que rápidamente fueron seguidos por las órdenes gritadas con la agresividad castrense habitual, y los soldados que hasta entonces se habían apiñado en los camiones de transporte saltaron al suelo y corrieron a ocupar las posiciones que se les había asignado. La cámara de Álex recogía todo aquel espectáculo como un testigo mudo, ya que entonces ni siquiera el periodista se sentía con ánimos de decir nada.

La incógnita atenazaba su lengua, ya que si bien por un lado la presencia del ejército le alegraba en cierto modo, como garantía última de que cesaría el baño de sangre, sus premoniciones y la alegría de los manifestantes le hacían temer lo peor. Entonces pudo ver como un grupo nutrido de soldados avanzaba escoltando al que Álex imaginó sería el comandante de aquel poderoso ejército. En dirección contraria media docena de policías, casi todos ellos en su uniforme normal, sin protecciones, avanzaba para encontrarse con los militares. Van a parlamentar, se dijo Álex, o a negociar, o qué sé yo. La cámara hizo zoom hacia ambos grupos cuando se encontraban, aunque logró poco más que hacer temblar la imagen, sin que llegaran a verse con claridad los rostros de los allí reunidos. El comandante del ejército estaba hablando con dos ertzainas, y sus soldados se habían desplegado en semicírculo a su espalda, las armas apuntando al suelo, pero no por ello menos amenazantes. La imagen mostró lo que parecía una discusión, los ertzainas protestaban, y los gestos del comandante eran más que expresivos, tajantes. De repente los soldados levantaron sus armas y apuntaron directamente a los policías que tenían enfrente, y por un momento Álex temió lo peor. Tras unos momentos de duda, en los que soldados y policías se apuntaron unos y otros peligrosamente, los mandos policiales depusieron su actitud conscientes de que poco podían hacer contra los militares, claramente superiores en número y armamento. Justo en ese momento, una nueva e inesperada imagen se sumó a la escena.

Álex levantó la cámara lentamente, quizá intentando dar aún más dramatismo a todo aquello, quizá porque su confusión ya era superior a cualquier otra cosa. Recortados contra el azul del cielo, unos gigantes de doble aspa se acercaron lentamente hasta detenerse completamente a unos cincuenta metros por encima de sus cabezas, haciendo un ruido ensordecedor y levantando corrientes de aire que hacían bailar las hojas de los árboles y sacudieron banderas y pancartas como si se tratara de un huracán. Todas las miradas se volvieron al cielo, y aunque nadie lo vio, los dos generales al mando del mortífero circo sonreían henchidos por la satisfacción.

Uno de los helicópteros descendió aún un poco más, hasta donde los edificios le permitieron, y unas largas cuerdas cayeron desde su interior, golpeando el suelo con fuerza en medio de la calle. Como en una película de Hollywood, una docena de soldados completamente equipados y con las caras pintadas se deslizaron a gran velocidad hasta tocar el suelo y se desplegaron en círculo apuntando en todas direcciones, ante la alegría y admiración de los cientos de manifestantes que les rodeaban. El helicóptero se movió lentamente y dos grupos más repitieron la escena a lo largo de la calle, y luego otro Chinook relevó al primero y volvió a repetir todo el procedimiento. Mientras tanto, en medio de la plaza Sarategui, los otros cuatro aparatos descargaban rápidamente su contenido de tropas y equipo, y los diferentes comandos corrían a toda prisa, esquivando a policías y manifestantes, para ocupar sus posiciones en portales, tejados y demás puntos estratégicos. En apenas quince minutos el ejército había tomado absoluto control de la situación, aunque eso se debía en gran parte al entusiasta sometimiento de los manifestantes y a la frustrante rendición que los policías tuvieron que aceptar para evitar el desastre.

El periodista no pudo evitar que una fugaz imagen en la que uno de los bandos no hubiera depuesto las armas se formara en su imaginación. Pudo ver con los ojos cerrados a los terribles tanques atronando en las calles de Bilbao, las docenas de soldados que ahora había por todas partes disparando sin cesar, los muertos, la sangre. Sacudió la cabeza para quitarse la imagen de la cabeza y se preguntó que más podía ocurrir a partir de ese momento. Algo llamó la atención, y al darse la vuelta vio que alguien se encaramaba a la marquesina de autobús que había ocupado en todo ese tiempo. Para su sorpresa, un hombre en tejanos y camiseta se plantó a su lado con una gran cámara al hombro y empezó a filmarlo todo sin decir palabra. Álex iba a protestar cuando vio que a cierta distancia una locutora empezaba a hablar de cara a otra cámara junto a un grupo de soldados que todavía permanecían alertas, apuntando con sus armas hacia el frente. Aquí y allá, los periodistas habían tomado sus propias posiciones, y Álex fue incapaz de adivinar cuánto llevaban allí, en qué momento había perdido la exclusiva de todo aquello. Peor aún, por un momento se preguntó quién les habría convocado. A su lado, el cámara hacia un perfecto barrido del ya tranquilo campo de batalla, y en momento sus miradas se cruzaran, lanzándole el avezado profesional un guiño cómplice.

10.11.06

Veintiocho

Los seis helicópteros Chinook sobrevolaban ya la provincia de Guipúzcoa cuando el General de Brigada José Antonio Cena se enteró de los enfrentamientos entre los tanques del General Cóllar y un grupo de rebeldes. Al parecer habían sufrido numerosas bajas, sobretodo en las tropas, pero finalmente habían logrado superar la emboscada y avanzaban decididamente hacia la ciudad. Al final lo más probable es que llegaran ambos al mismo tiempo, lo cual podía ser realmente contundente, pero también peligroso. Al menos para él. El General Cóllar no le tenía especial simpatía, eso lo sabía, y el viejo soldado ansiaba para él todo el protagonismo de aquella rebelión, deseaba ser el único héroe, aunque eso supusiera enemistarse con los demás, incluso por quienes habían planificado todo aquello.

Los Chinook superaban los doscientos kilómetros por hora en su velocidad de crucero, e incluso podían llegar a trescientos en caso de necesidad, pero el General de Brigada no se atrevía a apremiarlos. Llegarían en menos de quince minutos, y sacarle cinco minutos de ventaja a su rival no tenía por qué ser algo positivo. Quizá incluso fuera mejor esperar un poco, verlas llegar. A bordo de sus descomunales helicópteros, un centenar de soldados, lo mejor del Mando de Operaciones Especiales, esperaba preparado para todo. No habían recibido instrucciones concretas, todavía no, pero eran hombres que sabían obedecer, y mejor aún, sabían actuar. Llegado el momento, el joven comandante sabía que era mejor tener a esos hombres a su lado que a un puñado de tanques incapaces de desenvolverse cómodamente en una ciudad repleta de civiles.

El ayudante del general reclamó su atención con unos ligeros golpecitos en su brazo y después señaló claramente hacia abajo, al otro lado de la ventanilla. La ciudad de Bilbao se desplegaba a sus pies, y todavía podían verse con claridad varias columnas de humo elevándose hacia el cielo, como si la ciudad hubiese sufrido recientemente un ataque aéreo. Al parecer los comandos mixtos habían cumplido con su misión, aunque el militar no podía tener la completa seguridad ya que se había prohibido a todas las unidades de tierra, civiles y militares, contactar bajo ningún concepto con los oficiales del Ejército. Cualquier comunicación debía hacerse con el centro de operaciones de Madrid, formado por civiles, quienes a su vez ya contactarían, si fuera necesario, con ellos. El General Cena había interpretado el silencio como buenas noticias, y las columnas de humo reafirmaban esa impresión.

Su ayudante volvió a insistir en sus gestos con el dedo extendido, al ver que su jefe paseaba la mirada por el conjunto de la ciudad. Entonces ambos centraron su vista en el mismo punto y el general finalmente vio lo que el otro señalaba: una columna de tanques avanzaba lentamente por una carretera que corría paralela a la autovía, separándose de ésta poco antes de llegar al río y adentrarse en la ciudad. La columna de blindados resultaba imponente vista desde las alturas, pero tras contarlos uno a uno pudo ver que faltaban varios vehículos, incluso le pareció que había un tanque menos de lo esperado. Activando los aparatosos auriculares que llevaba en la cabeza, el general habló con los pilotos al mando del helicóptero:

- ¿Puedo contactar con la columna de tanques que tenemos a nuestros pies?
- Lo intentaremos, general. – El personal de los helicópteros no solían ser hombres de su agrado, pensó entonces el militar, demasiado independientes, demasiada confianza en sí mismos, pero debía reconocer que habían obedecido sus órdenes sin obstáculos ni preguntas, y eso era todo cuánto pedía de ellos. – Señor, le paso al General Cóllar, comandante de la columna. – Anunció finalmente el piloto tras unos minutos de espera.
- ¿Cena?
- General Cóllar.
- Cena, veo sus pájaros desde aquí, van ustedes adelantados.
- Nosotros también les vemos, General, y creo que ustedes van retrasados.
- Hemos tenido problemas. – Refunfuñó el viejo general.
- Eso me ha parecido al ver sus efectivos. ¿Bajas? – Se interesó el otro.
- Demasiadas. – Aceptó a regañadientes - Tres VECs destruidos con toda su tripulación, una veintena de soldados muertos o heridos graves…
- ¿Y un tanque?
- Sí. Un tanque averiado. Hemos tenido que dejarlo atrás con un VEC y una docena de hombres protegiéndolo.
- ¿Quién les ha atacado, señor? ¿Quién ha podido inflingirles unos daños tan graves? – La pregunta reflejaba una preocupación sincera, porque no esperaban encontrar ninguna oposición seria, pero el general Cóllar la interpretó como un cuestionamiento de su actuación.
- ¡Tenían armamento pesado! ¡Un fallo en sus planes, en sus previsiones, diría yo! Contamos más de un centenar de hombres, desplegados perfectamente para la batalla. Profesionales, sin duda, pero no sé quienes eran. Si no le estuviera viendo ahora mismo en el aire, habría jurado que eran sus chicos de Operaciones Especiales.
- General, tomaré eso como una chanza. – Contestó él ofendido, pero también amenazante.
- Claro, claro. Maldita sea, he perdido a un montón de buenos hombres aquí abajo.
- Lo lamento, General, cualquier baja es dolorosa para un buen comandante.
- Cierto, cierto. – Y tras unos segundos de silencio, Cóllar preguntó - ¿Sus helicópteros van a aterrizar ya?
- ¿Señor? – Le contestó sin responder realmente a la pregunta, inseguro todavía sobre qué debía hacer
- Puede ser peligroso. Esos hijos de puta pueden estar esperándoles, y sus pájaros son más vulnerables que mis tanques.
- Es cierto, señor.
- Hagamos una cosa: hagan una pasada a ver qué hay allí abajo. Mientras nosotros acabaremos de entrar y tomaremos posiciones. Cuando esté todo tranquilo usted baja y sus chicos acaban de asegurar la zona.

El General Cena sonrió discretamente ante la transparencia del viejo militar, pero evitó hacer ningún comentario al respecto. Al fin y al cabo, tenía parte de razón, y alguien que podía averiar un tanque de sesenta toneladas también podía derribar un puñado de helicópteros por grandes que fueran, o al menos uno de ellos, así que aceptó la propuesta.

Los enormes aparatos sobrevolaron la ciudad a baja altura, causando una inmensa impresión en sus ya bastante asustados habitantes, hasta llegar a la costa, y una vez en el mar trazaron un amplio círculo dando tiempo a los tanques a adentrarse por las calles. Desde arriba, el general no pudo evitar compararlos con alguien que intenta meter un cuerpo demasiado grueso en una ropa demasiado estrecha, y hasta habría dudado de si alcanzarían su objetivo, si no fuera porque aquel detalle, como tantos otros, ya habían sido planificados de antemano.

En la ciudad, la columna blindada avanzaba con terrible lentitud, y aún así era como una manada de elefantes entrando a la carrera en una cristalería. Los ciudadanos se echaban en masa a las ventanas y balcones, pero nadie abría la boca, quizá dudando sobre si debían celebrar o temer la presencia de esos tanques en su querida urbe. Los tanques bordeaban el río Nervión por su orilla izquierda y cogieron la tranquila calle Zamácola, acercándose a la zona más conflictiva. Varias tanquetas ligeras encabezaban la marcha, asegurando el avance, pero no encontraron ningún obstáculo, más allá de algún coche que huía asustado ante la presencia de los impresionantes vehículos militares.

La flotilla del General Cena daba una segunda pasada sobre la ciudad cuando se escucho el leve crujido de la comunicación abierta y de inmediato se escuchó de nuevo la voz del piloto:

- General, tenemos visita.
- ¿Qué?
- A las cuatro en punto, parecen Cougars.
- ¿Cougars?
- Helicópteros, señor.
- ¡Sé lo que es un maldito Cougar, teniente! ¡Lo que no sé es que hacen aquí unos Cougars!

Difíciles de distinguir para alguien menos experimentado que el piloto, cuatro helicópteros de asalto y transporte AS-532AC Cougar se dirigían hacia ellos a gran velocidad, aunque todavía estaban a mucha distancia. A pesar de su considerable tamaño, los Cougar eran más pequeños que los descomunales aparatos de doble aspa en los que ellos viajaban, pero también eran más ágiles y mortíferos. En su momento el General Cena había dudado sobre cuál de los dos modelos usar para su asalto a Bilbao, pero finalmente se había decantado por la vistosidad de los Chinook, que quedarían más impresionantes ante las cámaras. Al parecer, alguien tenía gustos distintos, o quizá se habían tenido que conformar con lo que él había dejado.

- Ponme con el General Cóllar, ¡rápido! – Unos instantes después se escuchaba la voz del militar por los auriculares.
- Llegamos en unos minutos, Cena, no sea impaciente: mis hombres ya se están preparando.
- No estamos solos, General.
- ¿Cómo? ¿Ha visto algo? ¿Enemigos? – Preguntó preocupado desde su todo terreno el General.
- No lo creo, señor, más bien parece que alguien ha querido unirse a la fiesta, aunque no le hayamos invitado.
- ¿De qué me está hablando, Cena, maldita sea?
- Helicópteros. Vienen pitando hacia aquí. Como no acelere llegarán incluso antes que usted.
- ¿Helicópteros? ¿Quién ha mandado más helicópteros? Si acaso harán falta tropas para asegurar todas las posiciones, no helicópteros. ¡Esto es absurdo!
- Quizá no, general, creo que no vienen a ayudar.
- ¿Qué quiere decir?
- ¡Vienen a salir en la foto! Parece que los de Madrid han convencido a alguno de nuestros colegas reticentes, y éste habrá buscado la forma más rápida de llegar a la ciudad para salir en la foto y llevarse parte del mérito.
- Mierda.
- Estoy de acuerdo, General. Será mejor que empecemos ya el espectáculo.
- Ahora mismo me avisan de que tenemos enfrente la plaza Sarategui. Baje ya, Cena, si tengo que compartir esto con alguien, al menos que sea con alguien que ha demostrado su valor desde el principio, no un aprovechado de última hora.
- Nos vemos abajo, General.

9.11.06

Veintisiete

La caravana del General Cóllar alcanzó finalmente el escenario de la reciente batalla entre su avanzadilla y un enemigo incierto. No fue fácil alcanzarla, ya que en los últimos kilómetros habían encontrado una larga caravana de vehículos detenidos a los que hubo apartar de la carretera uno a uno, a veces no sin resistencia. En un momento de tensión, un tanque trató de empujar a un coche que se resistía, pero las orugas cogieron tracción rápidamente y el tanque pasó por encima del automóvil, que por suerte estaba vació. Al menos el incidente sirvió para que los demás conductores se apresuraran a apartarse a un lado de la carretera, dejando el espacio suficiente para las enormes blindados.

Finalmente vieron a la primera tanqueta, que curiosamente estaba vuelta en dirección hacia ellos. No fue difícil reconocerla como la unidad que había mandado el aviso, es decir, la que debería haber escapado del incidente. En lugar de ello, una gruesa columna de humo salía de su parte trasera, oculto desde su posición. La columna se detuvo a medio kilómetro de la tanqueta destruida, y rápidamente el General ordenó una formación de ataque. Tres tanques se situaron en línea, los cañones apuntando al frente pero en diferentes ángulos en forma de abanico, mientras las potentes ametralladoras se movían de un lado a otro en busca de un objetivo al que disparar. Para poder situarse en sus posiciones, uno de los tanques se situó en el centro de la calzada, mientras que los otros apenas mantenían una de sus orugas en el asfalto, la otra en el arcén, dejándolos algo escorados.

Mientras esos tanques avanzaban muy lentamente, seguidos a cierta distancia por el resto de la columna, dos tanquetas más fueran enviadas por delante. Debían inspeccionar los vehículos destruidos en busca de supervivientes, además de hacer un reconocimiento de la zona. El General estaba convencido que aquel había sido un ataque a la desesperada, un intento de frenarlos, o incluso de minar su moral, y estaba caso que habían logrado ambos objetivos. Probablemente el enemigo habría buscado ya refugio lo más lejos posible de ellos, incapaz de intentar algo contra su columna blindada. Y a pesar de todo, los nervios del General seguían tensos como cuerdas de guitarra, e instaba a todos y cada uno de sus hombres a mantenerse alerta. Desde su coche de mando, justo detrás de los tres tanques en línea, no tenían ninguna visión de lo que ocurría delante, así que dependían de la radio para saber cómo iban las cosas.

- Sherpa uno, aquí Mando, ¿qué ocurre? – Preguntó su operador de radio desde el asiento de atrás, adelantándose a la orden del General.
- Tenemos delante el primer VEC. Nos situamos a su lado. Le han dado por detrás, con un lanzagranadas o algo así. Lo han reventado. – Las frases llegaban como si fuera un telegrama, sólo faltaban los típicos STOP entre cada afirmación. El General reconoció y apreció la concisión de la información como algo típicamente castrense. – El soldado Sanjuán va a bajar a hacer el reconocimiento.
- ¿Ven algo ahí fuera? – Volvió a preguntar el operador.
- Negativo. No hay movimiento.
- Manténgase alerta.
- Sanjuán vuelve. No… no hay supervivientes. – Una pausa – Están destrozados. – Otra pausa - ¿Qué hacemos con los cuerpos, señor? – El operador consultó al General con la mirada, y éste le pidió el micro.
- Déjenlos y sigan la inspección, Sherpa uno. Nosotros nos haremos cargo cuando todo esté limpio. Sherpa dos, ¿me escucha?
- Sherpa dos a la escucha, señor.
- Intenten apartar el VEC a un lado para que podamos avanzar. No pierdan el tiempo pero sigan atentos.
- Sí, señor.

Maniobrando lentamente, las dos tanquetas de exploración lograron empujar el vehículo destrozado hasta sacarlo de la carretera. La operación fue algo lenta, porque las ruedas traseras habían quedado muy dañadas por la explosión y se arrastraban sobre el asfalto actuando a modo de enorme freno. Finalmente, con cuidado pensando en los compañeros muertos entre los hierros, dejaron al VEC siniestrado a un lado y volvieron a colocarse en posición. La línea de tanques ya casi les había alcanzado cuando continuaron su avance.

- Vemos los otros dos VEC, están cerca, parece que les dieron a los dos a la vez. Nos acercamos. Sí. El primero pisó una mina: hay un boquete en el suelo y tiene las tripas destrozadas. Al otro lo han descabezado, un lanzagranadas, supongo. Ha sido un buen ataque, señor, si me permite decirlo.
- Nos estaban esperando. – Afirmó en su todoterreno el General, preguntándose si alguien le habría traicionado.
- ¿Supervivientes?
- Sanjuán va a mirarlo, señor.
- Con cuidado.

El soldado Sanjuán saltó del vehículo y, cerrando la puerta, apoyó la espalda contra el acero recalentado de su VEC. A su derecha, el morro metido en la cuneta, el blindado al que le habían reventado la torreta superior descansaba inmóvil. Como una tumba, pensó el soldado, y aferrándose a su fusil de asalto, se acercó a él con una carrera. Aunque en el interior ya no había fuego, todavía humeaba, y al olor a plástico se le sumaba el inconfundible hedor de la carne quemada. Sanjuán se subió al blindado de un salto y se asomó al interior desde su techo abierto. Pocos restos podrán sacar de ahí dentro, volvió a decirse a si mismo. Cerrando los ojos y respirando hondo un par de veces, saltó al suelo y empezó a avanzar lentamente hacia el primer vehículo de asalto, que descansaba casi todo él directamente sobre el asfalto, cuatro de sus seis ruedas desaparecidas. A su espalda, sus compañeros hicieron avanzar también sus VECS, mientras escuchaba como las torretas giraban a un lado y a otro cubriendo sus pasos con sus intimidatorios cañones.

- Parece que no tampoco queda nadie con vida en el segundo VEC, señor. – Y la voz sonaba ahora algo más arrastrada, menos segura, a través de la radio. – Sanjuán avanza hacia el último. Hay algo raro, Sanjuán también lo ha visto: la puerta trasera del VEC está abierta, aunque puede haber sido por la explosión. Está claro que pisó la mina con la parte de atrás. Sanjuán avanza con cuidado.
- Cúbranle. – Dijo el General, aunque la orden era innecesaria.
- Sanjuán está junto al VEC. Ahora mira adentro, rápido, no ve nada raro. Vuelve a mirar. Va a entrar.
- ¿Qué ocurre?
- No lo sé, tarda mucho, señor. ¡Ahí está! ¡Está sacando a alguien! ¡Hay alguien vivo, señor! – Y alejando la boca del micrófono, se pudo escuchar como daba órdenes rápidamente – Baja a ayudarlo, rápido. Pedro, cúbreles bien. Sherpa dos, cúbrenos la espalda, puede ser una trampa. ¡Atención! ¡A la derecha! – De repente la voz se interrumpió y se escuchó el poderoso retronar de la ametralladora del VEC, gritos de fondo y finalmente el silencio.
- Sherpa uno, ¿qué ocurre? ¿Qué coño está pasando? – Finalmente recuperaron la voz al otro lado.
- Un enemigo, señor. Justo al lado del VEC reventado. Estaba oculto en la cuenta y se ha levantado justo cuando Sanjuán y Ped… y el cabo Soler trasladaban hacia aquí al herido.
- ¿Están todos bien?
- Sí señor, Sherpa dos ha sido rápido, señor. Gracias chicos.
- Un hijo puta menos. – Se escuchó que contestaban desde la segunda tanqueta. – Con perdón, señor.
- Sanjuán ha dejado al herido un momento y se acerca a inspeccionar al enemigo. No creo que quede mucho de él con la ráfaga que le hemos metido desde tan cerca. Ya vuelven.

Mientras hablaban, la columna del General Collar había alcanzado a las tanquetas de exploración y se mantenían a una leve distancia de seguridad. Los tres tanques seguían vigilando las inmediaciones, pero la mayoría de ojos estaban fijos en los soldados que entraban en el VEC llevando a cuestas a un compañero herido. Tras cerrar la puerta, los dos vehículos ligeros arrancaron y avanzaron muy lentamente, volviendo a maniobrar para apartar las tanquetas destruidas. El vehículo de mando volvió a recibir comunicación.

- Ehm, señor…
- ¿Qué ocurre? ¿Están bien? ¿Quién es el herido? – Preguntó el General, con la remota esperanza de que su amigo el sargento Rojas se pudiera haber salvado.
- Está malherido, señor, pido permiso para trasladarlo al camión con el equipo de enfermería.
- Claro, llévenlo para allá y vuelvan a su posición.
- Señor…
- ¿Qué ocurre?
- El enemigo al que hemos disparado, señor.
- ¿Quién era ese hijo de puta? ¿Un policía? ¿Un…
- No, señor. Era, ¡oh, mierda! Señor, era de los nuestros.
- ¿Qué?
- Era el sargento, señor.

El General trataba de digerir la noticia cuando ante sus propios ojos el tanque que cubría el flanco izquierdo se sacudió como un flan al pisar una mina oculta en el arcén, y al instante las llamas empezaban a brotar de su interior, causando un humo oscuro y denso. Un instante después escuchó el tableteo de ametralladoras ligeras a su espalda, y pensó en los camiones llenos de tropas, detenidos en medio de la carretera, indefensos.

- ¡Avanzad! ¡Avanzad todos! – Gritó el general. – Los VEC a los flancos, encontrad a esos tiradores y acabad con ellos. ¡Adelante!

8.11.06

Veintiséis

MR, presidente del principal partido de la oposición, observaba abstraído las paredes acolchadas del lujoso jet privado en el que viajaban. Las luces tenues del interior hacían juegos de sombras al enfrentarse con el sol que se colaba por las ventanillas. El hilo musical apenas se escuchaba, y ninguna conversación enturbiaba el ambiente de concentración que reinaba en el interior de la pequeña pero espaciosa cabina. Fijó la mirada en el asiento de delante, vacío: una enorme butaca de piel color salmón, confortable, reclinable, extensible, giratoria. El asiento llevado a su máximo exponente. A su lado alguien carraspeó, y MR giró la cabeza lentamente, a regañadientes, resistiéndose a volver al mundo de los vivos. Sin embargo había sido sólo un carraspeo espontáneo, y MA, un peso pesado dentro de su partido, eterno candidato a ocupar su puesto, le devolvió una mirada tan cansada como la suya. También leyó en sus ojos derrota, preocupación, inquietud.

¿Se habían equivocado? Era la pregunta que todos se hacían, y aunque algunos se quedaban allí, la mayoría pasaba inmediatamente a la siguiente interrogación: ¿Cómo va a afectarnos todo esto? Lo curioso es que para muchos la preocupación se limitaba a los términos políticos, a las consecuencias para el partido, quizá también para sus propios puestos, su carrera, pero casi nadie pensaba en las consecuencias que todo aquello podía tener para el país. Así somos los políticos, pensó MR por un momento, pensamos que lo que nos preocupa a nosotros le preocupa al país, y lo que no nos afecta, tampoco tiene que afectarles a los demás. Somos unos egocéntricos.

Lo que más le llamaba la atención era que nadie dentro del partido parecía haberse planteado en ningún momento que los golpistas pudieran tener éxito. ¡Eso era parte de la historia de España, no de su presente! Cuatro soldados sin luces no podían volver a controlar el destino del país, no en el siglo XXI. Y sin embargo, había ya varios muertos; acababan de informarle de algún tipo de enfrentamiento entre una avanzadilla de los golpistas y una fuerza desconocida, quizá de la policía autonómica; los tanques estaban a punto de llegar a Bilbao y al parecer un escuadrón de helicópteros podía estar también implicado en todo aquello. Los datos e informaciones no paraban de llegar, pero todo era confuso y su gente parecía haber sido superada por la situación, incapaz de asimilar y reaccionar a todos aquellos acontecimientos.

Se volvió a mirar por la ventanilla y vio reflejado su propio rastro, el ceño fruncido, mientras empezaba a recordar la entrevista privada que había tenido con el Presidente del gobierno justo antes de salir hacia el aeropuerto. Había tenido que acudir a su llamada a toda velocidad, porque si una cosa estaba clara era que a nadie le sobraba el tiempo.

- Os tenemos cogidos por las pelotas. – Fue el saludo del socialista cuando se encontraron solos en la elegante pero sobriamente decorada sala en la que iban a conversar. MR no contestó. – Todos sabemos cómo funciona esto: decidisteis arriesgar y habéis perdido.
- ¿Qué quieres? – Le preguntó MR con una familiaridad que sólo se permitía en la más absoluta intimidad.
- Antes de hablar de eso, quiero preguntarte una cosa, y contéstame con sinceridad – MR arqueó una ceja -: ¿Crees que debemos preocuparnos? – Y el líder de la oposición entendió inmediatamente que en la pregunta no había trampa.
- He pensado en ello, ¿sabes? Al principio ni se me había pasado por la cabeza que pudieran lograr algo, pero…
- ¿Pero?
- No es sólo el ejército.
- Lo sé. Lo sabemos. Por una vez el CESID ha hecho los deberes. Estábamos informados antes de que actuaran, incluso antes de que los periodistas se enteraran. Sabemos quién está detrás.
- ¿Lo sabíais?
- No, no todo. Sabíamos que se estaban preparando, pero no teníamos ni idea de cómo ni cuándo.
- ¡Pero podríais haber hecho algo! – Replicó MR, mientras su cerebro empezaba a maquinar cómo podría usar eso en contra del gobierno.
- Lo hemos hecho, M, lo hemos hecho.

El socialista no le dio todos los detalles, pero sí le hizo una propuesta. De hecho era más bien un chantaje, pero uno de ésos imposibles de rechazar. Ellos ofrecían no crucificar al grupo popular por la forma en que había llevado todo el asunto, e incluso les ofrecían la oportunidad de jugar un pequeño papel en la resolución del mismo, pero a cambio... Lo que pedían a cambio le había enfrentado a la cúpula de su propio partido, y aunque les había convencido, sabía que también había entregado su cabeza en una bandeja de plata. Antes del próximo congreso dimitiría como presidente y candidato e intentaría retirarse con cierta dignidad, pero primero debería cumplir con su parte del trato con los socialistas: debería reconocer y elogiar la forma en que el gobierno había manejado toda la crisis. Nada grave, pensaría un profano, pero era algo que echaba por tierra toda la estrategia de su partido en la última década: jamás reconocer un error, jamás elogiar al enemigo.

A sus pies, centenares de metros por debajo del avión, el mapa de España se deslizaba bajo su vista, con las repetitivas formas geométricas de los campos, los cada vez más escasos y pequeños bosques, la geografía ondulada e incluso abrupta de los montes, surcada por ocasionales ríos. Él amaba a su país, y le habría gustado gobernarlo, pero quedaba claro que ya jamás lo haría. A su lado había alguien que quizá llegara a ello, y no pudo evitar echarle un vistazo, observarlo mientras leía unos papeles. Era un hombre metódico, trabajador y eficiente. Y era listo, probablemente más listo que él, pero también más extremado, más agresivo, y eso ya era mucho decir. MA era el principal representante de la línea dura del partido, el acosador de los socialistas, y aún más de los nacionalistas. Él sería el futuro del partido, aunque a MR no acabara de convencerle ese futuro. Cuando se despedía del Presidente del gobierno, éste se acercó algo más a él, y casi le susurró:

- Sé que no es cosa mía, y que no soy nadie para darte consejos, pero quizá deberías preguntarte quién hace más por dividir España, si vosotros o ellos.

MR no contestó, e incluso enrojeció de rabia al escuchar la acusación, pero la expresión del socialista era seria, y aunque político al fin y al cabo, algo en Z transmitía cierta sinceridad. En el coche, camino del aeropuerto, no podía sacarse la idea de la cabeza. Todos y cada uno de los miembros de su partido era firmes defensores de la unidad de España. Creían en un país unido, fuerte, cohesionado. ¿Pero habían avanzado algo en aquella dirección? ¿Lo habían logrado cuando gobernaban, o ahora, desde la oposición? Los nacionalistas seguían más o menos igual de fuertes, igual de radicales; España seguía siendo, como decía Serrat, muchas, pequeñas y cabreadas; y su partido usaba eso, consciente y deliberadamente, para encauzar el voto españolista hacia sus filas. ¿Por qué no atacar a catalanes y vascos si de allí nunca sacarían más votos de los que ya tenían? ¿Por qué no aprovechar el rencor de muchos españoles hacía el hermano rebelde e insolidario? Pues quizá por que con ello estaban dividiendo al país. La idea, absurda, falsa, le reconcomía, y cada vez que se descubría pensando en ello MR se justificaba en el cansancio, el estrés y la preocupación.


- Dentro de quince minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Bilbao. Por favor, ocupen sus asientos y abróchense los cinturones. – Dijo la voz del capitán por el sistema de megafonía, mientras la azafata pedía lo mismo a dos hombres que estaban tomando una copa en el minibar del avión.